jueves, 21 de enero de 2010

36-Cómo huir de Machu Picchu sin morir en el intento


Aguas CalientesPerú — jueves, 21 de enero de 2010

Afortunadamente mi estómago parecía encontrarse ya mejor. Había dormido bien y no me sentía mal al despertarme. Nuestra ingenuidad nos hizo creer que el médico y el policía aparecerían en algún momento. Sin embargo, brillaron por su ausencia y amanecimos con los mismos problemas con los que nos habíamos acostado. La diferencia era que yo ya me sentía mejor, y que ya sabíamos que en aquel pueblo no podíamos confiar en nadie.
Después de un buen rato deliberando sobre los pasos a seguir, decidimos ir caminando por las vías hasta la hidroeléctrica del mismo modo que habíamos llegado hasta allí. A la una de la tarde la Van nos estaría esperando para regresarnos hasta Cuzco. Teníamos sólo 3 horas para llegar. Armamos nuestros pequeños equipajes y estábamos a punto de salir cuando se nos ocurrió mirar por la ventana. Y si… tenía que suceder… se había largado a llover muy fuerte. Les dije a mis compañeros que si estaban dispuestos a hacerlo fueran hasta la Hidro a pie, pero yo no quería arriesgarme a aquella aventura después de la descompostura que había estado sufriendo todo el día anterior. No cabían dudas, yo me quedaba en Aguas Calientes.

Sin tener muy en claro qué hacer, tuve una idea que nos salvó la vida. Pensé que tal vez alguien podría haber devuelto algún pasaje y propuse ir nuevamente a la estación al menos para hacer el intento. Le advertimos a José que no saliera de la habitación ni por orden judicial, de lo contrario corríamos el riesgo de no poder entrar, y quedarnos en la calle. Cuando pasamos por la recepción estaban allí el dueño y su patrañera hijita, con quienes mantuvimos la primera discusión de la mañana. Reclamamos por el médico y por el policía e insistíamos con que no queríamos permanecer allí, pero como no nos quedaba otra opción, nos quedaríamos pero sin pagar la estadía. Yo fingía seguir enfermo y la jovencita sonreía hasta que le dije:
-“¿De qué te reís? ¿Querés que te vomite acá mismo?” Entonces, ante una mirada fulminante del padre se puso seria.
Fuimos a la estación y allí, en una de las boleterías se produjo el milagro: la empleada nos informó que dada la enorme demanda, habían decidido agregar un tren a las 12.30 del mediodía y que el mismo saldría de la comisaría. El boleto lo comprábamos una vez que ya estábamos arriba del tren. En nuestra alegría teníamos ganas de gritar, de saltar, de festejar como sea. Pero aún no podíamos cantar victoria. En aquel pueblo las situaciones y las personas eran impredecibles, y al fin y al cabo todavía seguíamos atrapados en él.
Mientras volvíamos al hotel pasamos por un restaurante donde una chica ofrecía en la puerta el menú turístico por 12 soles. Incluía una sopa, un plato principal y una bebida. Por mi estado, y dado que me esperaban 8 horas de viaje hasta Cuzco, no quería irme sin comer nada y tampoco abusar de la comida. Pregunté entonces cuánto me costaba sólo la sopa. “El precio de la sopa es de 15 soles”. Le dije entonces que me cobrase el menú turístico pero que me trajera solamente la sopa y dejara de lado todo lo demás. “Ahh, pero el menú turístico cuesta 12 soles, si usted quiere sólo la sopa debe pagar 15”, insistió la empleada con una notable expresión en la que se adivinaba que acababa de descubrir lo insólito de aquella oferta. La solución que me dio fue “compre entonces el menú turístico, tómese la sopa y que su amigo se coma el resto del almuerzo”.
No hicimos ni lo uno ni lo otro. Aquello parecía el reino del revés. Después de comprar algunos regalitos y recuerdos volvimos al hotel donde José nos esperaba. Salimos rápido de allí, pero mi temor de perder el tren, o de que la chica de la boletería nos hubiese mentido (a esta altura todo era posible), hizo que me llevara, por las dudas, la llave de la habitación. Sí, lo confieso, hoy la tengo en mi cuarto como souvenir. Un enorme llavero con el nombre del hotel, muy poco original, por cierto: “Machu Picchu”.

Mientras caminábamos hasta la comisaría sacamos algunas fotos a los apurones bajo la lluvia. Cuando llegamos el tren ya estaba allí y había una veintena de personas haciendo fila. Nadie sabía muy bien qué hacer hasta que comenzó a circular entre todos el rumor de que el pasaje se compraba arriba del tren, tal como nos habían advertido en la estación.
Ya arriba del tren, un guarda nos dijo que debíamos comprar los pasajes en la vereda de enfrente. Allí, efectivamente, un hombre vendía los pasajes bajo la lluvia. Pagamos 8 dólares cada uno. Cuando volvimos a subir al tren no sabíamos dónde sentarnos ya que los asientos no estaban numerados. Una señora de allí nos dijo que  podíamos ocupar cualquier asiento. Estábamos bastante tranquilos hasta que apareció un guarda diciéndonos que el pasaje que habíamos comprado era de “categoría intermedia”, aquello significaba que debíamos viajar parados.

Yo ya estaba tan cansado de que nos tomaran el pelo que negaba a abandonar el asiento. El guarda argumentaba que el hombre que nos vendió los pasajes nos había informado de aquel detalle. Pero nadie nos había hablado de viajar parados ni mucho menos de “categorías”, además todos los pasajes hasta la Hidro costaban 8 dólares. Dada nuestra negativa, el guarda amenazó con llamar a las “fuerzas de seguridad”. Le contesté que llamase al presidente o al Papa si quisiera, pero que yo no había pagado 8 dólares por un viaje de media hora para viajar parado cuando nadie me había informado anteriormente de aquello.
Minutos más tarde el guarda regresó acompañado por un policía. Sería largo contar aquí aquella discusión, pero en resumen, les dije que todos allí eran unos estafadores y unos inútiles, que no estaban capacitados para hacer ningún trabajo, y mucho menos para tratar con turistas. El policía me dijo que le estaba faltando el respeto, le respondí que a mi me lo habían faltado desde que llegué a aquel lugar y me sirvieron un tornillo en la comida. Claro que el hombre no entendía de lo que le hablaba, y nos acusaba de cometer el delito de “cambiarnos de vagón”. ¿¿¿¿????.

Cuando la discusión llevaba ya más de diez minutos y supuestamente el tren no salía por nuestra culpa, decidimos ir al vagón en el que según él nos correspondía viajar. Era el último de todos, y el que habían agregado a último momento. Era sólo un vagón y no un tren completo como nos habían malinformado en la estación.
Allí todo el mundo estaba sentado, incluyendo los que habían comprado sus pasajes después que nosotros (todos por 8 dólares), y me senté en el único asiento que quedaba. Matías y José viajaron parados. En media hora llegamos a la Estación Hidroeléctrica donde esperaban decenas de vehículos de la empresa By Car. Subimos a uno donde casualmente viajaban dos de los chicos que habían salido con nosotros desde Cuzco. Además viajaban unas tucumanas que estaban chochas porque lo habían pasado genial y recién volvían de las aguas termales a las que nosotros no pudimos ir debido al sinnúmero de problemas que tuvimos que resolver. Para colmo, una de ellas, cuando le conté parte de lo que nos había pasado me contestó: “Y bueno, estás en Perú, si no querés que te sucedan estas cosas andate a Europa”. De esta manera ella justificaba el maltrato, la desinformación y la mentira constante a la que habíamos estado expuestos. Me fui de aquel lugar con la horrible sensación de no ser tratado como una persona sino como un manojo de dólares. Desde que llegué hasta que me fui de Aguas Calientes, la única preocupación de los coordinadores, guías, empleados, médicos, enfermeros, dueños de hoteles, hijas maleducadas, guardas y policías pareció ser el dinero. Y una soberbia muy grande alimentada por la ignorancia de quienes manejan todo en aquel pueblo. Muy triste. Fueron los dos peores días que pasé en este viaje y el lugar donde peor me sentí. Hoy puedo contarlo con una sonrisa, como una seguidilla de anécdotas nefastas pero divertidas. Pero me llevó un año reconciliarme con Machu Picchu y poder decir que volvería a visitar aquel lugar.

Claro que siempre, todo puede ser peor: tres días después de nuestra partida, Cuzco y sus alrededores quedaron bloqueados por las inundaciones, el Urubamba desbordó y se tragó buena parte de los edificios que se alzaban sobre sus costas, (quien sabe si aun está en pie nuestro hotel), las vías por las que habíamos caminado tranquilamente quedaron destrozadas, una turista argentina murió víctima de un alud en el Camino del Inca, y otros cientos de turistas de todo el mundo quedaron atrapados en aquel pueblo, pagando fortunas por una botella de agua mineral, debiendo ser trasladados en helicópteros y en algunos casos devueltos a sus países gracias a sus embajadas. Una clara muestra de que el lugar no está preparado ni siquiera geográficamente para que hayan construído allí un pueblo. Machu Picchu fue cerrada por tres meses. Pude conocerla tres días antes de aquella tragedia. Y salir de allí sano y salvo, que no es poco, pese a todo…

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