domingo, 9 de enero de 2011

21-Aventuras en la isla


Ilha GrandeBrasil — domingo, 9 de enero de 2011

Aquella mañana me levanté dispuesto a conocer la playa de Lopes Mendes. El clima todavía acompañaba y me habían dicho que pasar una tarde en esta playa era un imperdible de la isla.
Apenas desayuné, hablé con el encargado del hostel quien me advirtió que ya no llegaba a caminar hasta el puerto para tomar un taxi boat, pero que lo podría tomar allí mismo en el hostel, y así lo hice.
Al cabo de media hora, más o menos, el barco me dejó junto a otras personas, no muchas, en Pouso, una playa en las cercanías de Lopes Mendes a la que llegué después de unos 20 minutos de caminata por la selva.
La playa, sin duda una de las más lindas, de aguas transparentes y cálidas. Un merecido descanso fue el que me tomé allí después de mis agotadores días previos yendo y viniendo de un lado a otro.

Lopes Mendes comenzó a llenarse al mediodía, y me fui encontrando con personas que había conocido en el hostel, con los actores de la noche anterior, y otras caras conocidas. Lo más interesante de este paseo fue cuando me dirigí al extremo de la playa. Tras un kilómetro de caminata aproximadamente, llegué a un lugar donde no había absolutamente nadie, donde casi no había olas y podía ver a los peces escurrirse entre mis pies.
El colmo de mi estupidez fue haberme metido con la cámara para grabar la transparencia del agua, y no reparar en que llevaba la mochila puesta, por lo que casi todo el contenido quedó pasado por agua.

Pasadas las cinco de la tarde me encaminé nuevamente hasta Pouso, ya quedaban pocas personas en la playa, y cuando estaba en el barco que me llevaba de regreso, me informaron que el barco que me correspondía tomar había partido hacía dos horas, por lo cual me cobraron 15 reales, que luego reclamaría una y otra vez hasta que me los reintegraron en el hostel.

Aquella noche, me preparé unos fideos en el hostel y me sucedió algo gracioso. El cuarto que ocupaba se había poblado de nuevos viajeros, mientras que otros se habían marchado ese día. Hasta el momento había visto a un estadounidense y a una coreana que recién habían llegado. Pero la sorpresa fue que en un momento, comencé a escuchar una voz femenina que parecía pedir ayuda, pero no presté demasiada atención, suponiendo que sería alguien de algún cuarto vecino. Sin embargo, se abrió la puerta del baño y una mujer de unos sesenta años, salió completamente desnuda y mojada, envuelto su cuerpo en una toalla que no paraba de gesticular mientras me hablaba en inglés con absoluta desesperación. Cuando al fin se calló la boca le dije una de las pocas frases que sé articular en inglés: “I don´t speak spanish”. La mujer me miró y me preguntó: ¿Hablas español? ¡Ah, ok, entonces ayúdame, haz algo, que se me ha cortado el agua!

Enseguida llamé a los encargados del hostel quienes acudieron en su ayuda. La belga hablaba español muy bien, y la coreana hablaba inglés, igual que la chica carioca que era como mi guía dentro del cuarto, ya que llevaba una semana entera en la isla. El cuarto lo completábamos el solitario estadounidense, y una blonda australiana que al igual que yo, hablaba portugués. Entre todos nos entendíamos bastante bien. El problema era acordarse en qué lengua había que hablarle a cada uno, y de repente me encontraba por ejemplo, con la brasilera hablándome en inglés, o dirigiéndome en portugués a la belga, que conocía el castellano mejor que yo.
Después me fui al centro en busca del asaí y la caipirinha que ya había adoptado como tradición. Cerca de la medianoche se largó a llover ferozmente en la isla y como estaba decidido a no mojarme me quedé debajo de un toldo, luego debajo de otro, y de ese modo me fui alejando del centro. Habré estado una hora esperando que dejase de llover. Cuando por fin la lluvia pasó a ser una tenue llovizna, volví al hostel. Las calles estaban desiertas. Ya no quedaba nadie a la vista a excepción de un grupo de jóvenes a quienes echaron de un restaurante porque ya no había nada que hacer allí. Mi única preocupación era que me quedaba por hacer un paseo en barco alrededor de la isla, y de seguro habría de suspenderse en caso de persistir la lluvia.

Al día siguiente con la coreana, a quien yo llamana Lee (ese era su apellido pero llamarla por su nombre se me hacía imposible), acompañamos a la carioca Raissa hasta el puerto puesto que ya regresaba a su Río de Janeiro, y luego fuimos a una agencia a contratar el tour conocido como “Súper sul”, que estaba a punto de partir. El tour incluía un recorrido en barco por la zona sudoeste de la isla, con una parada en la playa Dois Rios, otra en la Isla Jorge Grego y una tercera en la playa Cachadaço.
Lee había visto unos equipos de snorkel en alquiler que incluían mascarilla y patas de ranas por 10 reales mientras que en casi todas partes se ofrecían a 15 o 20. Así que cuando logré comprender lo que quería, fuimos hasta el local que había visto, alquilamos los equipos, compramos algo de agua y corrimos hasta el muelle porque teníamos todo pero el barco se nos estaba yendo.

Comenzamos por Jorge Grego donde hicimos snorkel y algunos se tiraban clavados desde una alta roca. Yo estuve los primeros 15 minutos intentando ver algún pececito, y ya se me estaba agotando la paciencia cuando alguien me avivó de que había que buscarlos entre las rocas y junto a la playa, pues unos metros más allá no había ni peces, ni nada que se le pareciera.

Así tuve entonces mi primera experiencia haciendo snorkel, junto a miles de peces multicolores que se movían alrededor de mi cuerpo, a tan solo unos pocos centímetros de profundidad. Me hubiese quedado horas allí, pero hubo que partir. El día estaba espectacular y había que aprovecharlo.
El segundo destino fue Dois Rios. La playa donde además podríamos ver parte de la historia de la isla, ya que allí estaban los restos de la antigua prisión que funcionó allí durante 90 años hasta 1994. Mi visita a esta isla fue accidentada: el barco se detuvo a unos 100 o 150 metros de la orilla, y el guía indicó que podíamos nadar hasta la playa o ir en un bote que nos trasladaría en grupos de a 10.

Primero demoré un bien tiempo en decidirme. Había un barco frente al nuestro y un solo bote para transportar a todos los pasajeros, por lo cual cansado de esperar, le dejé mi mochila a Lee y me tiré al mar. Pero al llegar a la mitad del recorrido comencé a cansarme y a sentir que no llegaría hasta la orilla. Veía la arena muy lejos, y el  barco casi a la misma distancia, por lo cual, temeroso de ahogarme sin llegar nunca la costa, regresé nadando al barco con mi último aliento. Para colmo no había nadie que me viera, porque los que habían salido nadando lo hicieron antes que yo y ya habían llegado casi todos, y los últimos que dejaban el barco se encontraban subiendo al bote del lado opuesto al que yo me encontraba, aferrado a una soga que colgaba del barco, agitadísimo, sin poder dar una brazada más para alcanzar la escalera, me sentía el último sobreviviente de un naufragio. Una experiencia patética.

Cuando al fin junté fuerzas para subir al barco el bote estaba partiendo por última vez, y el guía me advirtió que no regresaría hasta allí sólo por una persona. Tenía dos opciones: emprender nuevamente el camino a nado hasta la orilla o pasar una hora mirando el mar y la isla desde el barco. Elegí la primera, por supuesto, esta vez con un flota flota que me llevé del barco (la mayoría lo había hecho de este modo, pero yo no sé, ni que fuese José Meolans, me mandé de cabeza al mar, sin flotadores, ni nada,  como si todos los días nadase cientos de metros).

Esta vez se hizo más fácil llegar, aunque claro, estaba ya tan agotado, que la pobre Lee se dedicó a escribir quien sabe qué cosas en coreano sobre la arena mientras me saludaba desde lejos y yo, que por ahí paraba unos minutos para descansar, le hacía señas de que en minutos más estaría a su lado. Propiamente una película de Ben Stiller.

Cuando llegué, tuve que sentarme unos minutos a descansar. Teníamos una hora para almorzar y recorrer Dois Rios, y ya se nos había ido media. No había quedado nadie en la playa, seguimos el camino por donde habían ido los demás, pero ni rastros, y no conseguíamos encontrar un lugar donde almorzar. Finalmente, recorrimos un poco de la vieja cárcel, y luego hallamos un pequeño puesto donde una señora demoró como media hora en hacernos una hamburguesa. La fuimos comiendo por el camino mientras intentábamos dar con la playa. Lee no paraba de hablar y hacía señas incomprensibles. En un momento comenzamos a escuchar la sirena de un barco y decidimos caminar para ese lado, así fue como dimos con la playa y pudimos ver nuestro barco ya alejado de la costa y en medio del mar, tocando la bocina por nosotros. Un bote se acercó rápidamente a buscarnos y nos llevó al barco que nos estaba esperando allí desde hacía 15 minutos. Toda la tripulación (algunos con caras largas) aplaudió nuestra llegada.

La última parada fue en Cahadaço. Fue la parada más breve y nos limitamos a hacer snorkel. Otra vez los maravillosos peces de colores cruzándose delante de mis ojos.
Regresamos a Abraao al atardecer. Lee se quedó paseando por el centro, y yo caminé hasta el hostel donde me calenté los fideos que me habían quedado del día anterior, mientras todo el hostel se preparaba para una parrillada “argentina” que se venía promocionando desde hacía unos días.
Pero en mi última noche en la isla, partí en busca de mi asaí, y mi caipirinha, como lo había hecho todas las noches, y también llovió como todas las noches. Esta vez terminé con los dos actores y unos chilenos, bebiendo bajo el toldo de un bar.
Camino de regreso al hostel, luego de despedirme de mis colegas, me topé con dos enormes cangrejos parados en medio de la calle, que se acercaron velozmente hacia mis pies como queriéndome atacar.

Llegué al hostel bajo la llovizna, la música ya se oía desde lejos, y un muchacho que estaba intentando detener a otros dos en la puerta, no me quería dejar entrar aduciendo que era una “fiesta privada”. “Todo lo privada que quieras”, le respondí, “pero yo tengo que dormir y mi cama está acá”. Me abrió la puerta entonces, y atravesé la fiesta repleta de personas que habían llegado desde distintos hosteles invitados por el Aquario, la mayoría provenían del Che Lagarto. En mi cuarto, sin embargo, todos los huéspedes dormían como marmotas, aún cuando la música no dejaba de sonar a pocos metros de allí. Me tendí yo también en la cama, y a la mañana siguiente enfrenté una ardua caminata cargando todo mi equipaje hasta el puerto, donde tomé la barca hacia Angra dos Reis para dirigirme esta vez hacia otro destino playero, pero histórico a la vez: la enigmática Paraty.





La mejor playa de Ilha Grande.

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