BARILOCHE, ARGENTINA, domingo 27 de enero de 2013
Johannes había hecho una reserva por Internet en el Hostel
41 Below, y cuando yo intenté hacerlo ya no había camas disponibles. Desde El
Bolsón intenté en vano hacer reservas en distintos hostels y el único en el que
conseguí una cama fue en el Hostel El Gaucho, a dos cuadras de donde se
hospedaría Johannes. Un hostel donde él se sentiría mucho más cómodo que yo,
puesto que la mayoría de sus ocupantes eran europeos y hablaban inglés.
Poco después de ingresar al Parque Nacional Nahuel Huapi, bajamos a hechar un vistazo a los rápidos del Río Manso, cuando un auto se detuvo y escuché que gritaban mi nombre: era de un compañero de trabajo, que estaba haciendo el mismo tour en su auto particular junto a su familia (de haberlo sabido, me sumaba con él y me hubiese ahorrado 300 pesos). Minutos después, a unos veinte metros de allí, estaba yo fotografiando a unas truchas cuando una pareja se acercó muy cordialmente. Sabían mi nombre, me saludaban, me abrazaban y yo no tenía la más pálida idea de quiénes eran. Se trataba nada menos que de lectores de este blog, que me había reconocido luego de haber visto tantas fotografías de mis viajes. Ambos estaban sumamente agradecidos porque hacía algún tiempo yo les había dado cierta orientación para viajar a San Pedro de Atacama.
Mi viaje a Bariloche desde El Bolsón estuvo cargado de
nostalgia. Había estado por primera y única vez en aquella hermosa ciudad hacía
nada menos que veinte años, y en ocasión de mi viaje de egresados, al finalizar
el secundario. Volvía ahora, acompañado por mi amigo el alemán, dispuesto a
recorrer aquellos mismos paisajes que había conocido hacía tanto tiempo. Cuando
llegamos a la Terminal de micros, le mandé un mensaje a Mariana, una compañera
de la facultad que estaba vacacionando por allá y con quien planeábamos
encontrarnos. Y nos encontramos sí, pero apenas pudimos intercambiar un par de
señas. Ella ya estaba subida a un micro a punto de partir de regreso a Buenos
Aires.
Apenas nos instalamos, fuimos al Cerro Campanario, para
disfrutar de la magnífica vista del mirador. La mala noticia: para no abonar el
teleférico, que costaba bastante caro, decidimos subir caminando. Ya mis
piernas no podían más a aquella altura del viaje, y para colmo, el calor
insufrible nos seguía acompañando. El sol, a aquellas horas, nos iluminaba de
frente y no pudimos obtener muy buenas fotos como lo hubiésemos hecho por la
mañana. Estuvimos un buen rato disfrutando del paisaje y finalmente bajamos,
caminando por supuesto, mientras Johannes se entretenía arrojándome tierra y yo
insultándolo. De allí nos fuimos a Bahía Serena, para terminar la tarde
relajándonos en la playa colmada de gente, como lo estaban en aquellos días
todas las playas de la ciudad.
Al día siguiente Johannes había decidido recorrer el famoso
“circuito chico” en bicicleta. Yo ni loco lo acompañaba, sobre todo cuando el
tour en Minivan costaba lo mismo que el alquiler de la bici. Opté entonces por
contratar la excursión al Cerro Tronador. Aquel fue el día de los mil
encuentros, pues no paré de encontrarme con personas conocidas por aquí y por
allá.
Poco después de ingresar al Parque Nacional Nahuel Huapi, bajamos a hechar un vistazo a los rápidos del Río Manso, cuando un auto se detuvo y escuché que gritaban mi nombre: era de un compañero de trabajo, que estaba haciendo el mismo tour en su auto particular junto a su familia (de haberlo sabido, me sumaba con él y me hubiese ahorrado 300 pesos). Minutos después, a unos veinte metros de allí, estaba yo fotografiando a unas truchas cuando una pareja se acercó muy cordialmente. Sabían mi nombre, me saludaban, me abrazaban y yo no tenía la más pálida idea de quiénes eran. Se trataba nada menos que de lectores de este blog, que me había reconocido luego de haber visto tantas fotografías de mis viajes. Ambos estaban sumamente agradecidos porque hacía algún tiempo yo les había dado cierta orientación para viajar a San Pedro de Atacama.
El tour continuó con diferentes paradas fotográficas, a cuál
más linda. La isla Corazón (bautizada así por su forma), rodeada de aguas
turquesas fue una de las mejores, junto al Ventisquero Negro, uno de los siete
glaciares que se desprende del Cerro Tronador y que tiene una particularidad:
al mezclarse el hielo con la tierra, tanto el glaciar como los témpanos que de
él se desprenden son de tonalidad negra y marrón. El impactante rompimiento del
glaciar puede escucharse desde el mirador. Lo único terriblemente molesto
fueron los tábanos, que a aquella altura ya eran más que insoportables y
amenazaban con meterse en las orejas, en las narices y en todos los orificios
de todos los que estábamos allí.
A la hora del almuerzo, cerca de la cascada conocida como
Garganta del Diablo, me encontré nuevamente con mi compañero de trabajo, a
quien le comenté aquella novedad de mi despido, y me sorprendió con la noticia
de que los cesanteados habíamos sido unos cuántos, no solamente yo. Apenas me
despedí de él, alguien me saludaba desde una mesa cercana, se trataba de un
compañero de estudios que también andaba por aquellos lares y con quien me
quedé conversando hasta que la guía nos vino a buscar para emprender el regreso
a la ciudad.
Por la tarde, fui a comprar mi pasaje a Puerto Montt, y en
el camino me encontré con un señor con quien compartí la habitación en Esquel,
y para completar la jornada de insólitos encuentros, dos profesoras del
secundario, a quienes no veía casi desde los tiempos de aquel viaje estudiantil
a Bariloche, aparecieron caminando muy campantes delante de mí. Todo un dejavú.
Sin lugar a dudas, Bariloche me estaba sorprendiendo. Sobre todo cuando hacía
veinte años, alguien me aseguró que luego de beber agua de no me acuerdo cuál
río, regresaría a la ciudad junto al amor de mi vida. Así se lo confesé a
Johannes, quien me miraba con recelo, pues había regresado a Bariloche nada
menos que con él. El blondo alemán a quien las chicas (y también muchos chicos)
se daban vuelta para mirar en las esquinas.
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