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viernes, 6 de enero de 2012

13-Despidiendo Galápagos

SANTA CRUZ, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR


Última tarde en las Islas Galápagos. Los delfines me habían despedido de sorpresivamente de Floreana, y mientras caminaba hacia la playita de la estación, me topé con una divertida plaga de pelícanos en el muelle de los pescadores. Era la hora de la venta de pescado y estas aves habían invadido el muelle a la vez que emitían unos gruñidos ensordecedores, y trataban de atrapar algo de lo que los pescadores desechaban de sus ventas. La imagen más bizarra de este espectáculo la daba una gaviota subida a un pelícano, que estaba a su vez encima del lomo de un lobo marino. Todos estirando su cuello hacia la mesada, mientras los vendedores los espantaban con un repasados, como a las moscas. En el tumulto, dos de los pelícanos pasaron corriendo por entre mis piernas.


Dejé a los pelícanos y apuré el paso porque la tarde ya terminaba y quería disfrutar los minutos que quedaban de sol, después de todo era mi último sol, mi último atardecer, mi último día allí. En la playa me encontré con la pareja de santafesinos que había conocido en la excursión a Isabela. Ellos también eran viajeros empedernidos y me contaron anécdotas de sus viajes a la Isla de Pascua, y de cuando vieron desovar a las tortugas en una playa de Costa Rica.


La playa me regaló un hermoso atardecer multicolor, y después de darme un baño me fui a comprar una gaseosa y un pan dulce. La excusa era festejar mi visita a Galápagos y celebrar mi propia despedida, junto a Karina y Adriana que se habían portado también conmigo. El menú consistió, ya como era costumbre, en una mezcla de pastas semi-preparadas de esas que vienen en sobrecitos. Juntamos mi arroz primavera con unos fideos de Karina y los huevos que había traido Adriana. Y como también había sido tan amable, y su hijo ya había volado a Quito, por lo cual se encontraba solita, invitamos a cenar a Mary, la dueña del hotel. Donde comen tres, comen cuatro. Y Mary nos deleitó con la historia de su familia, de su vida en Santa Cruz y de cómo vive todos sus días allá.

Después de la cena salí a dar mi última vuelta por la ciudad, y… si leyeron los capítulos anteriores ya sabrán a quien me encontré. Sí, a Franklin, quien charlaba animosamente con otros ecuatorianos que había conocido en la calle, uno de ellos galapagueño y ellas de Guayaquil. Me sumé al grupo y dimos una vuelta por el muelle donde hasta le enseñé unos pasos básicos de tango a una de las chicas. Después, siguió la fiesta. No la nuestra, que ya estábamos por irnos a dormir, sino la de las mantarrayas doradas que se acercaron de a montones a las azuladas luces del muelle, algunas intentando copular a otras, y ofreciendo ante nuestros ojos un espectáculo singular.




Sobre el muelle, otro animal daba la nota por la insólita escena que estaba protagonizando. Dormía profundamente recostado sobre un banco mientras una señora, sentada a su lado leía el diario. Lo que me habían dicho el día de mi llegada era totalmente cierto: en este particular rincón del planeta, todas las especies, incluso la humana, conviven en perfecta armonía.





Franklin, a todo esto, insistía en que me tomara al día siguiente un taxi con él hasta el aeropuerto. Pero yo tenía muy claro que haría el trayecto en colectivo por un dólar con cincuenta. Nos despedimos, y quedamos en vernos en el aeropuerto al mediodía siguiente. Sin embargo, después de despertar por la mañana y devolver a la tierra una bolsa completa de piedritas que había separado para llevarme de recuerdo, pero con el cargo de conciencia de estar afectando a la naturaleza, me fui en bus hasta el aeropuerto y a Franklin no lo encontré. Pero sí estaba el agradable matrimonio santafesino y también la pareja misionera con quienes me había destornillado de la risa en Floreana, y otra pareja joven con quienes había compartido el tour, y el chico que había viajado a mi lado en el vuelo desde Guayaquil. Mi avión fue uno de los últimos en salir, así que me lo pasé despidiendo gente y charlando con unos y otros en el aeropuerto como si fuese mi casa. Y es que las islas lo habían sido durante seis maravillosos días de los que me llevaba una botella de vodka vacía (me había ocupado de vaciarla la noche de año nuevo), la amistad de Franklin, Karina y Adriana, y cientos de recuerdos que esos que te llenan la vida y te alegran el alma para siempre.




Apenas arribé a Guayaquil me sonó el celular. Un mensaje de Nacho, mi compañero de viajes que había permanecido en Montañita durante mi escapada a Galápagos. “Te estoy esperando en el aeropuerto”, decía. Allí nos encontramos y mientras emprendíamos nuestro viaje por un bonito paisaje serrano nos contamos las experiencias vividas en las islas y en el continente, dos partes de un mismo país donde continuaría esta aventura: Ecuador.




 







 

jueves, 5 de enero de 2012

12-Floreana: piratas, misterios, sorpresas.

FLOREANA, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR

Mi último día en las Islas Galápagos había decidido pasarlo en Floreana, la primera isla del archipiélago en se habitada. Desayuné frente al muelle y después fui hasta el bote donde esperé a que llegasen los demás. El grupo estaba compuesto por una completa familia de americanos: cuatro hermanos varones y una hermana adolescente, y sus padres que parecía tan o más joven que sus hijos. Además, un colombiano, y una pareja sesentona de argentinos con quienes me divertí muchísimo. El último en sumarse, el pasajero número 12 fue una verdadera sorpresa: se trataba nada menos que de Avi, el israelita a quien conocí en el trayecto Montañita-Guayaquil y a quien le habían robado sus cámara y su Laptop en el hostel. El mal rato había pasado y se lo veía contento, con su nueva cámara fotográfica pese a haber perdido casi todas las fotos de su viaje por Sudamérica que había comenzado hacía varios meses.


Las dos horas de navegación fueron agitadas. El bote parecía elevarse por el aire y caer bruscamente como si golpeara contra un montículo de rocas. Pregunté al guía si todo el viaje iba a ser así, ya que el camino a Isabela del día anterior había resultado mucho más tranquilo. Me respondió que sí, y que la única solución era cambiar de asiento para amortiguar un poco el impacto de los saltos. ¡Pero ni loco me movía de ahí! Me había sentado justo en uno de los pocos lugares donde no calcinaba el sol. 



Llegamos a la costa de Floreana y notamos que había un inconveniente con la programación de las actividades, ya que era evidente que el guía improvisaba un poco. Primero nos contó un poco de la historia de la isla, habitada originalmente por piratas y en la que ocurrieron una serie de misteriosas muertes a lo largo de la década del treinta, todos vinculados extrañamente a la Baronesa Von Wagner una noble austríaca que vivía en Floreana por aquellos días y solía recibir a los recién llegados totalmente desnuda adquiriendo una merecida fama de “comehombres”, entre otros adjetivos. La cuestión fue que en medio de una novelesca trama de celos y traiciones, la baronesa y uno de sus amantes desaparecieron un día de las islas y jamás fueron encontrados. Al que tampoco encontraron fue al mismísimo Adolf Hitler, quien era buscado por allá alrededor de la 2da Guerra Mundial bajo la sospecha de que se había fugado hacia allí en un submarino. Como vemos, si hablamos de Floreana, historias son lo que menos le faltan.


De allí nos fuimos un rato a la playa, porque el bote que tenía que llevarnos a hacer snorkel estaba ocupado. Estuvimos como una hora ahí sin hacer nada, charlando un poco y fotografiando a dos leones marinos que roncaban, así, como “leones marinos”, además de una iguana roja y verde que descansaba muy cerca de ellos. El guía dijo que podíamos aprovechar el rato para ver de cerca de las tortugas marinas gigantes que había ahí, pero solo tenía dos equipos de snorkel, y además estaba bastante nublado, había viento, ni ganas de sacarnos la ropa. Solamente dos de los hermanitos americanos se metió al agua a nadar con ellas que casi los superaban en tamaño, mientras los demás nos entreteníamos viendo asomar las cabezas de las tortugas durante un segundo, cada vez que la sacaban para respirar.


Después visitamos “El asilo de la paz”. Si bien el nombre podría sonar a geriátrico, se trata del lugar donde se habían instalado los Wittmer, también austriacos, la primera familia en habitar las islas de modo permanente. Allí hay un centro de crianzas de tortugas, la mayoría de estas de caparazón plana, característica que las diferencia de las especies nativas de otras islas. El viaje al asilo de la paz lo hicimos en una 4x4 y nos mojamos terriblemente ya que las dos veces nos agarró la lluvia en la mitad del camino. A la vuelta nos fuimos almorzar. La comida era idéntica a la del tour en Floreana: sopa de cangrejo, albacora con ensalada y lo único que diferenciaba a este almuerzo de aquel otro era que esta vez teníamos postre: duraznos en almíbar.



Luego llegó el momento de conocer la Bahía de las Cuevas, conformada por una serie de cuevas en las que vivían los piratas. En una de ellas había nacido nada menos que Rolf Wittmer, el primer hombre nacido en Galápagos allá por 1934 y fallecido recientemente, el 11 de septiembre de 2011. Desde este sector se accede a una vista muy linda del Cerro de Las Pajas, el más alto de la isla.








Después era la hora del esperado snorkel, subimos al bote y ya estábamos mar adentro cuando el guía dijo que debíamos volver a Santa Cruz sin el snorkel. Ahí nos enteramos de lo que pasaba. Debido a la muerte del muchacho oriental ocurrida dos días atrás, la prefectura andaba vigilando todo, y las lanchas pequeñas no tenían permiso para que sus pasajeros hicieran snorkel en aguas abiertas. El tour se terminó entonces antes de lo previsto, o al menos eso pensaba hasta que ocurrió algo inesperado, una experiencia que valía por sí sola cada uno de los 60 dólares que había pagado. Todos íbamos callados, y cansados, algunos durmiendo incluso cuando divisé a pocos metros a unos cuantos delfines que nos seguían. Me paré de un salto. ¡Delfines!, grité. Y todos se pararon al unísono, corriendo a tomar sus cámaras y a deleitarse con el espectáculo. Unos veinte delfines nadaban a nuestros costados. Lo hacían rapídisimo, a la misma velocidad que el bote, como corriendo una picada con nosotros. Cuando el bote desaceleraba, ellos hacían lo mismo, cuando aumentaba la velocidad, ellos también. Algunos a unos metros de distancia y otros pegados a nosotros. 

Como pude, subí con mi cámara al techo de la lancha y desde allí pude ver, durante unos segundos, a otra decena de delfines que corrían delante nuestro, como danzando, cruzándose con largos saltos delante del bote. Y a otro que justo debajo de mí se movía en el agua como un torpedo. Nunca había visto a un delfín moverse tan rápido. Era una fantástica despedida la que estos animales tan especiales nos estaban haciendo. O al menos a mí, que abandonaría las islas al día siguiente, después de cinco días maravillosos. Pero si la fauna me había sorprendido hasta aquel momento, todavía me esperaban un par de sorpresas más al llegar a Santa Cruz, donde me despedí de Avi, y del resto del grupo, 
















  

miércoles, 4 de enero de 2012

11-Isabela

ISABELA, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR, miércoles 4 de enero de 2012


Algún día había que empezar a vaciar el bolsillo, y despojarse de los billetitos verdes que uno había atesorado durante tanto tiempo. Y sí. Después de todo estaba en las Islas Galápagos, y todavía no había gastado ni la mitad de lo que me dijeron que gastaría. Era hora entonces de causarle un poco de dolor al bolsillo. Y contraté entonces mi excursión a Isabela, la más grande del archipiélago, por 70 dólares. Recorrí casi toda la ciudad en busca de una oferta más económica pero no lo hubo, y eso que en la agencia donde finalmente contraté el tour, me hicieron precio porque me aparecí con media docena de personas que me llevé casi a la fuerza cuando terminamos el tour de la bahía del día anterior. 

Pero ninguno de ellos terminó contratando el tour, a excepción de quien escribe. Aún cuando la vendedora parecía hacer todo lo posible por no vendérmelo. “Y bueno, fíjese si consigue otro más barato, amigo”, me decía. El punto culminante fue cuando me contó que aquella mañana, un muchacho oriental había sido hallado muerto mientras hacía snorkel en la costa de Isabela, en el mismo lugar donde pretendía ir yo a hacer lo mismo. “¿Usted anda solo? Por las dudas déjeme el teléfono de algún familiar”, me dijo. Tan consternada estaba la pobre, que me dejó gratis el equipo de snorkel que le había alquilado para la bahía. “Lléveselo, cuando vuelva de Isabela me lo regresa, me dijo”.

Después de desayunar en un bar frente al muelle, junto a unos pajaritos que picoteaban las miguitas de pan que se me caían en la mesa, me fui al muelle de donde partió el tour a Isabela con una decena de pasajeros, entre ellos dos chilenos y un matrimonio de argentinos de la provincia de Santa Fé, con quienes me lo pasé charlando todo el tiempo. Me habían dicho que era común descomponerse o sentirse mal durante las dos horas de viaje, ya que el bote es pequeño y en todo el trayecto se sufre un movimiento incesante de subir y bajar, por lo cual casi la mitad de los pasajeros estaba a punto de vomitar, más aun teniendo en cuenta que todos recién terminaban de desayunar.

Isabela tiene unos 2.200 habitantes, y su capital, donde desembarcamos se llama Puerto Villamil. La isla cuenta con unos cuantos atractivos, entre ellos cinco volcanes en actividad y los restos de una cárcel, por lo que mucha gente elige quedarse allí unos días. Era el caso de Sofía y su novio, a quienes crucé mientras hacíamos el paseo en una chiva. También vi desde lejos a aquel rosarino de la arena “blanca como la merca” que había conocido la noche de año nuevo. Lo primero que vimos, en una laguna amarillenta, fue unos flamencos que se supone llegaron allí volando, cosa que a mi me resultaba poco creíble, ya que el mismo guía explicó que los flamencos son de vuelo corto, pero bueno, ya he comprobado que no siempre hay que creerle a los guías.


Después fuimos a un centro de crianzas de tortugas, similar al de la Estación Charles Darwin, pero aquí se podía ver en un sitio más pequeño a una importante cantidad de tortugas de Galápagos de distintas edades. Nos mostraron como se la estudia y se las preserva con el fin de repoblar el achipiélago con estos animales únicos en el mundo. El guía explicaba que en 1994 las tortugas adultas fueron trasladadas hasta allí en helicópteros desde diversos puntos de la isla. Allí tuvimos oportunidad de apreciar las plantas nativas del lugar, y de acceder a una explicación pormenorizada sobre la vida de las tortugas, que hasta ahora no había tenido. Supe entonces que podían llegar a vivir más de 150 años, pesar más de 400 kilos, y que pueden pasar como un año y medio sin ingerir líquidos. (“¡Cómo no se mueren de sed!”, pensaba yo aquella mañana del lunes mientras las veía en medio de una calle interminable, tratando de llegar a no sé donde). Además comprendí el brutal proceso de extinción que han sufrido estos animales pasando de 250.000 en el siglo XVI a menos de 3.000 en la década del 70 y alcanzar la suma de 20.000 ejemplares en la actualidad gracias a los esfuerzos realizados en pos de su conservación.



Después de la visita al centro de crianzas fuimos a una playa, que nunca supe como se llamaba, pero era espectacular, de película, y el día estaba tan radiante que terminó siendo esta la playa que más disfruté en las islas. Aguas mansas, arenas blanquísimas y un mirador al que desde luego subí para apreciar la magnificencia del paisaje. Si el paraíso existía, sin duda quedaba allí.





Con la panza llena continuamos el tour, que siguió en Las Tintoreras, un islote ubicado a 10 minutos de Puerto Villamil. Allí caminamos por un sendero de lava, entre un campo de líquenes blancos que se extendían sobre las rocas negras, y observamos unas grietas donde descansaban esos tiburones llamados “tintoreras”, que a aquella altura, ya eran mis mejores amigos. Era impresionante la cantidad de iguanas que se amontonaban una sobre otra, muchas de ellas trepándose de las rocas al mejor estilo Spiderman, pero con dos docenas de sus hermanas encima de ellas. En el camino, vimos una iguana grande dormida sobre una roca, y el guía nos explicó que muchas veces, se duermen bajo el sol y cuando despiertan, sus extremedidas adormecidas no les obedecen, por lo que terminan muriendo víctimas de insolación, pobrecitas.

El paseo terminó en una playa cuya arena blanca estaba formada por restos de corales marinos, y donde vimos una familia de lobos marinos que armaba un escándalo terrible. Se la pasaron gritando y chillando, y uno pequeño no dejaba de buscar la teta de su madre, que se negaba a darle el pecho porque estaba preñada y fastidiosa, y el pequeño era ya bastante grandecito como para seguir queriendo teta, según parecía.
Después de Las Tintoreras fuimos a hacer snorkel en las cercanías de un lugar llamado “La Calera”. Los colores y tamaños de los peces son tan fascinantes que yo no puedo imaginar lo que debe ser bucear en aquellos sitios, si con apenas hundir la cabeza bajo el agua uno observa tales maravillas.  ¡Que placer y que suerte tuve de haber podido estar ahí!


Regresamos cansados a Puerto Villamil, y apenas desembarqué me crucé con Franklin, quien parecía vivir en el muelle, no sé, la cosa es que todos los días de mi estadía allí me lo había encontrado en la calle. Y no era un pordiosero precisamente jejej. No, todo lo contrario, Franklin era, o es, mejor dicho, un dandy. Uno de esos tipos que salen en las propagandas televisivas intentando vender perfumes, vinos o automóviles. Un eterno seductor que siempre buscaba los mejores hoteles, las mejores comidas, y por supuesto, las mejores mujeres. Pero muy a pesar suyo, nada de eso había conseguido en su estadía en Galápagos. ¡Si hasta le habían robado dinero del hotel!
Tomamos una merienda ahí cerquita del muelle, y comimos algo, acompañado de una bebida muy rica que me sugirió probar: el jugo de tomate de árbol. Todo eso mientras trataba de convencerme de que lo acompañase a bucear al día siguiente a la isla Bartolomé en un barco que él conocía y que nos cobraría no se cuántos cientos de dólares.
-Soy mochilero-, aunque no se note. Le insistía.
-¡Pero que admirable lo tuyo! Yo debería hacer lo mismo-, aseguraba- ¡Pero cómo me cuesta esa vaina! 


















   



martes, 3 de enero de 2012

10-La Bahía

SANTA CRUZ, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR

Aquella noche conocí en el hotel a Sofía, la chica de www.viajeros.com que me había recomendado el hotel Los Amigos. Había llegado el domingo con su novio, y luego de pasar el lunes en Santa Cruz,  iban a instalarse en Isabela por la mañana siguiente. Estaban comiendo unos tallarines riquísimos, y como no los terminaron me dejaron lo que quedó en la heladera para mi almuerzo del día siguiente.

Estaba ya acostado cuando descubrí que la tarjeta de memoria de mi cámara de fotos se había trabado y no había manera de cerrar el compartimento donde entraba, ni de guardar las fotos que sacaba. No sabía a quien pedir ayuda, y cuando escuché una puerta abrirse salí así en calzoncillos como estaba, y le pedí al novio de Sofía, que volvía del baño, que me ayudase, pero él tampoco pudo.


Por la mañana, el hijo de Mary intentó solucionarlo, y tampoco. Me indicaron entonces donde había un negocio que arreglaba este tipo de desperfectos. El problema era que a aquellas horas de la mañana todo estaba cerrado. Fue Karina, quien como siempre, solucionó el problema. Me ofreció una cámara muy barata que había comprado ahí mismo en Puerto Ayora para solucionar la emergencia, y cuando el negocio abriera ella llevaría mi cámara a arreglar mientras yo tomaba fotos tranquilo con la suya en mi tour de la bahía.








El “tour de la bahía”, es un paseo que me costó unos 30 dólares y que incluye Lobería-Tintoreras-Canal del amor-Las Grietas. Este tour se hace por la mañana y es conveniente sobre todo para los que van a Galápagos por pocos días, ya que no exige de mucho tiempo y permite tener un panorama de los alrededores de Santa Cruz. Lo primero que visitamos fue la lobería. Un islote repleto de lobos marinos donde en cuya orilla nos detuvimos para realizar snorkel. Demás está decir que los peces eran gigantes y de una variedad de colores como jamás había visto. Mi primer snorkel había sido en Ilha Grande (Brasil), hacía un año, y este lo superaba con creces. El agua, además, al ser tan transparente, permitía apreciarlos en todo su esplendor.
Los lobos marinos, protagonistas absolutos de la situación, nadaban entre nosotros y jugaban entre ellos. Cada tanto, alguno se atrevía a acercarse a nuestras caras como si nos fuese a comer, pero el guía ya había explicado que es su modo de jugar con los humanos.

Después de unos 20 minutos en Lobería regresamos hacia el oeste y nos internamos por el Canal del amor, un pequeño canal de aguas turquesas rodeado por acantilados. Allí ascendimos por unas escaleras e hicimos una caminata en la que observamos multitudes de iguanas y muy debajo nuestro, en una especie de bahía, las tintoreras, que lejos de lo que pueda creerse, no son señoras japoneses dedicadas a teñir o limpiar prendas de vestir, sino unos tiburones de punta blanca como los que habían estado nadando a mi alrededor la tarde anterior. Esta vez no me impresionaron demasiado, ya que estaban a varios metros de distancia mientras los veíamos desde un mirador, y eran solamente cuatro.
El último punto del paseo fueron Las Grietas, y para llegar allá debimos caminar unos 15 minutos sobre unas rocas, atravesando unos inmensos cactus y bordeando una laguna amarilla que me recordaba a aquellas del altiplano boliviano que había conocido hacía un tiempo (http://viajaresmidestino.blogspot.com.ar/2012/04/lagunas-y-desiertos-desierto-siloli.html).

Cuando llegamos, muertos de calor, nos encontramos con dos enormes paredes de roca a través de las cuales corría un canal de agua cristalina. Esta agua, según supe después, son las que se utilizan como agua corriente en Puerto Ayora y están conformadas por agua dulce que llega desde arriba filtrándose por las grietas, y agua salada que se introduce desde el mar.
Lo cierto es que algunos ya estábamos cansados, el agua era helada, hacía mucho calor, y en este último punto del tour el paseo era breve, por lo cual no teníamos ganas de quitarnos toda la ropa y meternos a un agua helada para irnos a los cinco minutos. Aprovechamos entonces para descansar en la sombra, sentados en las grietas, mientras otros se daban un chapuzón.
La vuelta fue complicada y demoramos más de lo previsto, porque una señora brasilera, a quien se le había ocurrido hacer el tour en ojotas, se lastimó los pies con las rocas y tuvo que hacer el camino de regreso tomada del brazo por el guía, ya que se lastimaba a cada paso e iba dejando gotas de sangre en cada roca que pisaba.




Luego del tour de la bahía me fui al hotel donde almorcé los fideos que me habían regalado Sofía y su novio el día anterior. Karina me había dejado una nota en la habitación diciéndome que se había ido a almorzar con Adriana y me esperaba en la playita de la estación.
Allá fui, y me costó encontrarlas, porque ya habían terminado de almorzar y no me acordaba cual de los senderos llevaba hasta la playa. Lo interesante fue que en mi búsqueda fui a parar a las cabañas donde residen los voluntarios y chusmear un poco cómo viven estos jóvenes selectos que vienen de todo el mundo a trabajar y adquirir en este rincón del globo una experiencia singular para sus profesiones.
Cuando por fin encontré a Karina, me di un chapuzón en la playa donde no había casi nadie, y para mi sorpresa una raya dorada nadaba solitaria muy cerca mío sin inmutarse ante mi presencia.

Fuimos después a la estación científica donde Adriana y otros voluntarios analizaban en unos microscopios unas larvas que aun no habían sido identificadas y nos mostraron parte del trabajo que allí realizan.
Después nos volvimos al hotel, donde nos sumamos a un paseo que íbamos a hacer en el bote de un amigo del hijo de Mary, la dueña del hotel. A este paseo la habían invitado a Karina, y yo me invité solo en un acto de caradurez, ya que pensaban pasar por la playa de los alemanes adonde todavía no había ido.






El bote no apareció, entonces junto al chico del hotel, y dos amigos suyos nos fuimos a las grietas, donde había estado por la mañana. Pero esta vez pude disfrutarlas a pleno. Atravesé a nado todo el canal, donde casi no hay peces para ver, pero cuyo fondo impresiona, ya que se ve todo blanco y grisáceo, y por momentos hay que sumergirse por debajo de unas rocas para llegar hasta el final del túnel.







Por la playa de los alemanes pasamos en el camino de regreso al atardecer, después de tomar unas cervezas. En mi ya rutinaria vuelta por el centro charlé un rato con Franklin, quien estaba indignado porque le habían robado dinero del hotel donde se hospedaba y andaba buscando trasladarse a otro.











Esa noche me dormí temprano. Las chicas habían sido invitadas a cenar una parrillada en el hotel, y ya me parecía un abuso invitarme también por mi cuenta. Me puse a hacer los cálculos de mis gastos y a planear un poco las actividades para los dos días que me quedaban. Con el sueño, olvidé pedirle a Karina mi cámara de fotos. Ya la había llevado a arreglar y por suerte el problema que tenía era tan sencillo que no me cobraron absolutamente nada. 





















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