EL CALAFATE, ARGENTINA, jueves 10 de enero de 2013
Había dedicado mi primer día en El Calafate a conocer gran parte de los glaciares en una fascinante navegación por el Lago Argentino. El segundo día, estaría sin embargo consagrado al más famoso de ellos: el glaciar Perito Moreno, verdadero coloso de la patagonia, que junto a los demás glaciares de la zona conforman aquel Parque Nacional declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1981.
Esta vez el micro pasó a buscarme por el hostel, así que pude desayunar tranquilo y evitar contratiempos. Había contratado todas las excursiones desde mi casa, mucho antes de comenzar con este viaje, con la agencia Always Glaciers, sin embargo preferí no hacer reservas en el hostel que me ofrecían ya que el Che Lagarto era mucho más económico.
Mientras desayunaba me entretuve escuchando como a mi lado,
Ana, la española, y un joven israelita trataban de intercambiar palabras sin
comprenderse en los más mínimo. El israelita conservaba la resaca de la noche
(habían ido a una fiesta electrónica), y lo único que tenía claro era que la Y
griega de la palabra “desayuno” era mucho más fácil de entender cuando la
pronunciábamos los argentinos. A su entender, los españoles, y el resto de los
latinoamericanos, complicaban la lengua. Mientras ellos seguían con su clase de
lingüística aplicada, y esperaba que viniesen a buscarme para mi tour, me fui
afuera a charlar con Jenny, que desayunaba tranquilamente. El sol asomaba
radiante y la mañana estaba espectacular.
La primera parada de mi tour fue en un mirador desde donde
se divisa el glaciar, y después de unos minutos allí, fuimos a un embarcadero
llamado “Bajo de las Sombras”, donde abordamos un bote en el que cruzamos el
Brazo Rico del Lago Argentino, desde la Península de Magallanes hacia la costa
opuesta. El glaciar empezó a verse desde muy lejos, y poco a poco se acercaba
como un verdadero gigante celeste que pretendía intimidarnos.
Después del desembarco caminamos algunos metros, y llegamos
a un refugio donde debimos dejar nuestras mochilas, y demás pertenencias. Allí nos
entregaron un par de botas a cada uno, y también tomé prestados un par de
guantes de lana, ya que me había olvidado los míos. Aproveché, además, para
dejar mi campera porque hacía bastante calor pese a encontrarnos a escasos
metros de una mole de hielo.
Caminamos entonces por la orilla del lago hasta llegar a
unas casillas donde nos colocaron los crampones para poder caminar sobre el
hielo. En este lugar dejé el buzo que llevaba puesto (a este paso iba a llegar
al glaciar completamente desnudo). Felizmente, se me había ocurrido preguntarle
al guía si una vez que estuviésemos sobre el glaciar haría el mismo calor que
hacía allí, y me contestó que sí, así que sin dudarlo me quedé solo con mi
remera manga larga y un rompevientos.
La tanda de personas que había llegado en el bote se dividió en dos grupos de entre 12 y 15 personas. Una vez que nos pusieron los crampones, el guía nos explicó cómo debíamos pisar para no resbalarnos en el hielo, y nos internamos en el alma misma del glaciar. Caminábamos en fila, con nuestro guía adelante, y además, nos acompañaban dos guías de montaña, uno al final de la fila y otro en el medio. El glaciar está lleno de pozos y túneles que desembocan en canales de agua subterráneos, por lo que caerse en uno de ellos podría significar desaparecer para siempre.
Sin embargo, nos sentíamos muy observados y cuidados por los guías, que estuvieron muy atentos en todo momento. En algunos sectores deteníamos la caminata y nos daban las explicaciones vinculadas al caso: el tamaño del glaciar, el por qué de su coloración azul celeste, la fauna y la flora que lo rodean y muchos datos más que interesantes. Una experiencia sumamente didáctica.
Estuvimos más de una hora caminando y observando distintas
formaciones sobre el hielo. Debido a la alta temperatura, ese día hubo muchos
desprendimientos de hielo y en el interior del glaciar corría agua por todas
partes. Los guías comentaron que aquel calor no era común, y que por lo tanto
no era habitual ver tantas corrientes de agua durante los minitrekking que se
hacían a diario. De hecho, todas las personas con las que yo había hablado
previamente, dijeron que habían pasado frío realizando aquel tour, incluso
quienes lo habían hecho el día anterior.
El minitrekking terminó con una sorpresa: al final del camino, junto a una pequeña lagunita, nos esperaban unas botellas de wisky que tomamos junto con trozos de hielo extraidos del glaciar, un verdadero whisky on the rocks, al que acompañamos con deliciosos alfajores de chocolate. Allí, en ese lugar tomé mi foto más original, aquella que daría cuenta del calor que estaba haciendo en la patagonia en aquel enero, mientras llovía en otras zonas del país. Llegué a pensar el sol que viajaba de incógnito en mi mochila, pues bastaba con abandonar una ciudad para que al día siguiente se largase una lluvia torrencial. Así había sucedido en Ushuaia, y en Puerto Natales. Por el contrario allí donde yo llegaba, salía el sol, que venía haciéndose rogar desde hacía días, para ocultarse nuevamente tras mi partida. Sin lugar a dudas, el sol fue en esta ocasión mi más fiel compañero de viaje.
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