domingo, 24 de enero de 2010

39-La hora de la playa

MollendoPerú — domingo, 24 de enero de 2010

Me desperté más tarde de lo previsto, y con nuevos compañeros de cuarto. Lieza prefirió quedarse en la ciudad para conocer el museo donde yace la momia Juanita, hallada en el cráter del nevado Ampato, excelentemente conservada tras haber sido sacrificada hace cinco siglos.
Santiago estaba en la etapa final de su viaje y partía aquella mañana hacia Lima. Yo decidí que ya era hora de dejar atrás tanta iglesia, tanta ruina y tanto museo. Había llegado la hora de un buen descanso en la playa. Una toalla, un par de ojotas y la pantalla solar fueron suficientes para decidirme a descender los 2.900 metros de altura sobre los que se alza la ciudad y pasar el domingo en Mollendo.

Me despedí de Santiago en la Terminal de Arequipa. Esta vez ya no lo volvería a encontrar.
El viaje duró exactamente dos horas en un micro con TV donde todo el tiempo transmitieron un programa de música popular. Sin embargo, la característica del paisaje me llevó a permanecer con los ojos pegados a la ventanilla, como lo había hecho durante la mayor parte del tiempo en este viaje.
La carretera se adentra en un camino de cumbres, curvas y precipicios con los cuales a esta altura ya estaba muy familiarizado. Un paisaje singular en el que se atraviesa el desierto arequipeño hasta descubrir, poco a poco las aguas del Mar de Grau, así se llaman las aguas del Océano Pacífico que bañan las costas del Perú.

En la Terminal de Mollendo me dijeron que para llegar a la playa debía tomar un colectivo. Ya había aprendido que allí los colectivos son pequeñas combis que suelen llevar a más de 20 personas amontonadas. O sea, en los colectivos peruanos se viaje como en los de Buenos Aires, pero son cuatro veces más chicos. Igual que en Bolivia, está el conductor, y otra persona, que suele ser el hijo o la esposa del chofer, encargados de abrir y cerrar la puerta, cobrar el pasaje y gritar en cada parada los destinos hacia los que se dirigen.
Me bajé en la Playa 1 de Mollendo, el lugar estaba repleto de gente y noté que la mayoría eran peruanos, prácticamente no había turistas extranjeros por allí, puesto que las playas no son nada diferentes a las que un visitante de otro país haya podido conocer en cualquier lugar del mundo. Las arenas son grises, y apenas mojé los pies en el agua porque andaba con la mochila a cuestas en la que llevaba las cámaras y no me atreví a dejarla en la playa dada la cantidad de personas que había.

Desde la playa se divisa el Castillo de Forga, una construcción de estilo medieval que data de principios del siglo veinte, y es hoy la postal de la ciudad. La antigua residencia de Miguel Forga se encuentra notablemente deteriorada, en lamentable estado de abandono. Dicen los lugareños que el Consejo Provincial no sabe que hacer con él, que el último uso que se le dio a sus instalaciones fue la explotación del edificio como hotel, pero se cerró luego del fracaso económico que significó para sus dueños. ¿Los culpables? Aquellos que se ocuparon de espantar a los turistas desprevenidos que se atrevían a pasar las noches en el castillo: los fantasmas.

En la Playa 1, además de una feria y unos cuántos puestos de comida hay un Parque Acuático al cual se accede por sólo cuatro soles. Allí pasé buena parte de la tarde refrescándome en una enorme piscina con toboganes. Un lugar repleto de familias con muchos niños y adolescentes.







Cuando dejé la Playa me fui a dar una vuelta por la ciudad, muy pintoresca, y a tomar unas fotos desde el Malecón Ratti, desde donde se tiene una vista muy agradable de la playa. Más tarde fui a un ciber y chatee unos minutos con mi familia, y con Matías y José que habían viajado todo el día y ya habían llegado a Arica.









Satisfecho, después de haber pisado 
por primera vez en mi vida las aguas del Pacífico, tomé un taxi hasta la Terminal y regresé a Arequipa. Ya era de noche. Para ahorrarme el taxi tomé un colectivo (combi) hasta el centro. Iba repleto, pude sentarme contra una ventanilla al fondo, donde unas chapas se movían constantemente y entraba mucho aire desde afuera. Por momentos me daba la impresión que la carrocería iba a desprenderse y quedaría sentado en mi asiento pero sobre el asfalto.
A las nueve de la noche de aquel domingo todo estaba cerrado en Arequipa. Y yo muerto de hambre. Los pocos lugares abiertos me parecían caros. Afortunadamente encontré una sanguchería abierta en el Paseo Mercaderes. Allí recurrí al sánguche de pollo que siempre me salvaba y probé la chicha morada, que me hubiese gustado más si no fuera porque estaba sin refrigerar.
Las seis cuadras hasta el hostel se me hicieron larguísimas, había caminado mucho por Mollendo y me dolían los pies. Leeza ya estaba en la cama, leyendo su Guía del Perú. Había ido a visitar el museo donde vio muchas cosas, menos a la momia Juanita que no se hallaba en exposición aquel día. Y había tenido la gentileza de pagarme el tour al Cañón del Colca que emprenderíamos al día siguiente, ya que yo no contaba con cambio cuando nos habíamos visto por la mañana. En la agencia le habían preguntado mi apellido y ella no tenía la menor idea. Entonces le pidieron que me presentara yo mismo en persona a lo que ella respondió: Gastón is on the beach!

La nueva situación a la que debía adaptarme no parecía sencilla. Desde el día anterior, cuando nos conocimos, nos veníamos entendiendo bastante bien, pero mi nueva compañera de viaje… ¡no hablaba español!
Le mostré las fotos de Mollendo, me regaló como dos docenas de monedas de distintos países que había ido acumulando durante su viaje, y nos fuimos a dormir.


 Mirá el video de este capítulo:

http://www.vimeo.com/15084767














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