viernes, 31 de diciembre de 2010

10-De travestidos y ofrendas


NiteróiBrasil — lunes, 31 de diciembre de 2011

Último día del año y mi primera mañana en Río de Janeiro. Había dormido como un lirón y me costó darme cuenta que estaba en Río. Pues, en realidad sólo había visto edificios, nada de morros, ni de playas, ni de cristos, y si no fuera porque había gente de raza negra y porque todos hablaban otro idioma, hubiera creído que la  tarde del día anterior había estado paseando por Buenos Aires.
El último día del año resulta imposible no hacer un balance, por mínimo que sea, aunque aparezca como una ráfaga en el pensamiento del año que se fue, y evocar los recuerdos de las cosas buenas y malas que nos pasaron. Y no podía dejar de recordar que hacía exactamente un año,  una mañana muy parecida a aquella, despertaba en Tilcara, en el norte de Argentina, conocía a un hippie cuya locuacidad y su tenaz testimonio me impactaron, y tomaba un micro rumbo a Humahuaca para celebrar allí el año nuevo, en compañía de otros cinco mochileros.

Pero una gran distancia separaba a aquellos tranquilos y pintorescos pueblos del noroeste de mi país, con el bullicio de la ciudad más famosa de Sudamérica. El primer sitio al que me dirigí fue el imponente Teatro Municipal de Río de Janeiro. Mi profesión, y mi vocación, me llevan siempre a conocer los teatros de las ciudades y pueblos por donde paso. No ingresé al teatro (casi todos los edificios públicos estaban cerrados ese día), pero me encantó conocerlo desde afuera. Desde allí caminé hasta la Plaza XV donde para tomar la balsa que me llevaría hasta Niteroi, para echar a un vistazo al famoso Museo con forma de plato volador, y tener una vista de Río desde la vereda de enfrente.

Cuando me dijeron que iba a viajar a Niteroi en balsa me imaginé en un botecito con remos rodeado de pescadores. La balsa en cuestión era muy parecida al Buquebús con que los argentinos cruzamos a Uruguay.
Niteroi era un loquero aquel 31 de diciembre. Apenas caminé una cuadra preguntando donde quedaba el museo de arte comencé a ver hombres travestidos por todas partes. Dos negros que iban con una chica me dijeron que tomase el mismo colectivo que ellos, que iban todos para una fiesta y el mismo colectivo que los llevaba a ellos me dejaría en el museo.

Así lo hice, y cuando llegamos al museo, por supuesto, estaba cerrado, aunque ya me habían advertido que lo interesante era verlo por fuera y no por dentro, así que poco les costó a los negros convencerme de que fuese con ellos a la fiesta callejera de travestis que se realizaba a pocas cuadras de allí. En un principio pensé que se trataba de una fiesta del orgullo gay, luego comprobé que no, cuando un muchacho grandote de labios pintados y solero floreado me aseguró que al menos él, no lo era.










Cuando bajamos del colectivo, me encontré con un espectáculo que jamás hubiera esperado. Decenas de personas disfrazadas, la mayoría, hombres vestidos de mujeres, todos bailando, saltando y bebiendo cerveza. Yo, con mi cámara en mano, intentando entender en qué consistía aquel festejo, enseguida perdí a los dos negros entre la muchedumbre. Una señora me aconsejó que guardase la cámara y que me colocase la mochila adelante, pues yo seguía, como siempre, demasiado confiado.

Permanecí cerca de una hora allí, grabando imágenes y tomando fotos. Lamentablemente, uno de mis DVD se rayó durante el viaje y perdí todas las grabaciones de aquella fiesta tan peculiar. Sólo me quedaron las fotos.
Me fui alejando de a poco de la zona de los festejos, a la vez que decenas de personas seguían llegando, y caminando por la playa llegué hasta el museo de arte cuyo diseño tan particular es obra del famoso arquitecto Oscar Niemeyer.











Mientras recorría la playa pude ver los morros de Río de Janeiro, desde enfrente, y por momentos, cuando las nubes se abrían paso, la figura lejana del Cristo Redentor asomaba en el cielo. ¡Albricias! Aquello era Río de Janeiro y recién ahora podía confirmarlo, pues hasta el momento sólo había visto cemento y edificios.
















A medida que transcurría la tarde, más personas se acercaban a la playa a realizar sus ofrendas a Iemanjá, la diosa del mar. La gente arrojaba flores generalmente blancas mientras se quedaban allí, silenciosos, contemplando el mar, agradeciendo y pidiendo paz, salud, trabajo y prosperidad para el año entrante.

En la Terminal donde tomé la balsa eran sorprendentes la cantidad de ofrendas y de personas que había. Algunas construían verdaderos santuarios en la arena con  imágenes de santos, velas, flores, y todo tipo de alimentos. Resultaba muy extraño ver a aquellas personas en un estado de paz y espiritualidad mientras todavía se escuchaba la música de la fiesta descontrolada en la que había estado hacía un rato.

Cuando ya estaba volviendo, me topé con un hombre que vendía grillos hechos con hojas de cocoteros, “vendo esperanza”, aseguraba, y me explicó que aquellos grillos se ocupaban de cumplir deseos. Se llamaba Sergio y al escuchar mi nombre bromeó: “Gastón…Sergión”, ya que Gastón le sonaba a aumentativo de otro nombre. Sergio me regaló uno de sus grillos y hasta lo hice cantar unos compases de “cidade maravilhosa”.



Ya en la balsa, me puse a conversar con unos jóvenes cariocas a los que poco les entendí. Lo único que me quedó claro era que no les caía en gracia estar hablando con un argentino.



Se largó a llover fuerte cuando llegué a Río, y como tenía hambre me compré una coxinha, que es básicamente una bomba de pollo en forma de lágrima. Y pensé que podría llover aquella noche así que quise comprar un paraguas en la calle, pero como eran caros, y además resultaría molesto andar con portando paraguas en la playa, preferí comprar un sombrero y un pilotín de nylon.




Cuando llegué a casa de Cadú, me demoré en entrar. No conseguía recordar cual de las llaves era la del departamento, cual la de la puerta de calle y cual la del edificio. Mientras estaba allí en la vereda, intentando abrir, llegaron sus amigos, a quienes conocí en ese momento, cuando llamaron a Cadú a través del portero eléctrico. Por ellos supe que la fiesta en la que había estado esa tarde es tradicional en Niteroi todos los 31 de diciembre y se la conoce como “O bloco das piranhas”.


Rafaela, la amiga de Cadú me preguntó:
-¿Você sabe o que é uma piranha?
-Claro-, le respondí, dando por sentado algo obvio. –Um peixe-
-Nao-, retrucó.-¡Uma puta!
El carnaval de las putas era efectivamente el nombre de aquella fiesta, aunque las piranhas en cuestión no eran tales, más bien todo lo contrario. Hombres vestidos de mujeres, en imitaciones exageradas y caricaturescas del género.

Mirá los videos de este capítulo: 
  




















jueves, 30 de diciembre de 2010

9-Cidade Maravilhosa


Río de JaneiroBrasil — jueves, 30 de diciembre de 2010

Apenas abrió las puertas de su casa, Cadú me mostró el cuarto donde iba a dormir durante mi estadía en Río. Me mostró además un mapa de la ciudad, y  me explicó como llegar a los principales puntos, ya que Tijuca es un barrio ubicado al norte de la ciudad y los principales lugares turísticos se hallan un poco alejados de allí.
Luego de contarle a Cadú los avatares de mi cólico renal me preparó un té de “quebrapedras”, ¡Sí, el mismo yuyo del que me habían hablado en Misiones!, para eliminar cualquier tipo de porquería que hubiera en mis riñones. Lo colocó en un termo pequeño y con absoluta confianza me dio las llaves de su departamento, cosa que me sorprendió, ya que en Argentina poca gente daría las llaves de su casa a un desconocido. Esta era mi primera experiencia en couchsurfing y jamás imaginé que me darían las llaves prácticamente sin conocerme, pero el objetivo de Cadú era que me sintiera como en mi casa, y que me manejara con absoluta confianza y comodidad, cosa que logró, por supuesto, a la perfección. Tomé una ducha y salí ansioso a recorrer las calles de la “cidade maravilhosa”.


Lo primero que hice entonces, fue conocer algunos edificios históricos del centro de la ciudad, el Monasterio de Sao Bento, en el que estaban dando una misa y no me atreví a molestar demasiado con mis cámaras, y donde además, debí hacer un gran esfuerzo para subir, ya que se encuentra encima de un morro, y no venía acostumbrado a este tipo de caminos en ascenso,  y la Iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria, a la que sólo conocí desde afuera.

Cansado de tanto caminar, me fui a un local de McDonalds donde almorcé (un poco tarde por cierto), y aproveché para descansar un rato, y luego tomé un colectivo que me dejó en Cinelandia, adonde me dirigí para conocer la famosa escalera de Selarón, junto al convento de Santa Teresa. Selarón es un artista carioca que ha decorado los 215 peldaños de esta escalera con azulejos multicolores de innumerables motivos y formas, provenientes de distintos países, los cuales cambia constantemente.

De allí a los Arcos de Lapa, hay sólo un paso. Los arcos estaban despintados y no me parecieron de un gran atractivo. Seguí caminando por allí buscando un cíber o un locutorio desde donde poder comunicarme con mi familia para avisarles que estaba sano y salvo en Río de Janeiro, pero la tarea no resultó nada fácil. La gente me mandaba de un lado para otro y los locales de Internet no parecían cosa común en Lapa. Finalmente pude dar con uno, y enviar un mensaje a mi familia, y supe además que las tarjetas telefónicas que venden en los kioscos no sirven para hablar por teléfono al extranjero.

Ya era de noche cuando volví a pasar por los arcos, y esta vez se veían totalmente blancos, muy iluminados, y mi impresión sobre ellos fue diferente. Cerca de ellos está también la Catedral, una construcción muy singular, ya que tiene una forma piramidal y una iluminación muy particular que la hace cambiar de color constantemente.

Ya era bastante tarde y caí en la cuenta de que estaba solo en los alrededores de la catedral, sin un alma alrededor, demasiado confiado, para ser mi primera noche en Río, una ciudad que hacía unos pocos días había estado convulsionada por los episodios de violencia vividos en las favelas y en las calles. En Argentina, todos se habían ocupado de advertirme que tuviese mucho cuidado en las calles de Río, sin embargo, allí todo parecía muy tranquilo.
Tomé un colectivo para volver a la casa de Cadú. La cobradora del ómnibus, muy simpática, me contó que periódicamente solía viajar a Italia, a realizar tareas domésticas con las que solía incrementar sus ahorros. Con toda amabilidad me indicó donde debía bajar, y así llegué, contento y cansadísimo al departamento de Cadú.


























miércoles, 29 de diciembre de 2010

8-Viajar o no viajar, essa é a questao!


Puerto IguazúArgentina — miércoles, 29 de diciembre de 2010

Desperté por segunda vez en Iguazú, pero esta vez, lo confieso, gratamente sorprendido. Había dormido profundamente toda la noche y mi riñón no había dado señales de vida ni de muerte. Parecía haber dormido, como yo, en paz, toda la noche.

En paz conmigo mismo, y con él claro, desayuné tranquilo y salí a dar una vuelta por Iguazú para tomar nota de su comportamiento. Y nada, Todo parecía estar bien. Hasta el día estaba espléndido y no con ese calor insoportable de los últimos tres días.

Comencé a pensar entonces, en todo lo contrario a lo que había estado pensando el día anterior, o sea, la posibilidad de viajar a Brasil, arriesgándome a sufrir uno o varios cólicos a lo largo de las 24 horas que duraba el viaje.
Decidí poner a prueba a mi riñón entonces: caminé una cuadra, dos, tres, compré una remera, caminé otro poco, regresé a preparar mi mochila (después de todo, estaba dispuesto a irme de Iguazú aunque todavía no me hubiese decidido respecto del destino). Incluso me aventuré a tomarme un micro hasta el hito Tres Fronteras, allí donde el Paraná confluye con el Iguazú y desde donde puede observarse la costa argentina, la brasilera y la paraguaya, y regresar ¡caminando! hasta el centro de la ciudad.

Ya pasadas las 11 de la mañana, me fui al hospital. Esta vez fui directo a la enfermería, y expliqué por tercera vez mi situación. Viajar o no viajar, esa era la cuestión. Mejor dicho: Ir a Brasil en micro que demoraría 24 horas o volar rápidamente a Buenos Aires donde me esperaría mi familia. Las enfermeras se limitaron a preguntarme cuánto me había costado el pasaje desde Iguazú a Río. Cuando les dije el precio se sorprendieron, pensaron que era mucho más caro: 430 pesos. “Andá ya mismo, antes que aumente” dijo una. “¿Y nosotras que estamos esperando?”, agregó la otra.

Las palabras de las enfermeras (esta vez no eran tan lindas ni jóvenes como la de la noche anterior) eran quizás lo que necesitaba para decidirme. Me dieron una inyección que tomaron de la heladera, para que no gastase las ampollas que había llevado desde Buenos Aires ni las que había comprado en Iguazú. Me habían dado gratis todas las inyecciones, y hasta me regalaron otra para el viaje, “por si las moscas…”. Así que tenía en mi poder un enorme paquete de ampollas, más decenas de pastillas. Las amables enfermeras me anotaron en un papel, también “por si las moscas…” los nombres de todos los medicamentos que debía tomar, pero en portugués. Así no me andaría con vueltas en Brasil. “Buen viaje”, me dijeron, y hasta me dieron besos de despedida.
Cuando salía de la guardia vi en un rincón una caja repleta de jeringas descartables. Miré la hora. Las 12 del mediodía. No tengo tiempo para ir a comprar jeringas, pensé. Manoteé tres de la caja y me las guardé en el bolsillo. Perdón Hospital de Puerto Iguazú, sé que me trataste bien, pero el tiempo vuela.
De regreso al hostel pasé por el banco y realicé el aviso de viaje al exterior. Menos mal que en Iguazú todo queda cerca. De todas maneras, no quería arriesgarme a soportar el enorme peso de la mochila y perecer en el intento. Las cosas iban bastante bien hasta el momento. Así que pedí un remís que demoró cinco minutos. En la terminal de micros, mientras cruzaba el puente peatonal con todo el equipaje a cuestas (terrible prueba para quien está con padecimientos físicos. Si algo debo criticarle a Puerto Iguazú es ese puente), telefoneé a casa para darles la noticia de que a último momento había decidido viajar. Claro que en el apuro de la charla y el micro que se iba, recién por la noche, cuando reparó en el horario de llegada que le había mencionado, se dio cuenta de que yo estaba viajando rumbo a Río de Janeiro y no a Buenos Aires.
Fue así como 12.30 del mediodía estaba subiendo a un micro con destino a Río de Janeiro, cuando una hora antes sólo tenía en mi cabeza el avión que tomaría ese día rumbo a Buenos Aires.


El micro de Crucero del Norte nos llevó a una Terminal cercana en la ciudad y luego de una larga espera hicimos el trasbordo con el micro que nos llevaría hasta Río, el cual venía desde Buenos Aires. Mi compañera de viaje era una cordobesa que viajaba a Río para reencontrarse con un novio brasilero, y cerca nuestro, atravesando el pasillo, viajaba una santafesina cuyo viaje se destinaba a realizar trabajos voluntarios en las favelas de Río de Janeiro. Olvidé sus nombres, y extravié sus mails, lamentablenmente, puesto que fueron ellas quienes, en cierto modo, me distrajeron a a lo largo del viaje y concentrara mis atención en cualquier cosa, menos en el riñón. Por supuesto que les advertí que en caso de descomponerme, y a falta de algún médico, alguna enfermera, o algún drogadicto en el micro, alguna de ellas debería animarse a colocarme la inyección, puesto que yo me descomponía de solo pensar en la idea de hacérmelo solo.
La cordobesa, traumada por la idea, me despertaba en los respectivos horarios en los que debía tomar mis medicamentos. El cruce de la frontera fue rapidísimo. Lo único malo del viaje, es que les habían servido todo tipo de comidas y bebidas, pero una vez que salíamos de Argentina, ya nada estaba incluído. Había que empezar a pagar todo, y en reales.
El paisaje, en tanto, me sorprendió. Kilómetros y kilómetros y más kilómetros de plantaciones de soja dan una idea de la riqueza que esta semilla implica para el Brasil. Desde el mediodía hasta el anochecer no vi otra cosa que soja y de a poco, paulatinamente, el verde de los morros, los famosos morros brasileros que empezarían a verse de a poco y luego, se convertirían en un paisaje cotidiano ante mis ojos.

Paramos a cenar en Maringá, en un restaurante de aquellos que tanto me habían hablado: “comida a kilo”, donde una modesta comida me costó 13 reales.
Desperté por la mañana, cuando pasábamos por San Pablo, precisamente frente a la Basílica de Nossa Señora Aparecida, el tercer mayor templo católico del mundo.  
El trayecto de San Pablo a Río se nos hizo bastante rápido. Fuimos charlando, tomando mate y yo contaba las horas que había pasado sin dolores, mientras tomábamos algunas fotos del singular paisaje. Entre tanto morro se divisaba a veces un lejano pueblo, un río color dulce de leche, u otro verde, tan verde como los morros mismos. Llegamos a Río de Janeiro con sólo media hora de atraso. A la única que estaban esperando era a la cordobesa. Yo telefoneé a Cadú, mi couchsurfing en Río, que estaba en ese momento llegando a la terminal. Y la santafesina, que no hablaba portugués, era la que más sola y perdida estaba, quería hacer una llamada pero no tenía la menor idea de cómo realizarla. Yo estaba estrenando mi portugués y una señora me explicó que “devia comprar um cartao nessa banca de jornal”. La cordobesa y su novio de raza negra prometieron quedarse con ella hasta que alguien apareciera a buscarla, así que agradeciéndoles sus cuidados y su preocupación por mi salud durante el viaje, tomé un taxi junto a Cadú rumbo a su casa en el barrio de Tijuca, todavía sin poder creer que estaba en la ciudad más famosa de Sudamérica, nada menos que en Río de Janeiro.

martes, 28 de diciembre de 2010

7-Dolores del Iguazú


Parque Nacional IguazúArgentina — martes, 28 de diciembre de 2010

Me desperté 4.30 de la madrugada en el segundo piso del hostel Che Lagarto de Puerto Iguazú con fuertes dolores renales. Ya había sufrido dos meses atrás dos episodios similares en el riñón izquierdo, me realicé todos los estudios de rigor, y no aparecieron señales que indicaran algún tipo de anomalía en mis riñones. El resultado de los estudios sería condicionante para la realización del viaje, ya que los dolores en ambos casos habían sido espantosos y no estaba dispuesto a viajar en aquellas condiciones de salud.

Pero el destino me jugó una mala pasada, esta vez fue el riñón derecho el que vendría a complicarme la vida, o al menos las vacaciones. Afortunadamente había llevado el set completo de medicamentos, aunque de poco me sirvieron, ya que a sólo dos noches de iniciado el viaje, y con un mes por delante, el episodio podría repetirse y prefería reservar los remedios para otra ocasión.
De todas maneras, tomé unas Buscapinas inyectables que guardaba en la mochila, y como pude bajé las escaleras hasta la recepción donde le expliqué al conserje lo que me pasaba, a la vez que le solicité que me pidiese un remís. La buena noticia era que el hospital quedaba tan sólo a tres cuadras, y como no quería esperar nada, tomé coraje y caminé hasta el nosocomio donde a decir verdad, me atendieron de maravillas, y muy rápido, ya que sólo había un paciente en la guardia.
Expliqué al médico los antecedentes, los síntomas, y sobre todo, los planes, ya que me esperaba al día siguiente un viaje de 24 horas de duración hasta Río de Janeiro. El médico fue concluyente: era impensable viajar en tales condiciones. Y a decir verdad, no me hacía falta la palabra del doctor para comprobarlo, los dolores lo decían por sí solos.

La inyección que me dio el médico me provocó una baja de presión, por lo cual tuve que permanecer allí recostado una media hora, hasta poder retirarme en condiciones. Ya era de día, pero las farmacias aun no habían abierto, así que me fui a desayunar mientras esperaba para poder comprar el largo recetario de medicamentos que me había dado el amable doctor.
Después de un desayuno abundante regresé a la farmacia, donde no tenían algunos de los tantos remedios que me habían recetado, por lo que la farmacéutica debió irse hasta una sucursal cercana a buscar lo que faltaba. La chica, muy amable, me recordó cuáles debía tomar y a qué horas, puesto que el recetario incluía antibióticos y antiinflamatorios orales e inyectables entre otras cosas.

Cuando conseguí hacerme de todos los remedios necesarios, tomé mi pequeña mochila y me fui hasta la terminal que también quedaba a pocas cuadras y donde tomé un colectivo amarillo que salía cada 15 minutos rumbo al Parque Nacional Iguazú. Durante el viaje me sentía molesto, como si los dolores estuviesen despertando poco a poco. Hacía muchísimo calor, y una vez que bajé del micro me di cuenta que había olvidado allí arriba la visera que llevaba puesta. ¡Ni pensar en pasar todo un día en aquel lugar al rayo del sol sin nada en la cabeza! Y comprar allí una gorra podría costarme mucho más caro que los remedios en los que había invertido una cantidad importante de pesos. Por recomendación de un guardaparque, esperé donde el micro me había dejado, y él mismo, cuando el micro regresó de la limpieza, le hizo señas para que parase, entonces pude subir y allí estaba mi gorrita en el último asiento, donde la había dejado.

La recuperación de la gorra me había llevado media hora, y los dolores, aunque no tan fuertes como cuando desperté en la madrugada, decían nuevamente “aquí estamos”. Enseguida saqué el ticket de ingreso y me subí al trencito que tanto ansiaba conocer, ya que en mi última visita a las Cataratas no estaba aun en funcionamiento.











Decidí visitar primero la Garganta del Diablo, porque sin duda es el mejor espectáculo natural del parque, y mi estado de salud no garantizaba que pudiese apreciarlos a todos. El movimiento del tren que me llevaba incrementó los dolores, al punto que siendo las 11 de la mañana tuve que tomar el analgésico que debía tomar recién a las 5 de la tarde. Visité la Garganta del Diablo, mientras se calmaban mis dolores, y las encontré muy diferentes a lo que recordaba. Había estado en cataratas en 1996 y 1998 y conocí la Garganta del Diablo en la segunda oportunidad, pero no existían las pasarelas, ya que habían sido destruidas por inundaciones, entonces sólo podía llegarse hasta ella en botes. Hoy en día, el paseo en bote por el Río es una excursión que hay que pagar aparte. La caminata por las pasarelas es larga, dura unos veinte minutos, y es muy atractiva, ya que a lo largo de ellas es posible observar distintas vistas del río Iguazú en todo su esplendor y en algunos sectores, con una calma, que resulta increíble saber que a pocos metros de allí se encuentre el salto de agua de mayor caudal en el mundo.

En aquellas pasarelas, a poco de llegar a la Garganta, me encontré con la parejita de españoles que había conocido en el hostel de San Ignacio, y no pude dejar de mencionarles mi desventurado cólico renal.



La cantidad de turistas en aquel lugar era impresionante, y enseguida recordé mi visita 13 años atrás cuando los únicos que estábamos allí éramos nosotros: los grupos de teatro de distintos puntos del país que habíamos viajado a Eldorado, ciudad cercana a Puerto Iguazú, con motivo de un festival de teatro. Sin duda, Cataratas es la más clara muestra de la devaluación del peso argentino, y de cuánto se ha abaratado nuestro país para el turista exranjero. La mayoría de los que estaban allí eran americanos, europeos y brasileros.
Permanecí una media hora en la espectacular Garganta del Diablo, la que a decir verdad había disfrutado muchísimo más en mi anterior visita, dada la poca cantidad de gente que había y el calor mucho menos agobiante que en esta oportunidad. No obstante, pese a los empujones de los demás visitantes para tomar una foto, pude quedarme allí unos cuarenta minutos, ya sin dolores de riñones molestos. Y el amontonamiento no consigue opacar el espectáculo en sí mismo: el impresionante salto de agua, el rugir del río, y el arco iris que se forma allí abajo vuelven a la Garganta del Diablo un tesoro de la naturaleza único en el mundo.

Regresé luego a tomar el tren, y recorrí primero el circuito superior y después el inferior, parándome en cada salto para grabar y tomar fotografías, aunque no me detuve todo el tiempo que hubiera deseado si mi organismo se hubiera hallado en condiciones óptimas, pues el camino era demasiado largo y temía que los dolores volvieran cuando se fueran los efectos de los remedios, y prefería que esto sucediera una vez que llegase al hotel y no entre las pasarelas de las Cataratas.


Lamentablemente no pude hacer el cruce en bote a la Isla San Martín, dado que en aquellas horas de la tarde el río había crecido mucho.
Dejé las Cataratas del Iguazú, sin duda una maravilla natural del mundo, cerca de las cuatro de la tarde, empapado en transpiración y extremadamente cansado. No a cualquiera se le ocurre realizar aquel paseo en medio de un cólico renal, pero era mi último día en Misiones, ya tenía comprado desde hacía tiempo el pasaje a Río de Janeiro y quien sabe cuando tendría nuevamente la posibilidad de visitar Cataratas. Me fui con la sensación de no haber disfrutado del todo el paseo, de haber sufrido mucho el calor, además de los dolores, y la preocupación constante de que estos reaparecieran sumado al calor que era en verdad terrible, como lo había sido en los últimos días.
Cuando llegué al hotel, me di una rápida ducha de agua fría (la caliente no funcionaba), y me fui enseguida a la piscina, ya que había ido a parar allí y  decidí pagar 8 pesos más simplemente porque tenían una piscina. Supongo que el contacto con el agua fría fue lo que desató la barbarie de mi riñón derecho que se inflamó en pocos segundos obligándome a salir, como pude, de la piscina, y esto fue, levantando una sola pierna, arrastrando la otra y rodando fuera de la piscina ante la mirada atónita de los presentes, quienes habrán supuesto que estaba allí realizando alguna contorsión de aquellas que se hacen en yoga, o algo por el estilo.

Así como estaba, me sequé el cuerpo, me puse una remera y emprendí por segunda vez en aquel día mi camino hacia el hospital. La médica de guardia, esta vez, no tenía muchas ganas de andar atendiendo pacientes, al fin y al cabo, le pagaban muy poco para eso, entonces me envió con una enfermera, o una residente, no se muy bien qué era pero sí recuerdo que era muy linda y simpática y que me trató muy bien, y se notaba que tenía ganas de aprender, de ayudar y de romper con el aburrimiento de aquella tarde, en una guardia médica desierta. Me tuvo allí como una hora, me aplicó la inyección que debían ponerme recién 12 horas después, y entre  los dos nos pusimos a pensar en alguna opción, en alguna razón, alguna señal que me dijese que sería posible hacer un viaje de 24 horas en micro en esas condiciones.

La muchacha, finalmente me recomendó que en lugar de tomar todos los medicamentos cada 8 horas, los alternase cada cuatro, y que a la mañana siguiente me pusiera otra inyección de acuerdo a cómo pasara la noche. “Tenemos que hacer lo posible para que no suspendas tu viaje”, me decía, en una causa que para ella también se había vuelto personal.

Después de una hora en la guardia, me fui, ya sin dolor, a la Terminal de micros, que como todo en Puerto Iguazú, quedaba a unas tres cuadras, y allí me indicaron que podían reintegrarme hasta el 70 % del valor del pasaje a Río, hasta diez minutos antes de la partida del micro. El anhelado año nuevo en Copacabana comenzaba ya ser un sueño cada vez más lejano. Después de la consulta en la Terminal me fui a una agencia de viajes donde pregunté por los vuelos a Buenos Aires, y afortunadamente, con lo que Crucero del Norte me reintegraba por el perdido pasaje a Río, y un poco más de dinero, podía tomar un vuelo a Buenos Aires sin que me costase tan caro. Un fallido viaje se convertía así en el auxilio para realizar otro. También aproveché para averiguar sobre el precio de los taxis al aeropuerto, ya que era impensable cargar la enorme mochila en la condición en que me encontraba.

Con bronca y desesperanzado, no cené esa noche, sólo me tomé un helado, y como me insistieron los médicos: mucho, mucho líquido. El calor que había hecho durante todo el día hizo que bebiera incluso más de lo indicado. Quiebrapiedras, me había dicho el encargado del hostel en San Ignacio la noche anterior, cuando le comenté que durante la noche me había parecido sentir una molestia en el riñón. Quiebrapedras es un yuyo muy conocido en la región, aunque pensándolo bien, qué yuyo no es conocido en Misiones, una provincia que se destaca por su exhuberante vegetación.
Al llegar la hotel, ocurrió lo peor: me recosté un rato, y a sólo dos horas de la anticipada inyección de buscapina y de la ingesta del antibiótico los dolores regresaban como si nadie les hubiese dicho “¡Basta! ¿No ves estúpido riñón que estamos en las Cataratas y que tenemos que viajar mañana a Brasil para festejar el año nuevo?”

Aquella noche, una vez que se desocupó una de las tres computadoras con las que constaba el hostel, chateé con Bernardo, el chico de couchsurfing que iba a hospedarme en Belo Horizonte el domingo siguiente, y le comenté lo que me sucedía, y que no viajaba a Brasil.

También telefoneé a casa para comunicarle a mi familia mi inminente regreso, y arreglar los detalles para que fueran a buscarme al aeroparque de Buenos Aires al día siguiente. Mi madre insistía en que me quedase en Iguazú, porque el cólico se me iba a pasar en algún momento, al cabo de unos días y no tenía sentido, según ella, quedarme el resto de mis vacaciones en casa, lamentándome por el viaje no realizado. “Quedate ahí y cuando se te pase te vas para Brasil”, insistía. La peor parte, por supuesto, la llevaría ella, teniendo que soportarme todo el verano en casa llorando por el viaje que no fue. Pero la bronca y la impotencia que me invadían eran mayores, y no habría nada más deprimente que pasar el año nuevo en la cama, con un riñón inflamado, sin poder sentarme siquiera, cuando el plan de los últimos meses era hacerlo nada menos que en Río de Janeiro, y en el mar, sobre las arenas de Copacabana. Mi año nuevo sería así tan deprimente que prefería hacerlo acompañado al menos por mi familia. Amargado, dolorido y desesperanzado, me dormí entre quejidos, que mis compañeros de cuarto, quien sabe a qué habrán atribuido, y puteando con todas las letras, como era debido, al inoportuno riñón.


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  Algunos Precios:
-Ingreso al Parque Nacional Iguazú para argentinos (incluye visita a todos los circuitos, cruce a la isla San Martín y pasaje ida y vuelta en tren a la Garganta del diablo, al circuito inferior y al superior): $ 20
-Bus ida y vuelta de Puerto Iguazú al Parque Nacional: $ 15
-Hostel Che Lagarto con desayuno incluido: $ 48
-Helado: $ 4
-Gaseosas de medio litro: $ 5
-Medicamentos para el cólico renal: Una cifra desorbitante.

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