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viernes, 6 de enero de 2012

13-Despidiendo Galápagos

SANTA CRUZ, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR


Última tarde en las Islas Galápagos. Los delfines me habían despedido de sorpresivamente de Floreana, y mientras caminaba hacia la playita de la estación, me topé con una divertida plaga de pelícanos en el muelle de los pescadores. Era la hora de la venta de pescado y estas aves habían invadido el muelle a la vez que emitían unos gruñidos ensordecedores, y trataban de atrapar algo de lo que los pescadores desechaban de sus ventas. La imagen más bizarra de este espectáculo la daba una gaviota subida a un pelícano, que estaba a su vez encima del lomo de un lobo marino. Todos estirando su cuello hacia la mesada, mientras los vendedores los espantaban con un repasados, como a las moscas. En el tumulto, dos de los pelícanos pasaron corriendo por entre mis piernas.


Dejé a los pelícanos y apuré el paso porque la tarde ya terminaba y quería disfrutar los minutos que quedaban de sol, después de todo era mi último sol, mi último atardecer, mi último día allí. En la playa me encontré con la pareja de santafesinos que había conocido en la excursión a Isabela. Ellos también eran viajeros empedernidos y me contaron anécdotas de sus viajes a la Isla de Pascua, y de cuando vieron desovar a las tortugas en una playa de Costa Rica.


La playa me regaló un hermoso atardecer multicolor, y después de darme un baño me fui a comprar una gaseosa y un pan dulce. La excusa era festejar mi visita a Galápagos y celebrar mi propia despedida, junto a Karina y Adriana que se habían portado también conmigo. El menú consistió, ya como era costumbre, en una mezcla de pastas semi-preparadas de esas que vienen en sobrecitos. Juntamos mi arroz primavera con unos fideos de Karina y los huevos que había traido Adriana. Y como también había sido tan amable, y su hijo ya había volado a Quito, por lo cual se encontraba solita, invitamos a cenar a Mary, la dueña del hotel. Donde comen tres, comen cuatro. Y Mary nos deleitó con la historia de su familia, de su vida en Santa Cruz y de cómo vive todos sus días allá.

Después de la cena salí a dar mi última vuelta por la ciudad, y… si leyeron los capítulos anteriores ya sabrán a quien me encontré. Sí, a Franklin, quien charlaba animosamente con otros ecuatorianos que había conocido en la calle, uno de ellos galapagueño y ellas de Guayaquil. Me sumé al grupo y dimos una vuelta por el muelle donde hasta le enseñé unos pasos básicos de tango a una de las chicas. Después, siguió la fiesta. No la nuestra, que ya estábamos por irnos a dormir, sino la de las mantarrayas doradas que se acercaron de a montones a las azuladas luces del muelle, algunas intentando copular a otras, y ofreciendo ante nuestros ojos un espectáculo singular.




Sobre el muelle, otro animal daba la nota por la insólita escena que estaba protagonizando. Dormía profundamente recostado sobre un banco mientras una señora, sentada a su lado leía el diario. Lo que me habían dicho el día de mi llegada era totalmente cierto: en este particular rincón del planeta, todas las especies, incluso la humana, conviven en perfecta armonía.





Franklin, a todo esto, insistía en que me tomara al día siguiente un taxi con él hasta el aeropuerto. Pero yo tenía muy claro que haría el trayecto en colectivo por un dólar con cincuenta. Nos despedimos, y quedamos en vernos en el aeropuerto al mediodía siguiente. Sin embargo, después de despertar por la mañana y devolver a la tierra una bolsa completa de piedritas que había separado para llevarme de recuerdo, pero con el cargo de conciencia de estar afectando a la naturaleza, me fui en bus hasta el aeropuerto y a Franklin no lo encontré. Pero sí estaba el agradable matrimonio santafesino y también la pareja misionera con quienes me había destornillado de la risa en Floreana, y otra pareja joven con quienes había compartido el tour, y el chico que había viajado a mi lado en el vuelo desde Guayaquil. Mi avión fue uno de los últimos en salir, así que me lo pasé despidiendo gente y charlando con unos y otros en el aeropuerto como si fuese mi casa. Y es que las islas lo habían sido durante seis maravillosos días de los que me llevaba una botella de vodka vacía (me había ocupado de vaciarla la noche de año nuevo), la amistad de Franklin, Karina y Adriana, y cientos de recuerdos que esos que te llenan la vida y te alegran el alma para siempre.




Apenas arribé a Guayaquil me sonó el celular. Un mensaje de Nacho, mi compañero de viajes que había permanecido en Montañita durante mi escapada a Galápagos. “Te estoy esperando en el aeropuerto”, decía. Allí nos encontramos y mientras emprendíamos nuestro viaje por un bonito paisaje serrano nos contamos las experiencias vividas en las islas y en el continente, dos partes de un mismo país donde continuaría esta aventura: Ecuador.




 







 

martes, 3 de enero de 2012

10-La Bahía

SANTA CRUZ, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR

Aquella noche conocí en el hotel a Sofía, la chica de www.viajeros.com que me había recomendado el hotel Los Amigos. Había llegado el domingo con su novio, y luego de pasar el lunes en Santa Cruz,  iban a instalarse en Isabela por la mañana siguiente. Estaban comiendo unos tallarines riquísimos, y como no los terminaron me dejaron lo que quedó en la heladera para mi almuerzo del día siguiente.

Estaba ya acostado cuando descubrí que la tarjeta de memoria de mi cámara de fotos se había trabado y no había manera de cerrar el compartimento donde entraba, ni de guardar las fotos que sacaba. No sabía a quien pedir ayuda, y cuando escuché una puerta abrirse salí así en calzoncillos como estaba, y le pedí al novio de Sofía, que volvía del baño, que me ayudase, pero él tampoco pudo.


Por la mañana, el hijo de Mary intentó solucionarlo, y tampoco. Me indicaron entonces donde había un negocio que arreglaba este tipo de desperfectos. El problema era que a aquellas horas de la mañana todo estaba cerrado. Fue Karina, quien como siempre, solucionó el problema. Me ofreció una cámara muy barata que había comprado ahí mismo en Puerto Ayora para solucionar la emergencia, y cuando el negocio abriera ella llevaría mi cámara a arreglar mientras yo tomaba fotos tranquilo con la suya en mi tour de la bahía.








El “tour de la bahía”, es un paseo que me costó unos 30 dólares y que incluye Lobería-Tintoreras-Canal del amor-Las Grietas. Este tour se hace por la mañana y es conveniente sobre todo para los que van a Galápagos por pocos días, ya que no exige de mucho tiempo y permite tener un panorama de los alrededores de Santa Cruz. Lo primero que visitamos fue la lobería. Un islote repleto de lobos marinos donde en cuya orilla nos detuvimos para realizar snorkel. Demás está decir que los peces eran gigantes y de una variedad de colores como jamás había visto. Mi primer snorkel había sido en Ilha Grande (Brasil), hacía un año, y este lo superaba con creces. El agua, además, al ser tan transparente, permitía apreciarlos en todo su esplendor.
Los lobos marinos, protagonistas absolutos de la situación, nadaban entre nosotros y jugaban entre ellos. Cada tanto, alguno se atrevía a acercarse a nuestras caras como si nos fuese a comer, pero el guía ya había explicado que es su modo de jugar con los humanos.

Después de unos 20 minutos en Lobería regresamos hacia el oeste y nos internamos por el Canal del amor, un pequeño canal de aguas turquesas rodeado por acantilados. Allí ascendimos por unas escaleras e hicimos una caminata en la que observamos multitudes de iguanas y muy debajo nuestro, en una especie de bahía, las tintoreras, que lejos de lo que pueda creerse, no son señoras japoneses dedicadas a teñir o limpiar prendas de vestir, sino unos tiburones de punta blanca como los que habían estado nadando a mi alrededor la tarde anterior. Esta vez no me impresionaron demasiado, ya que estaban a varios metros de distancia mientras los veíamos desde un mirador, y eran solamente cuatro.
El último punto del paseo fueron Las Grietas, y para llegar allá debimos caminar unos 15 minutos sobre unas rocas, atravesando unos inmensos cactus y bordeando una laguna amarilla que me recordaba a aquellas del altiplano boliviano que había conocido hacía un tiempo (http://viajaresmidestino.blogspot.com.ar/2012/04/lagunas-y-desiertos-desierto-siloli.html).

Cuando llegamos, muertos de calor, nos encontramos con dos enormes paredes de roca a través de las cuales corría un canal de agua cristalina. Esta agua, según supe después, son las que se utilizan como agua corriente en Puerto Ayora y están conformadas por agua dulce que llega desde arriba filtrándose por las grietas, y agua salada que se introduce desde el mar.
Lo cierto es que algunos ya estábamos cansados, el agua era helada, hacía mucho calor, y en este último punto del tour el paseo era breve, por lo cual no teníamos ganas de quitarnos toda la ropa y meternos a un agua helada para irnos a los cinco minutos. Aprovechamos entonces para descansar en la sombra, sentados en las grietas, mientras otros se daban un chapuzón.
La vuelta fue complicada y demoramos más de lo previsto, porque una señora brasilera, a quien se le había ocurrido hacer el tour en ojotas, se lastimó los pies con las rocas y tuvo que hacer el camino de regreso tomada del brazo por el guía, ya que se lastimaba a cada paso e iba dejando gotas de sangre en cada roca que pisaba.




Luego del tour de la bahía me fui al hotel donde almorcé los fideos que me habían regalado Sofía y su novio el día anterior. Karina me había dejado una nota en la habitación diciéndome que se había ido a almorzar con Adriana y me esperaba en la playita de la estación.
Allá fui, y me costó encontrarlas, porque ya habían terminado de almorzar y no me acordaba cual de los senderos llevaba hasta la playa. Lo interesante fue que en mi búsqueda fui a parar a las cabañas donde residen los voluntarios y chusmear un poco cómo viven estos jóvenes selectos que vienen de todo el mundo a trabajar y adquirir en este rincón del globo una experiencia singular para sus profesiones.
Cuando por fin encontré a Karina, me di un chapuzón en la playa donde no había casi nadie, y para mi sorpresa una raya dorada nadaba solitaria muy cerca mío sin inmutarse ante mi presencia.

Fuimos después a la estación científica donde Adriana y otros voluntarios analizaban en unos microscopios unas larvas que aun no habían sido identificadas y nos mostraron parte del trabajo que allí realizan.
Después nos volvimos al hotel, donde nos sumamos a un paseo que íbamos a hacer en el bote de un amigo del hijo de Mary, la dueña del hotel. A este paseo la habían invitado a Karina, y yo me invité solo en un acto de caradurez, ya que pensaban pasar por la playa de los alemanes adonde todavía no había ido.






El bote no apareció, entonces junto al chico del hotel, y dos amigos suyos nos fuimos a las grietas, donde había estado por la mañana. Pero esta vez pude disfrutarlas a pleno. Atravesé a nado todo el canal, donde casi no hay peces para ver, pero cuyo fondo impresiona, ya que se ve todo blanco y grisáceo, y por momentos hay que sumergirse por debajo de unas rocas para llegar hasta el final del túnel.







Por la playa de los alemanes pasamos en el camino de regreso al atardecer, después de tomar unas cervezas. En mi ya rutinaria vuelta por el centro charlé un rato con Franklin, quien estaba indignado porque le habían robado dinero del hotel donde se hospedaba y andaba buscando trasladarse a otro.











Esa noche me dormí temprano. Las chicas habían sido invitadas a cenar una parrillada en el hotel, y ya me parecía un abuso invitarme también por mi cuenta. Me puse a hacer los cálculos de mis gastos y a planear un poco las actividades para los dos días que me quedaban. Con el sueño, olvidé pedirle a Karina mi cámara de fotos. Ya la había llevado a arreglar y por suerte el problema que tenía era tan sencillo que no me cobraron absolutamente nada. 





















lunes, 2 de enero de 2012

9-Aquí sí que hay que tener cojones

SANTA CRUZ, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR




Después de nuestro inolvidable tour por la parte alta de la isla, almorzamos algo rápido en el hotel y como a las 3 de la tarde salimos caminando para una de las playas más lindas de Santa Cruz. Aquella de la que todos hablaban y que es uno de los imperdibles de la isla. La misma de la que días atrás me habían dicho: "la arena es blanca como la merca": la fantástica Tortuga Bay.







Anduvimos unas diez cuadras por la ciudad y después hubo que subir por unas escaleras desde donde se accedía a Tortuga Bay. Allí nos registramos y nos advirtieron que debíamos estar de vuelta a las 18, horario en que se cerraba el ingreso a la playa. Iniciamos entonces la caminata por un sendero de piedra, con ascensos y descensos, algunos que otros escalones en el camino, siempre en medio de una extensa vegetación.


Caminamos una media hora, o un poco más, y lamentablemente el clima no acompañaba mucho. Estaba nublado y comenzaba a lloviznar,  encima habíamos estado caminando todo el día y nuestro estado físico no era el mejor, pero Karina aseguraba que aquella playa bien valía el esfuerzo.







Efectivamente la arena era finísima y muy blanca y el agua transparente, aunque el mar se veía bastante bravo por el clima. Recorrimos toda la playa y hacia el final, siempre guiados por Karina, doblamos a la derecha, detrás de unos árboles donde hay una hermosa Bahía de aguas calmas, sin oleaje, que al parecer eran también transparentes, pero como había estado lloviéndole agua se veía de color verde…¡verde agua!







Allí nos encontramos con dos de los voluntarios amigos de Adriana, hicimos snorkel, y aunque no se veían peces, sí vimos algunas tortugas marinas que asomaban sus cabezas para respirar por apenas un segundo y volvían a meterse rápidamente bajo el agua, apareciendo minutos después a unos pocos metros.




De repente un hombre vino con la noticia de que en un rincón cercano había tiburones, y unos 40 metros de la playa, un joven con traje de neoprene lo confirmaba. “Hay como quince debajo mío en este momento”, aseguraba. Ansiosos por un poco más de aventura y con la intención de ver algo más que tortugas nos acercamos, y el muchacho, que después supimos que era de nacionalidad belga pero hablaba bastante bien el español, insistía: “vengan, no se van a arrepentir”. Estuvimos como 10 minutos decidiendo si íbamos o no, y avanzando de a un paso, además de hacer un sinnúmero de preguntas estúpidas como si los tiburones no mordían. “Si mordieran no estaría parado aquí tan tranquilo”, reafirmaba el belga.





Finalmente nos decidimos a avanzar. Por pura caballerosidad dejé que las chicas fueran adelante, siguiéndolas con cuidado, hasta que en un momento las dos sacaron la cabeza y mirándose pasmadas emitieron un grito al unísono mientras volvían nadando hacia la costa. Yo no había visto nada pero la escena me indicaba que también debía volver, y así lo hice. Adriana y Karina habían visto a un tiburón de más de un metro de largo nadando muy cerca de ellas. Después de todo no sé cuál fue la sorpresa si se suponía que eso íbamos a ver: tiburones. Al parecer el tamaño las asustó. Entonces, Adriana me dejó su cámara subacuatica y las dos regresaron a entretenerse con las tortugas.




Yo intentaba tomar coraje, pero el miedo me impedía avanzar, era como tirarse desde un trampolín a una piscina, sabiendo que el agua estaba helada. Entonces, el belga se cansó y emprendió su retirada. Cuando ya estaba al lado mío me insistió: “¿En qué otro lugar del mundo vas a poder ver esto? ¿Cuántas veces en tu vida vas a nadar rodeado de tiburones?”, me preguntó. Y obviamente tenía razón.

A esta altura, el belga estaba más empecinado en convencerme que yo en ver a los tiburones. “Lo tuyo es menos riesgoso porque estás protegido por el traje de neoprene”, le decía yo, analizando cuántas posibilidades habrían de que me comieran a mi antes que a él.



Entonces me propuso hacerlo de a poco, en distintos pasos: primero pasó él nadando por encima de los tiburones y me indicó más o menos a que distancia se encontraban. Después me hizo seguirlo por debajo del agua, y me los señaló: efectivamente, eran más de una docena, algunos dormían a no más de un metro de nuestros pies y otros nadaban a nuestro alrededor casi rozándonos la piel. “¡Cojones!”, pensé.








La tercera pasada la hice también con el belga que ya se había convertido en mi instructor, pero esta vez, fui apuntando con la cámara, sin mirar y apretando el botón a cada segundo, con el objeto de conservar alguna imagen, sea cual fuere. La cuarta, la hice solo, sin belga ni búlgaro que me proteja, y a partir de la quinta, ya era un tiburón más, que se desplazaba con ansoluta tranquilidad en el agua. El belga me filmaba ahí abajo mientras yo me acercaba cada vez más a las criaturas de Spielberg, ya sin temor, con confianza y una enorme satisfacción por atreverme a hacer aquello que para algunos es lo más normal y para otros una terrible locura. Agradecí al belga por insistirme y acompañarme, y a Dios, por haberme dado los cojones. 






8-¡Cojones!

SANTA CRUZ, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR


Segundo amanecer en el Santuario Biológico de la Humanidad, las Islas Galápagos. El plan para hoy era el siguiente: por la mañana viajecito a la parte de alta de la isla para conocer el Rancho Primicias, y después un descanso en la gloriosa Tortuga Bay, una de las mejores playas de Santa Cruz, según me habían dicho. Todo en compañía de Karina y Adriana, las dos peruanas que había conocido la noche de año nuevo.
El chico de los bolones nunca apareció, y entre una cosa y otra salimos un poco más tarde de lo previsto. En el camino, divisé a Franklin que desayunaba solo en un bar, muerto de risa con las personas de otra mesa. Entramos a comprar provisiones a una panadería y terminamos quedándonos a desayunar ahí mismo, un café, con unos sándwiches de queso por 1.70 cada uno.
 Yo me compré unas bananas que me las terminé comiendo minutos después, mientras esperábamos el colectivo, que parecía no llegar nunca. Teníamos que ir hasta Santa Rosa, un pueblo que quedaba arriba, pero ninguno de los buses que pasaba se dirigía hacia allá. En eso pasó una especie de chiva o camioneta, con unos tipos que gritaban algo poco entendible. Karina, la más locuaz de los tres, le preguntó:
-¿Adónde va?
A lo que el hombre contestó gritando:
-¡Cojones! ¡Cojones!
Y siguieron viaje mientras nosotros los mirábamos irse a los gritos, sin entender adonde se dirigía.
Karina entonces sugirió:
-¡Ahhhh…! ¡Ya sé! Deben estar vendiendo cojones!
-¿Y qué son cojones?, preguntó Adriana.
-No sé, pero ha de estar vendiéndolos-, le contestó su prima.

Un buen rato después, ya cansados de esperar, pasó un camioncito que llevaba en su acoplado una especie de banquito cubierto y Karina le preguntó al conductor si por casualidad iba hasta Santa Rosa, y si no tenía la amabilidad de acercarnos.
Había que ver con que modales la peruana se dirigía a todo el mundo cuando intentaba conseguir algo. Sabía utilizar muy bien su encanto y su coquetería para tales fines.
El hombre accedió a llevarnos y cuando ya estábamos los tres instalados en el camioncito, nos sorprendió una mujer, que luchaba por subirse con una pierna arriba y la otra abajo. La ayudamos y cuando ya estuvo arriba nos miró sonriente y exhibiendo un billete de un dólar señaló contenta:
-¡Qué suerte! ¡Por un dolarito nos lleva hasta Santa Rosa!
La mujer había creído que el camión en cuestión era la chiva, aquel transporte público que levanta pasajeros y los deja donde más les convenga por la módica suma de “un dolarito”. Nosotros no le dijimos nada y nos acompañó durante el viaje que duró unos 20 minutos.
En un momento el conductor frenó asustado porque escuchó unos gritos, y pensaba que sucedía algo. Pero era Karina, que a modo de broma, gritaba desaforada:
-¡Cojones, cojones…!

Germania, tal era el nombre de nuestra casual acompañante, nos explicó que los cojones eran unos pescados. No sé si le creímos o no pero al menos la hipótesis de Karina, de que los tipos vendían cojones, se volvió más creíble.
El camioncito nos dejó en la entrada de Santa Rosa. Germania guardo su dolarito y salió al encuentro de un hombre que esperaba a lo lejos. Creímos que era familiar suyo, pero en realidad, cuando se acercó, solo le preguntó si sabía donde vivía María Elena, o algo así. Se trataba de una prima suya, a la que había visitado hacía unos años, y cuyo domicilio había olvidado. Sólo recordaba que vivía en Santa Rosa, y había volado 1.000 kilómetros desde Guayaquil hasta Galápagos sin tener la menor idea de donde vivía su prima. 


Nosotros, por otra parte, tan perdidos como ella, ya estábamos en Santa Rosa pero no sabíamos como llegar al Rancho Primicias, así que la seguimos y aprovechábamos para preguntar a los vecinos, cada vez que Germania preguntaba si conocían la casa de María Elena, nosotros consultábamos por el Rancho Primicias, que afortunadamente era mucho más conocido.
Nos despedimos de Germania,  y fuimos hasta donde nos indicaron. Una larguísima calle de tierra comenzaba allí, y un letrero con una flecha indicaba:
“RANCHO PRIMICIAS”-4 km

Iniciamos entonces la larga caminata, que por momentos pareció inacabable. A lo largo del “tour” pudimos observar decenas de tortugas, una más grande que la otra, algunas en medio de la calle e incluso un par de ellas en plena cópula.
El paseo fue cansador pero muy interesante y divertido: Karina iba contando que en su anterior visita a Primicias, un hombre que andaba por ahí afuera en pijama decía que era el dueño y le contó la historia del lugar, y mientras tanto ella pensaba: “Ya deja de inventar, si no eres dueño de nada, has de ser el jardinero”. Y sin embargo, luego lo vio por televisión y supo que en realidad era el propietario de aquellas hectáreas a la que había llegado hacía 45 años y que poco a poco, las tortugas fueron bajando desde las montañas, algunas para quedarse allí definitivamente. Con el tiempo, se llamaría Rancho Primicias y cientos de turistas llegarían desde todas partes para ver de cerca la casa que tenía por mascotas a tortugas del tamaño de un oso.



 Pero seguíamos caminando, y ni rancho, ni nada, ni siquiera un auto pasó durante todo el tiempo que caminábamos, con lo que ya estábamos dudando si íbamos por buen camino, porque se suponía, Primicias era un lugar turístico y a aquellas horas a alguien además de nosotros tres se le tendría que haber ocurrido pasar por allí a visitarlo. Pero  solo continuaba la calle aislada de los terrenos colindantes por alambres de púa, y la única primicia que tuvimos, no muy agradable por cierto, fue un enorme cartel, al final del camino que decía:
“AQUÍ DESAPARECIÓ EN 1991 UN ISRAELITA LLAMADO GUY NACHMANY”, o algo así, y la embajada de su país o no sé qué institución le rendía con ese cartelón un homenaje.

 Y nosotros allí, después de una hora de caminata mirando ese cartel, con un sendero que terminaba y se bifurcaba hacia dos direcciones opuestas. Estábamos como Caperucita Roja sin saber qué camino elegir. Karina sugirió que tomemos el de la derecha, ya que había huellas de automóviles y en el otro no había nada. Como a nadie se le ocurrió un argumento mejor, decidimos hacerle caso. Caminamos unos 15 minutos más y nos topamos con otro cartel, esta vez más alentador, que decía:
“BIENVENIDOS A EL CHATO” y mostraba un pequeño mapa con una laguna y un sendero cuya duración era nada menos que de ¡3 horas! Pero aunque los pies ya no nos daban más, la finca Primicias parecía estar más cerca y seguimos adelante. 

En el camino cruzamos a una enorme tortuga que me dio mucha pena, pues avanzaba, valga la expresión "a paso de tortuga" por aquella calle interminable, y quién sabe qué día llegaría la pobre a su destino. La dejamos muy atrás y en un momento divisamos otro letrero con una flecha que decía “SALIDA”. Fue muy fácil deducir que si allí había una salida, en algún lugar no muy lejano habría una entrada. Entonces nos adentramos por el sendero, ya fuera de la calle, y terminamos…¡Cojones! ¡Lo recuerdo y me parece increíble! En un enorme bosque silencioso donde solo se oía el CRUNCH CRUNCH de las tortugas mascando vegetales. Eran muchas, ¡muchísimas! Estaban por todas partes, y ni se inmutaban ante nuestra presencia. Sólo metían su cabeza para adentro y emitían un extraño rugido cuando nos acercábamos demasiado.

Ya no había sendero alguno por el cual guiarse, sólo eran árboles, plantas y tortugas. La polémica era si continuábamos adentrándonos entre la vegetación o si regresábamos por donde habíamos venido para terminar con nuestros pies ampollados tomando un café con Germania.
Así que decidí tomar la delantera y con Karina y Adriana más atrás, me convertí en una especie de Daktari perdido en la selva, un Daktari de una serie de ciencia ficción diría, porque viendo el tamaño de las tortugas, que el mismísimo King Kong o Godzilla se apareciesen ante nuestros ojos, no resultaba improbable.

Pero la dicha llegó al fin cuando me pareció escuchar voces no muy lejos, y abriéndome camino entre las plantas descubrí nada menos que ¡UNA CASA! ¡Se trataba nada menos que del Rancho Primicias! Corrimos a tomar agua y de repente apareció otra vez la civilización: Una tienda de artesanías, un restaurante y un quincho formaban parte de la hacienda. Y la sorpresa que nos llevamos al ver que el lugar estaba repleto de turistas, incluso un matrimonio que vimos en el hotel antes de salir y la pregunta era cómo habían llegado hasta allí antes que nosotros si no habíamos cruzado a nadie en el camino.

La respuesta nos la dio un personaje que tenía todo el aspecto del jardinero de la hacienda. Henry Moreno, el dueño de la hacienda en persona se puso a charlar con nosotros, mientras yo me entretenía demostrando mis dotes actorales, tomándome fotos dentro de un caparazón de tortuga que había debajo del quincho. Se nos ocurrió preguntarle a Henry donde quedaban los túneles de lava y nos respondió:
-Acá nomás, en la entrada, donde han pagado los 3 dólares para entrar-
Claro, habíamos entrado por la salida, y sin quererlo llegamos hasta allí por un camino que no era el utilizado por los vehículos. Era bastante improbable que autos y camionetas 4x 4 atravesaran aquella calle sin ir pisoteando a cada tortuga que encontraban a su paso.


La hacienda tiene un inmenso parque donde una decena de tortugas pastaban pacíficamente (parece que estos animales no dejan de comer en ningún momento), y después de descansar un rato y tomarnos unas cuántas fotos, preguntamos al tipo del restaurante donde quedaba el famoso túnel de lava, luego de explicarle que no habíamos abonado la entrada. El muchacho contestó que debíamos abonarla allí porque nos la pedirían para entrar al túnel. 







Entonces pagué los 3 dólares, que era lo primero que pagaba en este tour tan particular, y cuando las chicas dijeron que me esperaban fuera del túnel el tipo agregó: igual, con un solo ticket pueden entrar los tres, no hay problema. Claro, ahí me di cuenta que nadie nos pediría ningún ticket en ese túnel, a no ser que una tortuga estuviese ahí parada supervisando el ingreso. A todo esto, como el agua potable se nos había terminado, Karina preguntó:
-¿Cuánto cuesta una botella de agua?-
No recuerdo cuál fue el precio, pero como no estaba en sus planes gastar un solo centavo solicitó amablemente al encargado:
-¿Y no me darías entonces un vasito de agua para tomar?
Era la mochilera perfecta. Quien quiera hacer un viaje sin gastar un peso llévese de acompañante a esta mujer que seguro lo logrará.
El tipo tentado de risa le dio una jarra llena de agua y un vaso, y lo más cómico fue que después de beber los tres del vaso, Karina agarró la jarra y vertió toda el agua que quedaba en su termito, diciéndole:
-¡Muchas gracias, muy amable!-

Caminamos unos diez minutos hasta el túnel de lava, donde unas camionetas esperaban a un grupo de turistas que estaban recorriendo el túnel. Y ahí salió Karina-Mochilera otra vez:
-Señor, ¿no nos llevaría hasta Santa Rosa en la parte de atrás de su camioneta?
El hombre dijo que ya estaba saliendo pero que le preguntemos a otro chofer cuyo grupo acababa de llegar. Eso hizo Karina (a esta altura solo dejábamos que hablase ella y ya era como la manager del grupo), y tuvimos suerte. 


Después de un divertido paseo por el túnel de lava que se encontraba bajo nuestros pies, nos hicieron subir al acoplado de una camioneta, y antes de salir una mujer guía se acercó con aires de maestra ciruela y nos advirtió:
-Solamente los llevamos hasta la entrada de la ruta, porque aquí en Galápagos llevar personas en “el balde” del vehículo, está penado hasta con 3 años de cárcel.
Vaya generosidad la de esta gente, que arriesgaba su libertad tan solo por hacernos el favor de alcanzarnos hasta la ruta.







De repente, nos encontramos de nuevo en aquel cruce desde donde habíamos partido, y otra camioneta que nos vio desde lejos comenzó a tocarnos bocina. Era un taxista que había ido hasta allí cerca de dejar un perro, y como no había nadie en la casa se tenía que volver con perro y todo hasta Puerto Ayora, entonces, nos ofreció llevarnos por la módica suma de 1.75 por persona.
La aventura completa, entre viáticos, entradas, agua, paseos, túneles de lava y tortugas copulando me costó solamente 4.75 dólares, todo un negoción si hablamos de uno de los lugares más turísticos del mundo, y gracias a Karina, a quien cualquier asesor político debería recomendar como Ministra de Economía del Perú.
Cuando lo pensábamos, no podíamos más que repetirnos una y otra vez:
¡COJONES…!













domingo, 1 de enero de 2012

7-Puerto Ayora, iguanas y tortugas

PUERTO AYORA, SANTA CRUZ, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR




 Me levanté casi al mediodía, y como suele sucederme cada comienzo de año, no pude evitar recordar donde me encontraba hacía exactamente un año atrás, y el recuerdo me llevaba nada menos que al Corcovado, en Río de Janeiro. Pero en esta oportunidad, despertaba muy lejos de allí, del otro lado del continente, en Puerto Ayora, la capital de la Isla Santa Cruz, en el archipiélago de Galápagos.








Después de almorzar, cerca de las 2 de la tarde, me fui para la Estación Científica Charles Darwin, ahora sí, dispuesto a recorrerla sin apuro. En uno de los muelles, al que llaman “muelle de los pescadores”, un señor descansaba panza arriba, muy orondo, recuperándose así de la resaca de una noche de jolgorio. Quién sabe desde qué hora estaba allí. Una iguana le hacía compañía, puesto que, como ya advertí en el capítulo anterior, nadie nunca está solo en Galápagos.




En el camino me detuve a fotografiar unos preciosos murales realizados con azulejos multicolores, y la arcada de ingreso al parque nacional (http://www.galapagospark.org/). Vale aclarar que el 97,5 % del archipiélago es un parque nacional, y son pocos los lugares urbanizados. Uno se aleja unas cinco cuadras del centro y los edificios dan lugar a una extensa vegetación que se extiende a lo largo y a lo ancho de toda la isla.



La Estación Científica a la que hago mención es un centro de investigaciones biológicas a cargo de la Fundación Charles Darwin. Hay además un centro de interpretación y una serie de senderos que conducen a los centros de crianzas de las famosas tortugas gigantes de Galápagos, iguanas terrestres y otras especies endémicas.


Hasta allá son llevados los huevos de tortuga que se encuentran en todas las islas del archipiélago, se los controla, y se los preserva hasta que superan los cuatro años de edad. Cada cría lleva una marca en su caparazón que indica la edad y la isla a la que pertenece. Cuando alcanzan la adultez  son devueltas a sus lugares de origen. Allí tuve la oportunidad de ver, además de unas cuantas tortugas gigantes de distintas especies, al solitario George, el único macho sobreviviente de su especie que jamás logró reproducirse, hasta su reciente muerte en junio de 2012. Se estima que George tenía entre 90 y 110 años en el momento de su muerte, puesto que las tortugas de Galápagos pueden llegar a vivir hasta unos 150 años.

También me informé acerca de los esfuerzos que han realizado y siguen realizando los especialistas por erradicar a las especies introducidas, que a largo plazo influyen negativamente en el ecosistema. Por ejemplo: gatos, perros, chivos, palomas, cabras, cerdos, asnos, y varias especies de insectos, roedores y vegetales que fueron llegando a las islas junto con  los pobladores humanos. Así, la ley obliga a los barcos que zarpan desde Guayaquil, hacerlo con sus luces apagadas, para evitar el arribo de insectos, o se ofrecen recompensas de 100 dólares a quien encuentre un chivo en cualquier lugar de las islas. Los perros y gatos deben estar registrados, llevar cada uno su microchip y no deambular por las calles. Las leyes son muy estrictas en cuanto lo que pueda introducirse en la isla. Por si acaso, yo había dejado sobre la cama del hotel, en Guayaquil, unos 15 saquitos de diversos tipos de té que llevaba en mi mochila.

Mi paseo terminó en la playita de la estación, una pequeña pero preciosa playa, la más cercana al centro, en la que hay que andar con cuidado de no pisar a la multitud de iguanas que deambulan por ahí, y desde la cual se accede a una panorámica sensacional de la costa. 







Pude divisar a lo lejos a un hombre que se acercaba tambaleando entre las rocas. Era un turista que hablaba inglés y me indicó que cuanto más se alejaba uno de la playita, más iguanas se encontraban. Me fui entonces bordeando la costa, caminando entre las rocas, con cierta impresión, ya que no quería pisar a una iguana y debía estar sumamente atento porque eran tan negras como las rocas sobre las que se paraban, y costaba mucho distinguirlas.



Cuando ya me había alejado mucho emprendí el regreso, y después de cenar nuevamente en la calle de los kioscos, me encontré con Franklin, con quien fuimos a dar una vuelta por el muelle, que permanecía tan iluminado como la noche anterior, pero con mucha menos gente. Desde ají arriba pudimos ver rayas y cardúmenes de peces diversos que, atraídos por la luz se acercaban como saludando a los curiosos. Un espectáculo de maravillas que se repetiría noche tras noche.
Finalmente, un poco más tarde fuimos a tomar un helado con Karina y un chico que había conocido ella en un viaje anterior a Santa Cruz, quien nos acompañó hasta el mercado del pueblo para mostrarnos donde quedaba, ya que a la mañana siguiente queríamos comprar bananas, queso y huevos, y el chico nos enseñaría a cocinar bolones para nuestro desayuno
























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