MISAHUALLI, ECUADOR, martes 24 de enero de 2012
Al ingresar al cuarto, que era el primero saliendo hacia la
vereda, la dueña de “La Posada” fue bien clara con sus recomendaciones: “cierre
con llave, nunca deje abierto, pues si se le meten los monos le roban todo,
dinero y pasaporte incluidos”. Y efectivamente, después de una ducha, cuando
salí del cuarto, dos monos dormían plácidamente en la vereda, bajo la ventana
de mi habitación.
Después de almorzar me fui a la playita del Río Misahualli,
a pocos metros de su unión con el Napo. Pasé ahí la tarde, charlé con algunas
personas y me dormí una siesta. El agua estaba fría pero era muy transparente
al punto de que se veían los peces con facilidad.

Ya entrada la tarde, llegaron los monos, que antes había visto en la plaza, algunos se colgaban de los árboles mientras emitían terribles chillidos, otros escarbaban la arena buscando comida, otros correteaban y jugaban entre ellos. Alguno le quitaba pulgas a un perro (los pobres perros están estresadísimos de tanto tener que soportar a los monos), y lo más insólito que vi fue a dos chicas que se acercaban a la playa tomando cada una un helado, cuando dos monos saltaron de un árbol encima de ellas, y mientras uno arrebató rápidamente el helado a una, el otro se montó sobre la cabeza de su víctima, quien se quedó dura, gritando de espanto, con sus brazos extendidos, mientras el primate daba vueltas y hacía piruetas sobre el brazo de la chica, hasta quitarle su helado y salir corriendo.

El pueblo de Misahualli es muy pequeño y no hay mucho para hacer. Después de darme una ducha, ir al cíber, y cenar, me fui a dar una vuelta a la plaza, en la que esta vez los monos dormían, recorrí el muelle y no mucho más. A decir verdad, no tenía sueño, y era demasiado temprano para acostarme pero no había nada interesante que hacer. Lo interesante sin duda vendría al día siguiente. La camarera que me sirvió la cena me lo advirtió mientras servía mis platos: “ahí vienen sus compañeros de tour”, me dijo, conteniendo la risa, y en ese momento, un grupo de once chinos se aglomeró alrededor de unas mesas mientras que no paraban de hablar a los gritos.
Efectivamente, al día siguiente tomé el tour por el Río
Napo, que contraté por 20 dólares en el mismo hotel, junto a los once chinos,
que a decir verdad eran doce, puesto que viajaba con ellos un niño de un año y
medio. El padre del niño era uno de los pocos que hablaba bien el castellano y
decía llamarse Luis. Él y otro de los tripulantes trabajaban en la Embajada de
China en Ecuador y quienes los acompañaban eran familiares que estaban allí de
vacaciones.
Después fuimos a ver como vive una familia en plena selva: ingresamos a una casa donde una joven ama de casa hizo una demostración de cómo se cosecha y se cocina la yuca. Durante la exposición, el pequeño hijo de la mujer, que no llegaba a cumplir el año de edad, lloró todo el tiempo a moco tendido, asustado por el pavor que le provocaban los chinos que habían invadido su casa, y principalmente el pequeño hijo de Luis, quien se empeñaba en acercarse al niño de la selva para jugar con él. Cada acercamiento derivaba en un nuevo ataque de llanto.
Más tarde, provistos de botas de goma, hicimos una caminata por la selva, entre bichos, árboles, mucho barro, ramas y raíces gigantescas. Fue sorprendente ver como Luis hizo todo el trekking con su pequeño hijo cargado en los brazos, aun cuando se hundía en el barro, y cuando tropezaba, al igual que todos, con los troncos y la espesa vegetación.
Fuimos luego a darnos un chapuzón en el agua, aunque al
final fui el único que lo hizo, ya que los chinos tenían frío. Algunos incluso,
estuvieron unos veinte minutos
cambiándose detrás de las ramas, y aparecieron vistiendo sungas, pero enseguida
se arrepintieron y volviendo a vestirse se subieron al bote. Yo sin embargo,
estaba a gusto en el agua, ya que era el único modo en que mis piernas se
sentían felizmente relajadas, y es que lo que no mencioné hasta ahora, es que
durante toda la noche había sentido un fuerte picor en las piernas, y me había
despertado con ambas piernas desfiguradas por las ronchas que me habían dejado
los mosquitos. Me siguieron picando todo el tiempo mientras hacía el tour, y
las sentía como adormecidas. Tenía que hacer un gran sacrificio para no
rascarme, y solo el agua fría del río me calmaba un poco.
Luego del almuerzo en un bar sobre la costa del río, Carlos,
nuestro guía, nos propuso a hacer tubing, o sea, tirarnos sobre una cámara de
aire y dejarnos llevar por la corriente del río. También en esta ocasión era el
único predispuesto para la aventura, pero después se sumó Luis, y otro hombre
más, y los tres navegamos gran parte del río de aquella forma mientras los
demás nos sacaban fotos desde el bote. El problema para volver a subir fue que
llegamos a un sector donde la corriente era muy rápida y los chinos se habían
subido al bote dejando las cámaras en el agua, por lo que yo tuve que ir a
buscarlas mientras Carlos me seguía por todo el río tratando de que la
corriente no siguiese alejándome.
Ya de regreso, pasamos por el pueblo de Ahuano, en el que
visitamos un mercado artesanal y nos mostraron como trabajaban la cerámica, y
finalmente, paramos en otro pueblo en el que los nativos representaron una
danza, nos ofrecieron una extraña bebida que los chinos se negaban a probar.
Además exhibieron una serpiente que guardaban y otras extrañezas, que no
formaban parte de su vida cotidiana, sino más bien de una puesta en escena para
los turistas.
El viaje a Quito se me pasó volando, dormí casi todo el
tiempo, apenas me despertaba cada tanto por la picazón de mis piernas, por lo
que decidí, después de untarme con la pomada que había comprado, ponerme dos
pares de medias, bien apretadas, que detuviesen un poco la circulación y
evitasen tanta molestia. Avisé al chofer que me avisara cuando llegáramos al
barrio La Mariscal, y por suerte, el hombre se dignó a despertarme ya que al
llegar, yo dormía como un bebé. El viaje había durado como dos horas menos de
lo previsto, era todavía de noche, y dormido como estaba me subí al primer taxi
que vi. No era una buena hora para andar solo y cargando equipajes nada menos
que en Quito. Me preguntaba a qué velocidad habría andado el micro, en plena
noche y en aquellas alturas, para haber llegado a destino con tanta
anticipación. Pero el problema ahora, era conseguir un lugar donde hospedarme a
esa hora de la madrugada, tarea que no fue para nada sencilla.

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