USHUAIA, ARGENTINA, jueves 3 de enero de 2013
Y así fue como nuestro esfuerzo por encontrar la famosa
laguna Esmeralda se transformó en una aventura tan bizarra que bien pudo
llamarse “En busca de la Esmeralda perdida”, o más bien “Perdidos en busca de
la Esmeralda” Una vez en el bosque, Marianela, Laura, Félix, y yo, comprobamos
que cada tanto colgaba algún hilo con trapos atados de color rojo, otros
amarillos, otros azules, pero no teníamos la certeza de si eran aquellas las
marcas que debíamos seguir. Y efectivamente, no lo eran…
Dimos unas cuántas vueltas entre los árboles sin saber hacia
dónde seguir, y caminamos esquivando troncos hasta encontrar una especie de
choza en cuyo interior había unos extraños objetos construidos con ramas. Más
tarde supimos que eran trineos y que ahí cerquita entrenaban perros para tirar
de ellos. Cuando salimos de allí nos topamos con una pequeña laguna, y desde
este punto pudimos divisar el camino que estaba a pocos metros y se trataba una
calle perfectamente delimitada entre los árboles. Por allí venían caminando unas
personas a las que Laura se dirigió hablándoles en inglés mientras yo le
indicaba lo que debía preguntarles, hasta que uno de ellos dijo con perfecto
acento argentino: “Pero miren que igual hablamos castellano”. Ellos nos
indicaron por donde seguir y nos advirtieron que más adelante nos embarraríamos
mucho. De hecho todos andaban con botas y tenían barro hasta las rodillas.
En los troncos había, además, enormes cruces azules pintadas
por lo que, tanto la señalización, como el camino eran mucho más fáciles de lo
que pensábamos hasta el momento, dando vueltas como idiotas entre los árboles
siguiendo unos trapos que colgaban.Cuando el camino se acabó, pasamos junto a una turba, y
entramos en una especie de pantano donde había que pisar despacio para que
nuestros pies no se enterrasen. Delante de nosotros iban tres muchachos que
también andaban desorientados y nos entregaron un mapa que les habían dado en
la entrada, pero que no nos sirvió de mucho. Los pibes no sabían muy bien por
donde continuar, y nosotros menos. Acabaron desapareciendo unos metros más allá
mientras nosotros cuatro nos internábamos en el bosque, donde ya no había marca
ni sendero alguno. Poco después descubrimos lo más similar a un camino que
estaba completamente cubierto de barro, era un verdadero lodazal.
Igual nos mandamos, hasta que Marianela vio hundirse la
mitad de su pierna y parecía imposible seguir avanzando. Entonces Félix y yo
decidimos adelantarnos para saber si el barrial ese conducía hacia alguna parte
y si valía la pena continuar. Afortunadamente, unos metros más allá estaban las
cruces azules y el camino por el que la gente iba y venía muy campante mientras
nosotros seguíamos jugando a la carrera de obstáculos.
Una vez que salimos del lodo, preguntamos a una señora si
aquel sendero conducía a Laguna Esmeralda y nos contestó que sí, que ella
volvía de allá, pero que el camino era bastante empinado y había demasiado
barro, y como íbamos con Laura sufriendo su tendinitis, nos recomendó que
bordeáramos el río hasta llegar a la laguna. Aquel era un camino más largo y
sin señalización, pero más llano y fácil, según la mujer.
Maldita la hora en la que le hicimos caso, porque aquello
resultó como el cuento de Caperucita, donde la mujer era el lobo y nosotros
cuatro Caperuzas yendo por el camino equivocado. El río se internó de repente
en el bosque, y no había forma de andar junto a él. Después de un buen rato de
indecisiones, decidimos subir por la montaña, en medio del espeso bosque, pero
sin perder de vista al río que nos conduciría hasta la soñada laguna.
Sin embargo, aquello nunca sucedió: Atravesar todo el bosque
nos llevó casi una hora de esquivar troncos, árboles y matorrales, para llegar
al fin a la cima de la montaña y encontrarnos con una corriente de agua ante
nuestros ojos, aunque a aquellas alturas del trayecto ya no sabíamos si se
trataba del mismo río que habíamos estado siguiendo, u otro que se había
cruzado intempestivamente por allí.
Atravesamos el pequeño río, no sin cierta dificultad,
saltando entre las piedras y colocando unos troncos largos sobre el agua. El
GPS de Félix que nos había guiado hasta allí no parecía ya servir de mucho, y
las chicas depositaban las únicas esperanzas de la travesía en las habilidades
del gendarme, pero en un momento pude comprobar que, se diera cuenta o no,
Félix no tenía la menor idea de dónde estábamos ni hacia dónde había que ir. La
confianza y la serenidad de saber que íbamos acompañados nada menos que por el
Ejército Argentino se desvanecieron en el acto.
Parados los cuatro ya en otra montaña, entre amarillentos
matorrales que nos llegaban hasta la rodilla, mirando el GPS y comprobando que
habíamos ido a parar a cualquier parte, que sólo faltaba una hora para que nos
fuesen a buscar y que allí no encontraríamos jamás ninguna laguna, participamos
los cuatro de una especie de asamblea donde todos opinábamos y votábamos si era
mejor continuar o regresar por donde habíamos venido.
Mientras tanto, Laura
rompió a llorar, se sentía cansada y decía que nos habíamos perdido por culpa
suya, y de su tendinitis y que por causa de ella nos iríamos de allí sin
conseguir llegar jamás a la Laguna Esmeralda. En ese instante surgió la frase
que la condenaría por el resto de la travesía: “¡No la estoy pasando bien!”
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