COYHAIQUE, CHILE, domingo 20 de enero de 2013
En la mañana de aquel domingo, el supermercado rebosaba de gente, y perdimos buena parte de ella en comprando cosas y haciendo filas en la caja, así que ya era casi el mediodía cuando empezamos a caminar rumbo a la Reserva Nacional Coyhaique, ubicada a unos
Atendiendo a mi edad, a mi estado físico y a mi vicio de
fumador, Johannes aminoró su marcha y se acopló a mi ritmo, mucho más lento que
el suyo. El alemán apenas tenía 25 años y era un eximio deportista. Y se detuvo
en cada uno de mis descansos, que a decir verdad no fueron tantos (paramos
solamente en un par de miradores).
El sendero está rodeado de vegetación, y lo hubiésemos
disfrutado mucho más si no fuera porque todo el camino nos persiguieron unos
horribles tábanos que amenazaban con introducirse en cualquiera de los agujeros
de nuestro cuerpo. No recuerdo si ya anteriormente he comentado esto pero los
tábanos fueron la pesadilla de la patagonia. Prácticamente en todos los
trekkings que realicé por allá tuve que lidiar con ellos. Pero si hubo dos
sitios donde estos bichos se volvieron sumamente insoportables fue en las
caminatas que hice en El Chaltén, y aquí en Coyhaique.
A tal punto nos torturaron los tábanos que cuando al cabo de dos horas de caminata llegamos a la Laguna Verde, dimos una vuelta completa alrededor de ella buscando un buen sitio donde establecernos para hacer nuestro picnic, pero fue imposible. Los asquerosos insectos estaban por todas partes y se posaban sobre el fiambre cuando uno estaba a punto de llevárselo a la boca, a riesgo de quedarse pegados en la mayonesa y acabar luego volando dentro de nuestros estómagos.
Johannes quiso seguir caminando y yo decidí quedarme allí,
buscando algún lugar decente donde sentarme y comerme un sanguchito, pero eso no
fue posible. Pese a que me unté con repelente y a que traté de ubicarme cerca
del humo que echaban unas parrillas cercanas. Estaba totalmente malhumorado,
había olvidado mi cámara de fotos, tenía demasiado calor, estaba cansado y para
colmo aquella laguna no me parecía la gran cosa, mucho menos después conocido
lugares tan increíbles como los que había visto hasta el momento, así que me
volví, comiendo mis sanguchitos mientras agitaba un pañuelo para espantar a los
tábanos. La gorrita y las gafas era obligatorias, por el sol, pero
principalmente para que los insectos no se me metieran en los ojos ni se me
enredaran en el pelo.
Caminé a paso lento hasta la entrada de la reserva, esta
vez, en camino descendiente, mucho más fácil, y flor de sorpresa me llevé
cuando, apenas habiendo salido de la reserva, escuché unos pasos detrás de mí:
era Johannes, que había realizado en solo una hora, una caminata que
supuestamente llevaba casi dos. Todo un récord. Mientras descendíamos de
vuelta a la ciudad, un huevo duro se le cayó a Johannes de la mano y el mismo
rodó y rodó cuesta abajo por la calle mientras él lo perseguía y yo me mataba
de risa. Finalmente, el alemán le ganó al huevo y consiguió frenarlo,
deteniéndolo con sus pies. El huevo quedó completamente cubierto de piedritas
como una milanesa, pero Johannes lo lavó con agua de una botella y se lo morfó
igual.
Ya llegando a la ciudad, mis pulmones no querían saber más nada de trekking. Estaba demasiado agitado, y detenerme a descansar implicaba soportar el espeluznante sol que rajaba la tierra. Esta vez, Johannes se adelantó y me esperó en la plaza mientras yo caminaba a duras penas las pocas cuadras que me quedaban. Me tomé un merecido helado, y poco después cayó la tarde. Aquella noche me encontré en una esquina con los dos israelitas que me habían convidado un café turco después de partir de El Chaltén. Esta vez me dormí temprano, puesto que a la mañana siguiente debíamos abordar temprano el bus que nos llevaría hasta Futaleufú, tras un viaje de más de diez horas.
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