domingo, 2 de enero de 2011

12-Largo día de un viaje hacia la casa de Bernardo


Belo HorizonteBrasil — domingo, 2 de enero de 2011

Poco antes de las dos de la tarde salía el micro a Belo Horizonte, y a los apurones tomé un taxi desde la casa de Cadú hasta la Rodoviaria Novo Río. Allí, mientras esperaba la partida del ómnibus cargado de bultos (no quería dejar nada apoyado en el suelo porque me advirtieron que podían desaparecer mis pertenencias en menos de lo que canta un gallo), tuve mi primera discusión ¡en portugués!, y fue con un muchacho que atendía en uno de los puestos de venta de la Terminal. Atónito ante tantos bocadillos extraños que se presentaban ante mis ojos, pregunté por el que tenía el nombre más común entre todos ellos: el “pastel”, que no era otra cosa que una especie de empanada, aunque desconocía de qué estaba relleno.

Pregunté entonces al muchacho en cuestión si el pastel era de frango (pollo), a lo que el divertido carioca respondió con un comentario que no llegué a comprender, y comenzó a reir, cómplice, junto a su compañero, y no me decía nada, sólo reían como dos imbéciles de alguna estupidez que yo habría dicho en portugués sin saberlo, en tanto una fila de 10 personas esperaba ser atendida detrás de mí, y mi ómnibus ya se acercaba a la plataforma. Comencé entonces a gritarles que eran unos irrespetuosos, que en lugar de reírse de mi portugués podrían explicarme si el pastel era de pollo, de carne o de mierda, y atenderme de una buena vez, a mi y a toda aquella gente que esperaba detrás, en vez de quedarse parados mirándose y riéndose como dos tontos. Los muchachos me dijeron entonces que “o pastel é de frango”, y me atendieron rápidamente, ya en absoluta seriedad después de mi exabrupto. Luego del episodio, me reía solo, pensando que jamás me había exaltado en otro idioma, y comprobando que no tenía la menor idea de si habría empleado las palabras correctas y si habrían comprendido algo de lo que les dije.

Cuando subí al micro, mi compañera de viaje era una chica de unos 20 años, brasilera, que estaba ocupando mi asiento (siempre saco ventanilla para ir contemplando el paisaje). No me pareció adecuado pedirle que se cambiase de asiento, hasta que comenzamos alejarnos de Río y el paisaje comenzó a cobrar otra forma. Las primeras horas de viaje se atraviesan lugares sensacionales, selva, cascadas, ríos de color verde botella y otros que parecen de dulce de leche, sumados a unas vistas espectaculares de la microregión serrana del Estado de Río de Janeiro. Cuando pasé por Petrópolis y Teresópolis, el paisaje se veía tan encantador que me daban ganas de bajar a echar un vistazo. Sin embargo no podía ni tomar una foto porque mi compañera de viaje había cerrado la cortina de la ventanilla y dormía orondamente recostada sobre ella. Para colmo comenzó a hacer mucho frío y la cabina de los choferes estaba separada del resto del ómnibus por una puerta de vidrio con cortinados. Recién cuando paramos a merendar a mitad de camino, pedí al chofer que apagase el aire acondicionado.

El viaje a Belo Horizonte duró mucho más de lo previsto. Allí me esperaba Bernardo, mi segundo couchsurfing en este viaje, a quien había vuelto loco diciéndole “voy, no voy, sí voy, no voy…” Nos habíamos comunicado por facebook en los días previos, y primero mi cólico renal, después que no se conseguían pasajes…,  tanto sí, sí, no, no… finalmente prometí a Bernardo que llegaría como fuese, ya que aquella noche festejaba su cumpleaños en un bar y me había invitado. Pero no todo salió como esperaba…
El plan era que Bernardo me pasaría a buscar con su auto por la Terminal de Belo Horizonte y de allí iríamos directo al festejo, pero un terrible embotellamiento hizo que el micro se detuviese y avanzara a paso de hombre durante casi dos horas. Mi compañera de asiento hablaba con su madre y le comunicaba que llegaría mucho más tarde de lo previsto por causa de aquel incidente.

De pronto caí en la cuenta de que el pobre Bernardo me estaría esperando en la “Rodoviaria” a la hora exacta en la que debería estar con sus amigos festejando su cumpleaños. Entonces pedí un favor a la chica (a cambio de las fotos que me había impedido tomar), y le pasé el número de celular de Bernardo para que le mandase un mensaje diciéndole que el ómnibus llegaría demorado, pero ella amablemente marcó el número y me dio su teléfono para que yo mismo hablara con Bernardo. Lo hice, y en un principio ocurrió lo que me temía: Bernardo ya estaba en la fiesta, se escuchaba música, gente, y ni él ni yo lográbamos comprender una sola palabra de lo que el otro decía. Yo comencé a los gritos arriba del micro explicándole que había un larguísimo “engarrafamento”. Cuando Bernardo comprendió que era yo quien gritaba al otro lado del teléfono comenzó a darme las instrucciones, que, (claro, en tales circunstancias, con mi débil portugués, arriba de un micro, y hablando con alguien cuya voz se entremezclaba con música y murmullos)  me resultaban imposibles comprender. Larga se hizo la charla en la que al fin entendí que Bernardo se comunicaría con su hermano para decirle que me esperase en la casa hasta que él llegara, una vez terminada la fiesta.

Si bien tenía agendada la dirección de Bernardo, no tenía la menor idea de cómo llegar hasta su casa, que había visto anteriormente en google maps, y sabía que se hallaba bastante lejos del centro. Lo único que me quedó grabado fue el precio del taxi desde la Terminal hasta el domicilio de Bernardo: unos 30 reales (75 pesos argentinos) que me negaba rotundamente a pagar. Mi compañera de asiento, con sus dos celulares en mano comenzó a buscar en Internet cuáles eran los colectivos que podrían acercarme hasta el Barrio Sao Bento, y al no conseguir su cometido preguntó a los dos pasajeros que viajaban detrás nuestro, quienes a su vez preguntaron a los de atrás suyo, quienes preguntaron a los del costado, y a los de adelante, y en poco menos de 10 minutos medio ómnibus estaba discutiendo si se debía tomar tal o cuál colectivo para llegar a Sao Bento, y si aun circularían a aquellas horas.

Hasta que alguien vociferó desde el fondo del micro: “Você vai para Sao Bento?” El joven en cuestión tomaba un colectivo en la misma parada por donde pasaba el que yo debía tomar hacia el barrio de Bernardo. “Fique tranquilo, eu te acompaho ate lá”, afirmó.
La generosidad de los pasajeros me sorprendió, y la discusión sobre los ómnibus sirvió para que en las últimas dos horas de viaje todos entráramos en confianza y nos pusiésemos a charlar en un viaje que durante 7 horas había sido la mar de silencioso. Así me enteré que una chica y un chico de BH habían viajado hacía poco a argentina y habían quedado encantados con Buenos Aires y Mendoza. Hasta me pasaron su teléfono para acompañarme a recorrer la laguna de Pampulha al día siguiente.
Llegamos a BH con dos horas de demora, una repleta de edificios, y después de despedirme de los pasajeros que me habían ayudado me fui con el muchacho que debía tomar el colectivo en la misma parada que yo, sobre la calle Curitiba, a unas 3 cuadras de la Terminal

Eran casi las once de la noche de un domingo y el paisaje resultaba bastante tenebroso: en plena comercial, todos los negocios estaban cerrados, y ratas del tamaño de mi gato se cruzaban ante nuestros pies y corrían como jugando a las carreras entre las persianas bajas de los comercios y el cordón de la vereda. Después de unos veinte minutos de espera me dijo que ya no podía dejar pasar colectivos porque trabajaba al día siguiente, y me indicó el número del que debía tomar recordándome reiteradas veces que debía bajarme cuando encontrara un negocio grande con un cartel en el que leería “DONUTS”

Pasaron unos quince minutos y yo seguía allí, esperando infructuosamente el colectivo. Las pocas personas que estaban en la parada ya habían tomado el suyo y me encontraba absolutamente solo. Bueno, no tan solo: la multitud de ratas iba y venía a pocos centímetros de mi persona, y por momentos temía que alguna se subiera a mi cuerpo o se colara de sorpresa entre mis las enormes mochilas que cargaba. En eso apareció una señora, muy apurada, con tres chicos, cargada de bolsos, que hablaba por teléfono y decía que por el embotellamiento estaba terriblemente demorada. Ya harto de tanto esperar le pregunté si allí pasaba el colectivo que iba al barrio San Bento. La mujer me respondió que no tenía la menor idea, y enseguida llegó su colectivo. Desde arriba del ómnibus me gritaba en perfecto portugués: “No le pidas información a cualquier persona, es peligroso”.
Cuando me quedé solo nuevamente con las transeúntes ratas, comencé a inquietarme. Llevaba allí más de media hora, en una ciudad en la que jamás había estado antes, donde vivían dos millones y medio de personas que no hablaban mi idioma, y yo solo, con mi visera, mis dos mochilas y mi cámara colgando del hombro, sin poder disimular en lo más mínimo que era un turista.

Eran las once de la noche y esperaba un colectivo que me llevaría a un barrio en donde, si tenía la suerte de llegar, debía dar con el domicilio de Bernardo, una persona a la que jamás había visto en mi vida, y que había dejado a un hermano suyo a cargo de mi recibimiento. Nadie, ni siquiera mi familia sabía que yo me encontraba en aquella deplorable parada de colectivos a aquella hora de aquel día en la capital de Minas Gerais. Si alguna vez me pregunté “¿qué estoy haciendo yo acá?”, fue precisamente en aquel momento. Pero mis pensamientos se vieron súbitamente interrumpidos cuando un grupito de 5 o 6 adolescentes comenzó a acercarse hasta el preciso lugar donde me encontraba, y tomé conciencia de que ni para correr estaba con esas mochilas que ocupaban todo mi cuerpo y esa cantidad de sogas atadas y colgando de mi cuerpo.
Comencé a caminar entonces, por la calle, con la esperanza de hallar más adelante otra parada de colectivos un poco menos lúgubre y más concurrida donde tomar el mismo ómnibus, pero no había caminado 500 metros cuando vi acercarse aquel colectivo que se suponía debía tomar. Regresé entonces corriendo, haciendo unos gestos exageradísimos en medio de la calle como para que al conductor no se le ocurriese pasar de largo.

Cuando subí, le pregunté por el Barrio Sao Bento y la respuesta fue contundente: “No voy a ese barrio, te equivocaste de ómnibus”. Ay, ay, ay, pensé. Todo esto por ahorrarme 30 reales. Si esto no es ser mochilero, entonces ¿qué es?. El colectivero me dijo que me llevaría hasta otro parada por la que pasaba y en la que sí podía tomar el colectivo hacia el barrio Sao Bento. Así lo hizo, y cuando bajé, y pregunté, las personas que allí se encontraban me confirmaron que allí paraba e colectivo correcto. Afortunadamente llegó enseguida. Me acomodé como pude en el primer asiento, sin sacarme el equipaje de encima, porque era más terrible sacármelo y volvérmelo a poner, que aguantar el peso del mismo con medio glúteo sobre el asiento.
El siguiente problema a resolver era encontrar la calle Raú Pedreira Passos, donde quedaba la casa de Bernardo. Nadie tenía la más pálida idea de donde quedaba ni había sentido nombrarla jamás, y eso que me paré en medio del ómnibus preguntando a los gritos si alguien la conocía. Pero ninguno de los pasajeros que allí estaban, ni los que fueron subiendo después consiguieron orientarme pese a sus amables intenciones.

El colectivo demoró bastante, efectivamente el barrio quedaba lejos. Me dejó en la entrada del barrio Sao Bento, y allí estaba el famoso letrero del que me habían hablado, sólo que no decía “DONUTS”, sino “DRUGSTORE”. Bastante esfuerzo hacía para comprender el portugués como para encima andar entendiendo palabras en inglés.
Frente a la droguería había una parada de taxis, y un único taxista dormía en el interior de un auto. Tuve que golpearle la ventanilla hasta despertarlo. Había comenzado a lloviznar y ya hacía una hora que venía cargando aquel pesadísimo equipaje. Cuando le dije que iba a la calle Pedreira dos Passos hizo un gesto de extrañeza. Buscó un mapa, comenzó a interrogarme y a dilucidar adónde iba, de donde venía, quién me había dado aquella extraña dirección y qué se yo cuántas cosas más. Y lo pero del caso era que llamativamente, el taxista, mientras decía todas esas cosas, no paraba de rascarse los testículos, de un modo obsesivo, y hasta frenético diría yo, que llegó a incomodarme. No solo se rascaba sino que se los agarraba, como si una cucaracha inquieta se le hubiese metido entre las piernas. Después de unos diez minutos de dudas, preguntas y picazones, se comunicó por radio con otro taxista quien le indicó cuál era la calle que nadie parecía conocer en Belo Horizonte. Me subí al taxi bajo la llovizna, y al cabo de 3 breves cuadras dijo: “es aquí”. Y allí era, a sólo 3 cuadras de donde me había dejado el colectivo. De haberlo sabido no me hubiese mojado tanto, hubiese llegado más rápido y hubiese evitado a aquel desagradable tipo que no paraba de rascarse los genitales.

Hice esperar al taxista hasta que alguien saliese de la casa, pues los contratiempos estaban de mi lado hasta el momento. Entonces salió el hermano de Bernardo que me esperaba desde hacía dos horas, pagué los cuatro reales que me cobró el taxista y comencé a contarle a mi albergador todo lo que me había sucedido en aquel intrépido viaje desde Río de Janeiro hasta su casa. Debí llegar bastante exaltado y acelerado puesto que después de mi rápido monólogo, el hermano de Bernardo exclamó: “Você fala muito bem portugués”. A los pocos minutos llegó Bernardo, le entregué el minúsculo llavero que le había llevado de Argentina por su cumpleaños y por su gentileza, me ubicó en una habitación se su enorme y preciosa casa y luego de una breve charla nos fuimos a dormir. El viaje me había servido como experiencia de estar absolutamente dolo y perdido en una ciudad en la que nadie te conoce ni sabe de tu existencia. Pues esta no sería la primera vez que me pasaba eso en el estado de Minas Gerais.

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