Tenía todo organizado para salir de Ushuaia sin
contratiempos: me había preparado unos sanguchitos para el viaje, había armado
la mochila con anticipación dejando a mano solo el dentífrico, cepillo de
dientes y papel higiénico. Y le había dicho uno por uno a mis compañeros de
cuarto que en caso de que escucharan el despertador y me vieran seguir
durmiendo, tuviesen la amabilidad de despertarme. Incluso una americana se
tentó de risa cuando me vio, antes de acostarme, tratando de explicarle a una
coreana que debía levantarme a las 5 y que tenía miedo de quedarme dormido.
Por suerte escuché el reloj. En la cama de enfrente, Oliwia roncaba como un rinoceronte. Un minibús me trasladaría hasta Río Grande donde haría el
trasbordo al micro que me llevaría hasta Punta Arenas, la ciudad más austral de
Chile. Para abordar el minibús debía caminar unas diez cuadras y había decidido
hacerlas caminando, así que a las 5.30 estuve listo para salir del hostel. El
primer revés lo tuve cuando quise ingresar a la cocina para llevarme los
sanguchitos: no había previsto que la cocina permanecía cerrada con llave durante
la noche y recién la abrían a las 7 de la mañana. ¡Adiós a mi almuerzo!
No había un alma en la calle. Una garúa finita,
imperceptible, caía sobre Ushuaia mientras me dirigía hacia el lugar delsalida
del minibús. El camino era en subida, y las calles estaban mojadas, por lo que
fui caminando muy despacio, no fuera que terminara tirado en la calle con
mochila y todo. Cuando sólo me faltaban dos cuadras para llegar me quedé tieso:
acababa de darme cuenta que no llevaba puesta mi campera impermeable, la única
realmente abrigada que había llevado, la que me había acompañado por Bolivia,
por Perú, por Chile y por Brasil. Es que realmente no había sentido frío
durante mi estadía en Ushuaia y prácticamente no la había usado, a excepción
del día de mi llegada, pero a las pocas horas, comprobé que solo estaba
abrigado por saber que me encontraba en la ciudad más austral del mundo, pero
que el frío brillaba por su ausencia. Entonces la campera quedó colgada de la
cama y no la usé nunca más.
Ya sin preocuparme por el suelo resbaloso, emprendí la
vuelta a toda velocidad, mirando si cruzaba algún taxi en el camino y hasta
pensando en hacer dedo o en ponerme a gritar: “¡PIERDO MI MICROOOO, QUE ALGUIEN
ME AYUDEEEE!”
Entré al hostel, cuya puerta se abría afortunadamente con
una clave. Todo el mundo seguía durmiendo. Tomé mi campera y empecé a revisar
desesperadamente todos los papeles que estaban pegados en una cartelera frente
a la recepción. Junto a la cartelera estaba el teléfono y había un letrero que
decía: “Taxis”, pero no encontraba los números en ninguna parte, así que me
acordé que a dos cuadras, frente al supermercado siempre había taxis esperando.
Corrí como pude y por suerte encontré uno. Ya eran las seis y cinco, y el
minibús partía a las seis. Finalmente llegué antes de que partiera y para mi
sorpresa, dos chicas del hostel estaban esperando arriba. De haberlo sabido
antes, hubiese arreglado para salir del hostel con ellas y evitar el caos de
aquella mañana.
Cuando llegamos a Río Grande esperamos como una hora e
hicimos el trasbordo. Atravesamos la aduana chilena donde los controles de
equipaje fueron exhaustivos y muuuy lentos. Pasado el mediodía llegamos al
Estrecho de Magallanes y descendimos del micro para cruzarlo en un enorme
transbordador. Una vez cruzado el estrecho fuimos bordeándolo por la ruta hasta
llegar al fin a nuestro destino. El viaje había durado en total unas 13 horas.
Cuando llegué a Punta Arenas me sentí totalmente desorientado. El micro nos dejó en la Terminal de la empresa. Yo tenía el teléfono de Fernando, un miembro de couchsurfing que se había ofrecido a hospedarme, pero no conseguía comunicarme con él desde mi celular. Por suerte, él mismo lo hizo, calculando certeramente el horario de mi llegada. Me explicó entonces que caminase hasta una esquina determinara y allí tomase un colectivo que me dejaría cerca de su casa, donde su madre me estaría esperando. Al menos aquello era lo que yo le había entendido.
Pregunté a una chica donde debía tomar el colectivo para ir hasta aquel barrio y terminó mareándome del todo: me decía que en vez de colectivo me convenía tomar un micro, que el colectivo no me llevaría con tanto equipaje a cuestas, pero que el micro era más barato y qué se yo cuántas cosas más. En un segundo, mi memoria volvió hacia el año 2010 y a lo que me había pasado en la ciudad que queda en el extremo opuesto de Chile: Arica. En Arica habia estado no sé cuanto tiempo bajo el sol esperando un colectivo, hasta darme cuenta que en Chile le llaman colectivos a los taxis compartidos que hacen un recorrido fijo. Así que en medio de la confusión le dije a la chica: “¡Pará, pará, pará…! Empecemos de cero: ¿Qué es un colectivo?
Llegué al barrio de Fernando y bajé donde el chofer me
indicó. Me quedé esperando en una esquina, recordando las palabras de Fernando:
“Le diré a “mami” que vaya a buscarte”. La “mami” no aparecía por ninguna
parte, sin embargo, a los pocos minutos un muchacho apareció delante de mi
preguntándome: “¿Tú eres Gastón?” Se trataba nada menos que de Mauricio, la
pareja de Fernando, cuya existencia yo desconocía hasta el momento. Y no era
“mami” quien iría por mi, sino “Mauri”. Un pequeño malentendido.
Fernando y Mauricio viven en un barrio de Punta Arenas, a unos 15 minutos del centro. Mauricio me acompañó a cambiar plata ya que no llevaba dinero chileno encima (había pagado el micro, colectivo, o lo que fuere con unas monedas que tenía encima y que me habían sobrado de mi anterior viaje a Chile). Además compramos algunas cosas para la cena. Mauricio preparó unos exquisitos tallarines para mi y para un de couchsurfing muchacho que se hospedaba en casa de un amigo de ellos y que vino a cenar conmigo mientras ellos asistían al compromiso de unos amigos. Aquella noche de intensa lluvia (una de las pocas lluvias que me tocaron a lo largo de todo el viaje), terminamos tomando unas cervezas en una disco y amaneciéndonos en casa de los dos jóvenes recién comprometidos.
No hay comentarios: