martes, 31 de enero de 2012

30-Aventuras en Puerto López

PUERTO LÓPEZ, martes 31 de enero de 2012


Mientras esperaba a Titina, me puse a charlar con su amigo. Se llamaba Ronnie y era peruano, de Pucallpa. Había conocido a Titina en Montañita. Era parchero (tatuador) y había viajado sin documentos desde su país, también había estado preso, robaron su ropa y su cámara… en fin, ¡qué no le había pasado a este personaje que sabía aprovechar muy bien su aspecto indígena para tomarse fotos con los europeos y ligarse un dolarito a cambio!


 En el momento que llegué, acompañaba a Ronnie un alemán de 19 años, Eduardo, que estaba viviendo desde hacía un tiempo al lado del hostal donde se hospedaba Titina, en casa de un tipo que criaba cangrejos de colores. Eduardo trabajaba para este hombre a cambio de techo y comida. Con ellos me quedé charlando hasta que estaba ya por bajar el sol, así que decidí dejarles mi mochila y me fui a buscar a Titina por el centro de Puerto López, que estaba a unas pocas cuadras de allí.

 Puerto López es un pueblo de pescadores, muy tranquilo, visitado por mochileros y artesanos. Mientras estaba tomando unas imágenes de la única cuadra peatonal que hay en el pueblo, descubrí a Titina, conversando con una colombiana. Volvimos por mi mochila, y en el camino me mostró el precioso mural que había terminado de pintar el día anterior, sobre la pared de los baños públicos que están en la playa.



Entonces, Titina me acompañó a buscar hospedaje. Caminamos apenas dos cuadras cuando sucedió lo imprevisible: un terrible chaparrón comenzó a caer sobre nuestras cabezas y en pocos minutos las calles se inundaron completamente. Después supimos que no había llovido tan fuerte en Puerto López desde hacía unos diez años. Unas topadoras debieron romper las calles creando una especie de arroyo para que el agua circulara hasta el mar. Mientras tanto, mi amiga y yo, completamente empapados, y cargando todo mi equipaje, seguíamos buscando un cuarto donde pudiese quedarme por unos días a un precio módico.




 Lea, una de las alemanas que había conocido en Vilcabamba, me había recomendado el Hostel Sol Inn. Era un hostel con muchos europeos, con muchas áreas en común, interesante para hacer vida social, pero las habitaciones me parecieron muy calurosas y me cobraban 7 dólares por una cama en cuarto compartido. Decidí entonces quedarme en otro hostel, justo enfrente del Sol Inn, donde la vida social era igual a cero, pero tenía un cuarto para mi solo, con baño privado por 8 dólares la noche. La arquitectura era similar a la de todos los hostales de Puerto López: rústica, construida en madera y techos de palmera. Después de secarnos, le presté a Titina una remera y nos fuimos a comer pizza.



Al día siguiente fui a buscarla a su hostal y nos quedamos hasta la noche junto a la carpa de Ronnie, con Eduardo el alemán, unas chilenas que se hospedaban en el Sol Inn, un muchacho pelilargo, que hablaba raro y nunca entendimos de qué país era, y que instaló también su carpa ahí, y tres guayaquileños que Titina y Ronnie habían conocido durante los días previos a mi llegada.



El segundo día, el clima había mejorado, pero seguía nublado y fresco, cada tanto lloviznaba un poco, no eran días para estar en la playa, aunque aprovechamos los momentos en que se podía tomar un poco de sol. Aquella tarde, caminamos con Titina hasta un extremo de la playa donde hay unas cuevas, y en el camino me encontré con aquellas tres chicas de Mar del Plata, que me habían socorrido dándome agua durante el ascenso desde la laguna Quilotoa. Al atardecer, fui caminando por la playa con Eduardo hasta el otro extremo de Puerto López y terminamos la noche con Ronnie y Titina en la plaza tomando cerveza con los artesanos.




Lo más lamentable era que para llegar hasta nuestro punto de encuentro (la carpa de Ronnie, frente al hostal de Titina), debía atravesar los agujeros dejados por las topadoras, metiéndome en el barro hasta la rodilla. En una ocasión, mi sandalia quedó enterrada en el lodo y no podía encontrarla, mientras unos gigantes y horribles cangrejos que se habían escapado del criadero donde vivía Eduardo corrían a mi alrededor.


Una de las ideas más divertidas que tuvimos fue la de comer pescado recién traido del puerto, y cocinarlo nosotros mismos en la playa. El tercer día, Ronnie cumplió con su tarea de ir a “manguear” algunos pescados al puerto, y para nuestra sorpresa, apareció con una bolsa repleta de kilos de pescados frescos que le habían regalado los pescadores. Después de lavar los pescados en el mar, y divirtiéndonos con Titina y yo fuimos a comprar unas papas, unos tomates, cebollitas, zanahorias y otras cosas para preparar nuestro “almuerzo artesanal”, mientras Ronnie encendía el fuego. Pero Titina me lo advirtió: “este Ronnie viene de la selva pero dudo que sepa encender un fuego”, y tenía razón. Cuando volvimos, Ronnie intentaba en vano encender un fuego, en un pozo que había hecho en la arena, con ayuda de los tres guayaquileños. Entre los seis conseguimos encenderlo pero era un fuego tan triste que parecía que íbamos a comer el día que llegase la próxima tormenta a Puerto López.

El encargado del hostel de Titina, al vernos se apiadó de nosotros y fue a la casa de su madre que vivía al lado y nos trajo una parrillita. Luego la señora nos mandó platos y cubiertos, y por último, al ver lo inútiles que éramos, nos invitó a usar su cocina y a  freir los pescados en una sartén. Además nos mandó un montón de plátanos fritos. La comida estuvo muy rica, aunque las papas nunca llegaron a dorarse. Sobró mucho, y decidimos dejarlo para la cena, pero pasadas las diez de la noche, cuando le golpeamos la puerta a la señora con la intención de cenar, nos dijo que como ya era tarde pensó que no querríamos comer los pescados, y se los había comido ella con su familia. Media manzana fue toda mi cena aquella noche, y después de atravesar por enésima vez en el día el pozo de lodo con cangrejos, me fui a comer una hamburguesa en uno de los puestos de la playa, y luego a dormir.



El día siguiente, al fin el sol estaba radiante, y nos fuimos con Titina a Los Frailes, la playa más linda que conocí en Ecuador continental. Arenas blancas y olas gigantescas. Una de ellas dejó a Titina literalmente sentada en las alturas mientras yo la miraba desde abajo, antes de empezar a rodar en posición fetal hasta la orilla cubierto por la espuma.

En Los Frailes no hay puestos donde pueda comprarse comida, pero nosotros no lo sabíamos. Afortunadamente, una de las chilenas que habíamos conocido apareció vendiendo panqueques de dulce de leche, y el golpe de suerte de aquel día lo tuvimos cuando yo le decía a Titina “Daría mi vida en este momento por un sanguchito de pan lactal con jamón, queso y mayonesa”. No pasaron cinco minutos de haber manifestado aquel deseo, cuando un muchacho que estaba cerca nuestro con su pareja, vino hacia nosotros y nos dijo:
-“Disculpen, escuché que fueron a comprar comida y no consiguieron nada. A nosotros nos sobró un poco de pan y algo de fiambre. ¿Lo quieren? Porque con el calor se va a poner feo enseguida”.
No hace falta que aclare cual fue nuestra respuesta. El pan lactal, y hasta la mayonesa vinieron incluidos. Aquel día parecía perfecto.

Titina se quedó conversando un rato con la chilena y yo decidí subir al mirador desde donde se ve la playa lindera a Los Frailes, todo ese sector pertenece al Parque nacional Machalilla. Cuando nos fuimos tomamos un mototaxi hasta la entrada, y Titina propuso caminar por la ruta. No sé para qué acepté, porque una vez que nos alejamos de la parada de colectivos, ninguno paraba en medio de la ruta y para colmo empezó a lloviznar. Por suerte, pasó otro mototaxi con una pareja y nos llevó de regreso a Puerto López. 

Aquella noche terminamos junto a a Titina, Ronnie, y Eduardo, cocinando y cenando los pescados que habían quedado en la bolsa, con bananas fritas y otras cosas, en la casa de la señora que tan amablemente nos cobijó. Ya bien tarde, me fui a tomar unas cervezas con Ronnie, las chilenas y los guayaquileños. Había pasado momentos muy divertidos en Puerto López. Tenía la sensación de que estaba allí hacía mucho más que cuatro días. Me despedí de Titina al día siguiente, cuando decidí que ya era hora de partir hacia Guayaquil, mi destino final en Ecuador.





domingo, 29 de enero de 2012

29-Vuelta a la playa


QUITO, ECUADOR, domingo 29 de enero de 2012



Cuando llegué a la Terminal de Carcelén, otra vez me sentó un poco agitado y mareado. Me senté en el piso y esperé allí al metrobús que demoró bastante en llegar. Llegué a las cercanías del parque El Ejido y me dirigí hasta la terminal de la empresa de transportes Imbabura, con la que viajaría aquella noche a Canoa, desde allí mismo, sin tener que ir hasta la terminal de Quitumbes en el otro extremo de la ciudad. Así que compré mi pasaje, dejé mi mochila ahí guardada y me fui a almorzar. Después di unas vueltas por el parque El Ejido, que aquel domingo estaba lleno de gente, artistas callejeros y vendedores ambulantes.




Luego de un buen rato en un cíber café de la Avenida Amazonas, me fui al teatro Malayerba para ver la obra “La razón blindada” de Arístides Vargas uno de los más excelsos dramaturgos latinoamericanos contemporáneos.. El teatro es pequeño y acogedor. Se encuentra frente al parque La Alameda, junto a una iglesia. El problema para llegar es que casi nadie lo conoce, y no hay ningún letrero que indique que allí hay un teatro. Es necesario subir las escaleras como entrando a la Iglesia para poder ubicarlo. La obra fue magnífica, y la sorpresa mayor consistió en ver a actuar al mismísimo Arístides y  su partenaire Gerson Guerra, y conversar con ellos después de una función que me emocionó hasta las lágrimas.

Ya anochecía cuando salí, y me fui a cenar a un restaurante cerca de Plaza Foch. Comí unos riquísimos tallarines con crema, y mientras estaba en eso me encontré ahí con uno de los muchachos que habíamos conocido bajo la lluvia en el Parque Nacional El Cajas, y que me había comentado de ciertos amigos en común. Después de la cena, me quedé haciendo tiempo. No había casi nadie en la calle ni nada interesante que hacer por allí, así que me quedé en Plaza Foch, donde al menos había vigilancia, fumando tranquilo, hasta que se acercó la hora de tomar mi bus hacia Canoa, y taxi mediante me fui hasta la Terminal.






A Canoa llegué a las cinco de la mañana, era de noche, y había una desolación absoluta. Todo cerrado. Fuimos pocos los que bajamos ahí, ya que el micro seguía hacia otros destinos: dos francesas que se iban a un camping, un muchacho que se quedaría en lo de un amigo, un grupito de chilenos y yo, que comencé a tocar timbres en todos los lugares donde leía “hospedaje”, y en cada esquina me cruzaba con los chilenos que estaban en la misma que yo, hasta que un hombre salió no sé de dónde y nos acompañó hasta un hotel, ahí nomás, a una cuadra de la playa y a media de la calle principal. Cuando entramos al hotel tomé el toro por las astas y dije “somos cinco” (como si yo estuviese con los chilenos). Sospechaba que en un cuarto para mi solo me querrían arrancar la cabeza con la tarifa. Una vez que arreglamos el precio (8 dólares por persona), expliqué que necesitábamos un cuarto para cuatro personas y otro para una sola.

El cuarto que me tocó era en un segundo piso, y muy cómodo, amplio, con balcón a la calle y baño privado. Me acosté a dormir un rato y cuando me levanté, cerca de las 11 me fui derechito a la playa. No había mucha gente, la mayoría estaba almorzando, y el sol pegaba muy fuerte. Después de tomar un buen solcito almorcé en un puesto de la playa un omelette de camarones mientras charlaba con unos nenes que jugaban con cangrejos muertos en unos vasos descartables.







Más tarde fui al cíber, y para mi sorpresa, cuando salí estaba lloviznando, así que me fui al hotel a ordenar un poco mi equipaje, sacar cuentas, y organizar mis últimos días en Ecuador. El problema fue que no encontraba en mi mochila las llaves del cuarto para entrar, y después de un buen rato sentado en la puerta de la habitación revolviendo mi mochila una y otra vez, pensé que lo resolvería fácilmente entrando por la ventana. ¡Grave error! Ya había notado que la ventana era bastante floja y que cada vez que uno la abría, se salía del eje por donde debía correr, y lo tuve en cuenta pero sin embargo sucedió lo fatal: abrí la ventana, salté, entré al cuarto y una vez que estaba adentro sentí un terrible estallido a mis espaldas. La ventana se había caído hacia fuera y el vidrio se hizo pedazos contra el suelo, y yo allí, atónito, con un rectángulo vacío ante mis ojos. Enseguida subió la encargada y le expliqué lo sucedido, luego de que trajo una escoba y la ayudé a juntar los vidrios destrozados.

Después del lamentable episodio de la ventana, volví a la playa y me quedé allí conversando con un muchacho que alquilaba tablas de surf hasta que se ocultó el sol. Ya por la noche, los jóvenes empezaron a concentrarse un poco en la calle principal y después de comer de una hamburguesa en un bar me fui al hotel donde me quedé hasta dormirme. Canoa tenía una linda playa, con un mar dorado magnífico teñido por el sol, pero me estaba aburriendo ahí solo. No había museos, ni edificios, ni otra cosa interesante que hacer, que no fuera pasarse todo el día en la playa, y para eso prefería ir a Puerto López, donde Titina, una compañera de trabajo se encontraba desde hacía unos días.


A la mañana siguiente dejé el hotel y a pocas cuadras tomé un micro hasta Bahía de Caráquez y alli tomé otro bus hacia Jipijapa, una vez en este pueblo (que tiene la Terminal de buses más sucia que mi en mi vida), tomé el tercer bus que me dejó al fin en Puerto López. En total los tres micros me costaron 7.50 dólares.

Al bajar del bus me tomé un mototaxi hasta el hostal que me había indicado Titina, que tenía unas cabañitas frente a la playa, y así, después de muchas horas de viaje, en un colorido mototaxi cuyo conductor iba escuchando música a todo volumen, llegué al hostel. El primer inconveniente: Titina no estaba en ese momento, y además no tenían cuartos ni camas disponibles. Frente al hostal había una pequeña pérgola bajo la cual se divisaba una carpa azul, y el dueño del hostel me indicó que esa carpa era de Titina, que un amigo de ella estaba viviendo ahí. Crucé la calle y me fui a conocer entonces al amigo de compañera, que se iría convirtiendo en pocas horas, en amigo mío también.  

viernes, 27 de enero de 2012

28-Por el norte del Ecuador

COTACACHI, ECUADOR, viernes 27 de enero de 2012

Cotacachi es un pueblo de poco más de 40.000 habitantes en la provincia de Imbabura, entre las ciudades de Otavalo e Ibarra. Se destaca por su arquitectura colonial y la producción de artesanía en cueros. Allí me recibió Marcelo, un miembro de couchsurfing y chef profesional, que actualmente trabaja en el buffet de un colegio por las mañanas. Sí, sí, sí… ya sé lo que están pensando, y piensan bien: me lo pasé comiendo de lo más rico. Marcelo es un apasionado de la cocina y durante los días que estuve en su casa ¡hasta me preparaba el desayuno!. Me lo dejaba listo sobre la mesa antes de irse a trabajar. La verdad, me atendió como a un rey, y yo que no tengo muchas habilidades culinarias… me limitaba a lavar y secar los platos.


El primer día fuimos a conocer San Miguel de Ibarra, la capital de Imbabura. Apenas llegamos subimos al mirador de San Miguel Arcángel, coronado por una enorme escultura de este santo, patrono de la ciudad. Desde allá arriba puede verse toda la ciudad de Ibarra, el valle que la rodea y la laguna de Yahuarcocha, un ícono de la ciudad.




Estuvimos casi una hora esperando el bus para regresar hasta el centro, y cada tanto, una tenue llovizna amenazaba con regarnos de pies a cabeza. Mientras tanto, Marcelo me contaba la historia de aquella laguna que se veía a algunos metros de distancia. La historia, que en realidad difiere bastante de la que Marcelo me contó, dice que en aquella laguna se produjo la batalla de Yahuarcocha, entre los incas y las tribus de la zona que se negaban a ser conquistados por el gran imperio. La misma duró varios días y los incas vencieron dejando un saldo de muertos que algunos historiadores ubican en 50.000, por lo que la laguna se tiñó de rojo debido al derramamiento de sangre y adquirió entonces el nombre por el que hoy se la conoce: Yahuarcocha (lago de sangre en quechua).

Cuando por fin vino el bus, dimos un paseo por el centro histórico de Ibarra y tomamos un café muy rico en el patio de un enorme bar de estilo colonial. Cuando nos fuimos, pasamos por una heladería donde vendían helados de paila, que son típicos ahí en la zona y también en Colombia. Es un tipo de helado cuyo proceso de congelamiento consiste en preparar el helado en una paila (olla) de cobre y mezclándolo con una espátula sobre un barril de hielo. Una preparación muy extraña que no he tenido oportunidad de observar en persona, pero si sé que todo el proceso de congelamiento se hace en forma manual.



Al otro día fuimos a Otavalo, donde Marcelo tenía que hacer un trámite en el correo, y yo aproveché para comprar regalos para la familia: una remera, unos ponchos de alpaca, carteras, monederos y algunas chucherías a muy buen precio. El mercado artesanal de Otavalo es el más grande de Sudamérica.



El siguiente paseo fue una invitación de Marcelo: la navegación por la laguna de Cuicocha, que se encuentra dentro de un cráter volcánico dentro de una reserva ecológica. En algunos sectores de la laguna puede observarse como el agua burbujea debido a la actividad volcánica.













Al promediar la tarde de aquel sábado, y de regreso al pueblo de Cotacahi, nos detuvimos en la Parroquia de Quiroga (una parroquia es en Ecuador el equivalente a lo que conocemos en Argentina como “localidad”). Era la primera vez que estaba en un lugar donde todo llevaba mi apellido. “Iglesia de Quiroga”, “Jardín de Infantes Quiroga”, “Carnicería Quiroga”; y así sucesivamente.


Después de un breve recorrido por la noche de Cotacachi, y de una exquisita cena, que por supuesto preparó Marcelo, nos quedamos charlando como hasta las tres de la mañana, y al día siguiente, después de despedirme de mi anfitrión emprendí mi regreso a Quito, sólo por un día, y para ir a ver una obra del consagrado dramaturgo argentino Arístides Vargas, en su teatro “Malayerba”. Mientras esperaba el bus en la plaza de Cotacachi pude observar una procesión de personas que llevaban en andas a la imagen de una virgen, con orquesta incluida y todo. No sé qué se celebraba aquel día, pero la misma escena se repitió después, en varios tramos del trayecto hacia Quito.







jueves, 26 de enero de 2012

27-De la selva a la sierra


QUITO, ECUADOR, jueves 26 de enero de 2012



Me tomé un taxi que se encontraba ahí mismo donde me dejó el micro. Estaba súper dormido y casi olvido decirle al chofer que sacara mi mochila de la baulera, y casi casi el micro se va con mi mochila. Era plena madrugada y yo fui el único que bajó allí. Le dije al taxista que me llevase hasta el Hostal Mitad del Mundo, que quedaba cerca y donde me había hospedado hacía apenas unos días, aquella última noche de mi estadía en Quito con Nacho, pero después de llamar varias veces, salió el encargado que estaba más dormido que yo, y me dijo que no había ni una sola cama disponible. No lo podía creer, ya que había estado ahí dos días antes y no había casi nadie hospedado, es más, en el cuarto que ocupábamos con Nacho para ocho personas, solamente estábamos nosotros dos, y por lo que habíamos conversado con el resto de los que allí estaban, las situaciones eran similares en todos los cuartos. Así que me fui molesto, pensando que en realidad el encargado quería seguir durmiendo y no tenía ganas de mover el trasero para registrar y ubicar a una sola persona a aquellas horas de la noche.

Entonces le dije al taxista que me llevase hasta aquel hostal que habíamos visto en nuestra llegada a Quito, donde Nacho había pateado las macetas. Al llegar, toqué timbre tres veces pero nadie salió, todo estaba cerrado, y como ya me estaba poniendo nervioso de solo pensar cuánto me costaría el taxi si seguía haciendo aquella recorrida por todo Quito, tomé una decisión trascendental: me fui a Hostal La Familia. Sí, el mismo de donde me había marchado ofendidísimo después de aquel incidente con el encargado que había hecho entrar al supuesto delincuente. Al llegar a “La Familia” me atendió el encargado de la noche, y le dije con absoluta sinceridad:
-No encuentro nada abierto, solamente me voy a quedar hasta las 11 de la mañana, ¿me dejás una habitación por siete dólares?-
No solamente me dijo que sí sino que me mandó al mismo cuarto en el que había estado antes, así que le pagué al taxista y ahí me quedé. Por la mañana desocupé el cuarto, dejé la mochila en el depósito y me fui al centro histórico. ¿El motivo? Intentar por tercera y última vez visitar el Palacio de Gobierno, lo que a aquella altura ya se había vuelto más una obsesión que un gusto personal.

Estaba fumando un cigarrillo mientras hacía la cola para ingresar cuando sentí que me bajaba la presión, todo me empezó a dar vueltas, sentía ganas de vomitar y empecé a transpirar por todas partes. Me senté en la vereda, un hombre me dio un caramelo y enseguida nos tocó ingresar (hacen ingresar grupos de unas quince personas por vez), entonces me pidieron mi documento (lo retienen hasta que finaliza el recorrido), y entramos. Pero yo sentía que en cualquier momento me desplomaba ahí mismo en el pasillo de ingreso, así que volví a sentarme mientras los demás se fueron con el guía, y le pregunté a uno de los granaderos, soldados o qué se yo cómo se llaman en Ecuador, si sabían donde podía  tomarme la presión pero ninguno tenía la menor idea. Yo les contesté: “-¿Y qué pasa si se descompone el Presidente? ¿No hay ni una enfermera?”

Esperé un buen rato ahí y cuando me sentí mejor pude ingresar con el siguiente grupo. La visita al Palacio de Carondelet es muy interesante, se recorren los patios y salones principales. Nos explicaron que en el último piso se encuentra la residencia oficial del Presidente, pero que el actual, Rafael Correa, prefiere utilizar la suya propia, por lo cual no reside en el Palacio. La visita guiada es muy agradable, y hasta te regalan una foto que ellos mismos te sacan en el patio principal.

Cuando terminó el paseo una chica estaba devolviendo los documentos de identidad, y no se encontraba el mío, así que fui a reclamarlo a la recepción, donde la mujer que me lo dio me dijo: “lo hemos estado buscando por todo el Palacio. Teníamos su DNI pero pensábamos que se había quedado perdido adentro”. Claro, nadie se había percatado de que no ingresé en el primer grupo y que me quedé en la puerta medio desmayado.

Ya estaba avanzada a tarde cuando me fui a retirar mi mochila del hostal, y tomé un colectivo hasta la Terminal de Carcelén que demoró una eternidad. Llegué cuando ya estaba anocheciendo y tomé uno de los últimos buses rumbo a Cotacachi, aunque no sabía que el bus no me dejaría en el pueblo mismo, sino a unos pocos kilómetros, cerca de un puente sobre la autopista panamericana.
-¡Dios mío!-, pensé-¡En qué lugares me meto!
Sólo, con todo mi equipaje, en plena noche cruzando la autopista para esperar ahí en una esquina, un supuesto bus que nunca llegaba. Pero afortunadamente, un muchacho que estaba también esperando me dijo que indicó cuál era el bus que tenía que tomar. Así lo hice y en quince minutos estuve en Cotacachi.

El pueblo me sorprendió al llegar. El bus me dejó frente a una plaza muy iluminada, una iglesia muy bonita, se notaba que era un pueblo chiquito y tranquilo. La cuestión ahora era encontrar la casa de Marcelo, mi couchsurfing, quien me había invitado gentilmente a hospedarme en su casa. Los vecinos del pueblo me mandaban para un lado y para otro, en todas las direcciones, hasta que por fin di con el domicilio de Marcelo, quien me estaba esperando desde hacía rato en su casa tan grande como agradable. Fue mi primera y única experiencia en couchsurfing en Ecuador. Y Marcelo me atendió de mil maravillas, como contaré en el capítulo siguiente.






martes, 24 de enero de 2012

26-Misahualli: el hall del Amazonas

MISAHUALLI, ECUADOR, martes 24 de enero de 2012



Partí de Tena pasadas las diez de la mañana y antes del mediodía estuve en Misahualli, la puerta de entrada al Amazonas, un pueblo en el oriente ecuatoriano, donde confluyen los ríos Napo y Misahualli. El bus me dejó en la plaza, hacía mucho calor y me dirigí al primer hostal que divisé, frente a la plaza, su nombre era “La Posada”, y me cobraron 10 dólares por una habitación con baño privado.








Al ingresar al cuarto, que era el primero saliendo hacia la vereda, la dueña de “La Posada” fue bien clara con sus recomendaciones: “cierre con llave, nunca deje abierto, pues si se le meten los monos le roban todo, dinero y pasaporte incluidos”. Y efectivamente, después de una ducha, cuando salí del cuarto, dos monos dormían plácidamente en la vereda, bajo la ventana de mi habitación.


Tomé un almuerzo muy rico y económico en el mismo hostal, que tiene un restaurante afuera al aire libre, con una bonita vista de la plaza, donde uno puede entretenerse mientas come algo, observando las travesuras de la docena de monos que la habitan, y es que en la plaza de Misahualli, además de algunos perros, como en todo plaza, viven monos capuchinos.


Después de almorzar me fui a la playita del Río Misahualli, a pocos metros de su unión con el Napo. Pasé ahí la tarde, charlé con algunas personas y me dormí una siesta. El agua estaba fría pero era muy transparente al punto de que se veían los peces con facilidad.







Ya entrada la tarde, llegaron los monos, que antes había visto en la plaza, algunos se colgaban de los árboles mientras emitían terribles chillidos, otros escarbaban la arena buscando comida, otros correteaban y jugaban entre ellos. Alguno le quitaba pulgas a un perro (los pobres perros están estresadísimos de tanto tener que soportar a los monos), y lo más insólito que vi fue a dos chicas que se acercaban a la playa tomando cada una un helado, cuando dos monos saltaron de un árbol encima de ellas, y mientras uno arrebató rápidamente el helado a una, el otro se montó sobre la cabeza de su víctima, quien se quedó dura, gritando de espanto, con sus brazos extendidos, mientras el primate daba vueltas y hacía piruetas sobre el brazo de la chica, hasta quitarle su helado y salir corriendo.




 El pueblo de Misahualli es muy pequeño y no hay mucho para hacer. Después de darme una ducha, ir al cíber, y cenar, me fui a dar una vuelta a la plaza, en la que esta vez los monos dormían, recorrí el muelle y no mucho más. A decir verdad, no tenía sueño, y era demasiado temprano para acostarme pero no había nada interesante que hacer. Lo interesante sin duda vendría al día siguiente. La camarera que me sirvió la cena me lo advirtió mientras servía mis platos: “ahí vienen sus compañeros de tour”, me dijo, conteniendo la risa, y en ese momento, un grupo de once chinos se aglomeró alrededor de unas mesas mientras que no paraban de hablar a los gritos.



Efectivamente, al día siguiente tomé el tour por el Río Napo, que contraté por 20 dólares en el mismo hotel, junto a los once chinos, que a decir verdad eran doce, puesto que viajaba con ellos un niño de un año y medio. El padre del niño era uno de los pocos que hablaba bien el castellano y decía llamarse Luis. Él y otro de los tripulantes trabajaban en la Embajada de China en Ecuador y quienes los acompañaban eran familiares que estaban allí de vacaciones. 


El tour comenzó con un paseo en bote por el río, y la primera parada fue para observar a los “buscadores de oro”. Sí, a mí también me sonó la expresión a “Los cazadores del Arca Perdida”. En realidad, se trata de personas que viven en pequeños poblados de la selva que intentan hallar algo de oro entre todos los minerales que trae la corriente. Nos mostraron el proceso a través del cual lo hacen y en efecto, después de una serie de procedimientos químicos que incluyen juntar agua en una batea, tamizar la arena y luego llevársela a la boca y escupir, los buscadores encuentran pequeñas cantidades de oro en polvo.





















Después fuimos a ver como vive una familia en plena selva: ingresamos a una casa donde una joven ama de casa hizo una demostración de cómo se cosecha y se cocina la yuca. Durante la exposición, el pequeño hijo de la mujer, que no llegaba a cumplir el año de edad, lloró todo el tiempo a moco tendido, asustado por el pavor que le provocaban los chinos que habían invadido su casa, y principalmente el pequeño hijo de Luis, quien se empeñaba en acercarse al niño de la selva para jugar con él. Cada acercamiento derivaba en un nuevo ataque de llanto.




Más tarde, provistos de botas de goma, hicimos una caminata por la selva, entre bichos, árboles, mucho barro, ramas y raíces gigantescas. Fue sorprendente ver como Luis hizo todo el trekking con su pequeño hijo cargado en los brazos, aun cuando se hundía en el barro, y cuando tropezaba, al igual que todos, con los troncos y la espesa vegetación.



Fuimos luego a darnos un chapuzón en el agua, aunque al final fui el único que lo hizo, ya que los chinos tenían frío. Algunos incluso, estuvieron  unos veinte minutos cambiándose detrás de las ramas, y aparecieron vistiendo sungas, pero enseguida se arrepintieron y volviendo a vestirse se subieron al bote. Yo sin embargo, estaba a gusto en el agua, ya que era el único modo en que mis piernas se sentían felizmente relajadas, y es que lo que no mencioné hasta ahora, es que durante toda la noche había sentido un fuerte picor en las piernas, y me había despertado con ambas piernas desfiguradas por las ronchas que me habían dejado los mosquitos. Me siguieron picando todo el tiempo mientras hacía el tour, y las sentía como adormecidas. Tenía que hacer un gran sacrificio para no rascarme, y solo el agua fría del río me calmaba un poco.  


Visitamos también un “Centro de rescate de animales”, que es algo similar a un zoológico, donde casi todos los animales están encerrados, a excepción de los monos, con la diferencia ninguno se encuentra allí por mera exposición, sino que están siendo rehabilitados, o bien en peligro de extinción. Allí, pagamos una entrada que no estaba incluida en el tour, y un joven voluntario alemán que hablaba castellano con acento peruano nos hizo de guía. “Ahorrrrita les muestro”, decía. El paseo estuvo interesante y aproveché para comprar una pomada elaborada con productos naturales, que era anestésica y combatía la inflamación causada por picaduras de insectos.


Luego del almuerzo en un bar sobre la costa del río, Carlos, nuestro guía, nos propuso a hacer tubing, o sea, tirarnos sobre una cámara de aire y dejarnos llevar por la corriente del río. También en esta ocasión era el único predispuesto para la aventura, pero después se sumó Luis, y otro hombre más, y los tres navegamos gran parte del río de aquella forma mientras los demás nos sacaban fotos desde el bote. El problema para volver a subir fue que llegamos a un sector donde la corriente era muy rápida y los chinos se habían subido al bote dejando las cámaras en el agua, por lo que yo tuve que ir a buscarlas mientras Carlos me seguía por todo el río tratando de que la corriente no siguiese alejándome. 

Ya de regreso, pasamos por el pueblo de Ahuano, en el que visitamos un mercado artesanal y nos mostraron como trabajaban la cerámica, y finalmente, paramos en otro pueblo en el que los nativos representaron una danza, nos ofrecieron una extraña bebida que los chinos se negaban a probar. Además exhibieron una serpiente que guardaban y otras extrañezas, que no formaban parte de su vida cotidiana, sino más bien de una puesta en escena para los turistas. 

Me despedí de los doce chinos, y de Carlos, cené en el lugar de siempre y agradecí a la señora por su gentileza y por los ricos desayunos que preparaba, me di una ducha, preparé mi equipaje y atravesé la plaza, no para despedirme de los monos, sino para esperar algún bus que me llevara hasta Tena a fines de viajar a Quito esa noche. Ya había averiguado que un bus partía desde Tena a las doce y media de la noche, y recién eran como las diez, pero sin embargo, los taxistas me dijeron que ya no había buses a esa hora, que esperara alguna de las camionetas que suelen llegar desde Tena y que trabajan a modo de colectivo. Así lo hice y en pocos minutos estaba subido en una de ellas, con otras personas, camino a Tena, donde llegué en poco más de media hora.



El viaje a Quito se me pasó volando, dormí casi todo el tiempo, apenas me despertaba cada tanto por la picazón de mis piernas, por lo que decidí, después de untarme con la pomada que había comprado, ponerme dos pares de medias, bien apretadas, que detuviesen un poco la circulación y evitasen tanta molestia. Avisé al chofer que me avisara cuando llegáramos al barrio La Mariscal, y por suerte, el hombre se dignó a despertarme ya que al llegar, yo dormía como un bebé. El viaje había durado como dos horas menos de lo previsto, era todavía de noche, y dormido como estaba me subí al primer taxi que vi. No era una buena hora para andar solo y cargando equipajes nada menos que en Quito. Me preguntaba a qué velocidad habría andado el micro, en plena noche y en aquellas alturas, para haber llegado a destino con tanta anticipación. Pero el problema ahora, era conseguir un lugar donde hospedarme a esa hora de la madrugada, tarea que no fue para nada sencilla.



















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