USHUAIA, ARGENTINA, jueves 3 de enero de 2013
La cuestión era salir del bosque. Las caras de las chicas denotaban más que preocupación y Laura golpeaba a cada rato con su bastón sobre el suelo mientras se quejaba siempre al borde del llanto: “¡No la estoy pasando bien!”. Félix nos daba a todos un consuelo: “estamos en el fin del mundo y tenemos luz hasta las once de la noche”. Tiempo suficiente como para hallar la salida de aquel laberinto.
Cuando comprobamos que pese a haber conseguido salir del bosque, todavía estábamos perdidos, yo, que hasta el momento estaba bastante tranquilo, también me preocupé. Continuamos caminando, y de repente comenzamos a reconocer ciertos lugares por donde habíamos pasado antes. El camino ya se nos hacía conocido. Pasamos junto a unas personas que merendaban cerca de donde aquella señora nos había dicho “vayan bordeando el río”. Después venía la turba por la que habíamos pasado. Félix y Marianela decidieron adelantarse para no llegar tan tarde al encuentro con el dueño del hostel y advertirle que Laura y yo legaríamos minutos después. Atravesaron la turba y algunos metros más atrás lo hizo Laura. Íbamos conversando lo más bien, y su último comentario fue: “Che, estas parecen arenas movedizas”. Después escuché el grito: la pobre, con su bastón se estaba hundiendo en la turba y con cada paso que intentaba hacer se hundía un poco más.
Volver atrás nos parecía una
locura, después del esfuerzo que habíamos hecho para llegar hasta aquel lugar, y
continuar era todavía más arriesgado, así que dimos la vuelta, pero cometimos
un error: apenas unos metros después de cruzar el río Félix vio un sector
verde, sin árboles en medio del bosque, y fuimos por allí porque el camino era
más fácil, sin árboles que entorpecieran nuestro regreso, pero después nos
topamos con un arroyo que no habíamos visto en el camino de ida y
evidentemente, estábamos perdidos otra vez.
La cuestión era salir del bosque. Las caras de las chicas denotaban más que preocupación y Laura golpeaba a cada rato con su bastón sobre el suelo mientras se quejaba siempre al borde del llanto: “¡No la estoy pasando bien!”. Félix nos daba a todos un consuelo: “estamos en el fin del mundo y tenemos luz hasta las once de la noche”. Tiempo suficiente como para hallar la salida de aquel laberinto.
Nuestra alegría fue indescriptible
cuando por fin logramos salir de aquel bosque, pero duró muy poco, puesto que
el río daba vueltas en zigzag y no aparecimos en el mismo lugar de nuestra
partida. Nos detuvimos a revisar las fotos que tomamos antes, cuando subíamos,
a fin de identificar el lugar donde nos encontrábamos, pero también fue en
vano. Nuestra única guía era una torre de alta tensión que se veía a lo lejos.
Por allí habría claramente una ruta, y seguiríamos en aquella dirección aunque
sin saber con qué otras dificultades tropezaríamos. Decidimos cruzar caminando
el río helado. Los chicos lo hicieron con calzado y todo, pero yo, que pese a
los contratiempos era el único que aun permanecía con las zapatillas impecables
y haciendo alarde de aquello, decidí quitármelas, arremangarme los pantalones y
atravesar el río descalzo. Si bien uno podía cruzarlo en menos de un minuto,
los pies nos quedaron totalmente congelados y hasta doloridos.
Cuando comprobamos que pese a haber conseguido salir del bosque, todavía estábamos perdidos, yo, que hasta el momento estaba bastante tranquilo, también me preocupé. Continuamos caminando, y de repente comenzamos a reconocer ciertos lugares por donde habíamos pasado antes. El camino ya se nos hacía conocido. Pasamos junto a unas personas que merendaban cerca de donde aquella señora nos había dicho “vayan bordeando el río”. Después venía la turba por la que habíamos pasado. Félix y Marianela decidieron adelantarse para no llegar tan tarde al encuentro con el dueño del hostel y advertirle que Laura y yo legaríamos minutos después. Atravesaron la turba y algunos metros más atrás lo hizo Laura. Íbamos conversando lo más bien, y su último comentario fue: “Che, estas parecen arenas movedizas”. Después escuché el grito: la pobre, con su bastón se estaba hundiendo en la turba y con cada paso que intentaba hacer se hundía un poco más.
Con sus brazos en alto, hundía el
resto de su cuerpo mientras estallaba en un largo grito: ¡Marianeelaaaaaaaaaaa!
Pero Marianela y Félix ya desaparecían entre los árboles y yo, parado unos
pocos metros detrás de ella, pensaba en un método eficaz para sacarla de allí
sin hundirme yo también y en lo posible sin embarrar las únicas zapatillas que
tenía.
A lo largo de todo lo que habíamos
pasado, mis compañeros de viaje habían embarrado totalmente sus pies y parte de
sus piernas. Yo en cambio, orgulloso, permanecía con mi calzado impecable, como
si no hubiera sido parte de la aventura. Resignado a pensar que era una
terrible pero necesaria ironía del destino terminar completamente embarrado en
los últimos 10 minutos de nuestro fallido tour, comencé a acercarme lentamente
hasta Laura, tratando de tranquilizarla y rogándole que dejase de gritar como
una marrana. Intentaba pisar lo más livianamente posible pero de todas maneras
a cada paso me hundía un poco más. Laura a todo esto continuaba gritando:
-¡No vengas! ¡Vamos a quedarnos los
dos hundidos acáaaaaaaaaaaa!
Y me pedía además que fuese a
pedirle ayuda a aquella gente a la que habíamos cruzado hacía unos minutos.
Como pude, me acerqué hasta ella y la levanté de un brazo. Cuando hizo fuerza
para sacar su pierna enterrada, el grito fue desgarrador. “¡Chau!”, me dije.
“La quebré”. Pero después pudo sacar la otra pierna y así, tomados de la mano y
hundiéndonos un poco menos en cada paso que dábamos, conseguimos salir de
aquella turba inmunda.
Nos internamos en el bosque y ahora
sí sabíamos (en realidad a aquella altura no sabíamos nada con certeza), que el
camino nos conduciría a la ruta. Yo miraba mis pies y no podía creer lo que
veía: una maraña amarronada, muy parecida a la mierda me llenaba el calzado,
por dentro y por fuera, y los pies me pesaban al caminar. Los restos de la
turba llegaban hasta mi rodilla, aun cuando me había arremangado los pantalones
para rescatar a Laura. El olor a podrido era impresionante. Aquello era mucho
peor que el barro. Quien me viera, lo primero que pensaría era que había caído
en un pozo ciego.
El camino se terminó y desembocamos
en una casa donde se alquilaban perros y trineos: el lugar por el que debimos
haber ingresado cuando todo esto empezó. Ahí nomás estaba la ruta y un poco más
allá Marianela y Félix esperándonos en el auto del dueño del hostel.
Llegamos al hostel agotados, mi pantalón tenía un enorme agujero en la entrepierna. Los demás huéspedes nos preguntaban: “¿Y? Qué tal
estuvo el paseo? ¿Estaba linda la laguna?”. Las zapatillas tuve que quitármelas
en la entrada para no enchastrar todo, y después las lavé como pude. La noche
terminó con mis nuevos amigos yéndose a comer centolla, un plato típico de
aquellos lares y con un precio también típico de la zona. Yo, en ojotas, me
quedé dando vueltas por el hostel, cenando algo que me había quedado del día
anterior. Dejé mis zapatillas junto a una estufa del pasillo, mientras Oliwia,
una polaca que se había acostado a leer ahí cerca me las cuidaba, asegurándome
que estarían secas cuando me levantase. Así, sin zapatillas y sin centolla, me
fui a dormir.
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