FUTALEUFÚ, CHILE, lunes 21 de enero de 2013
Y volviendo a nuestro recorrido por la carretera austral, a poco de partir de Colhayque hicimos nuestra primera parada en un mirador cercano a la Reserva Nacional Río Simpson donde pudimos apreciar cómo saltaban los salmones desafiando a la corriente de un río de aguas de colores celestes y esmeraldas.
Pasado el mediodía, recién estábamos a mitad de camino, y el micro se detuvo media hora en Puyuhuapi, un pueblo ubicado sobre el extremo norte del fiordo del mismo nombre. Allí almorzamos algo rápido y tomamos algunas fotografías. Cuando se acercó la hora de retomar el viaje, me quedé a una cuadra del bus junto a unas señoras que viajaban con nosotros, esperando bajo la sombra ya que el calor era tórrido, y realmente uno no sabía donde pararse sin morir calcinado.
Nos internamos en un valle y al cabo de media hora, la planicie se despidió de nosotros para dar lugar a la montaña. Empezamos a subir, y al cabo de un rato, el atlético Johannes decidió seguir por su cuenta para no tener que estar esperando en cada uno de mis múltiples descansos. Cada rinconcito de sombra, que no eran muchos, se transformaba en una parada obligatoria. Y así, pasito a paso, mientras Johannes me saludaba desde las alturas, me fui acercando a la cumbre. En la última etapa ya estaba muy cansado y me insultaba a mí mismo por seguir haciendo trekking cuando ya me había prometido no hacerlos más. Varias veces me senté con la idea de no continuar, pero cuando recuperaba algo de aliento y energía continuaba unos pasos más. Y así llegué a la cumbre del mirador. La sorpresa: Johannes no estaba allí, ni se lo veía en ninguna parte. ¿Adónde había ido a parar mi amigo el alemán? Sólo Dios lo sabía, pero era lo bastante inteligente, astuto e intrépido como para no perderse en medio de un valle. Al menos eso creía yo.
Partimos de Colhayque a las 8 de la mañana, con nuestro
pasaje comprado previamente en “Buses
Daniela”. El viaje sería largo, lo sabíamos, pero se nos hizo interminable, aun
con la belleza del paisaje circundante. Habíamos permanecido un día y medio en
Coyhaique casi contra nuestra voluntad, puesto que al llegar desde Río
Tranquilo, no resultó imposible conseguir boletos hasta Futaleufú. Sin embargo,
allí estábamos, con el alemán a quien había conocido en el trayecto El
Chlatén-Los Antiguos y con quien veníamos compartiendo nuestros días de viaje
por la patagonia.
Se ha cumplido ya un año, vale aclarar, desde este viaje que
hoy relato, y mi amigo Johannes ha tenido tiempo para volverse a Alemania,
concluir su ciclo lectivo universitario y volver a visitar la Argentina,
oportunidad que aprovechamos para reencontrarnos y rememorar nuestros días por
el sur argentino y chileno en una magnífica tarde. Si algo agradezco a Dios,
entre tantas cosas, es la posibilidad de reencontrarme con aquellos amigos
conocidos durante los viajes, a quienes reencontrar alguna vez parece algo muy
remoto. Afortunadamente, Johannes pasa a estar en la lista de mis compañeros de
viaje con quienes me he reencontrado y quiso el destino que fuese hace tan solo
unas horas, mientras escribo estas líneas sobre el viaje con él compartido.
Y volviendo a nuestro recorrido por la carretera austral, a poco de partir de Colhayque hicimos nuestra primera parada en un mirador cercano a la Reserva Nacional Río Simpson donde pudimos apreciar cómo saltaban los salmones desafiando a la corriente de un río de aguas de colores celestes y esmeraldas.
Pasado el mediodía, recién estábamos a mitad de camino, y el micro se detuvo media hora en Puyuhuapi, un pueblo ubicado sobre el extremo norte del fiordo del mismo nombre. Allí almorzamos algo rápido y tomamos algunas fotografías. Cuando se acercó la hora de retomar el viaje, me quedé a una cuadra del bus junto a unas señoras que viajaban con nosotros, esperando bajo la sombra ya que el calor era tórrido, y realmente uno no sabía donde pararse sin morir calcinado.
Después paramos en un pueblo, y luego en otro, y parecía que
cada vez hacía más calor. Los pasajeros bajaban, otros nuevos subían y nosotros
seguíamos allí, no viendo la hora de acabar aquel viaje, agotador, por más
bonito que fuera. Hasta que por fin, pasadas las cinco de la tarde, llegamos a
Futaleufú, y después de averiguar precios en dos o tres hostels, decidimos
quedarnos ahí mismo, donde nos había dejado el bus, en un hostel a media cuadra
de la plaza. Había dos habitaciones compartidas, totalmente repleta de
israelíes, y después de un breve paseo por la plaza y alrededores, Johannes y
yo terminamos la noche tomando unas cervezas con los israelíes hasta que el
cansancio pudo más (en mi caso también el aburrimiento ya que no les entendía
un comino a nuestros compañeros de cuarto), y fuimos los primeros en irnos a
dormir.
Por la mañana temprano, los israelitas que estaban en
nuestro cuarto estuvieron dos horas emitiendo molestos ruidos mientras armaban
su equipaje. Nosotros sólo intentábamos seguir durmiendo pero ellos hasta
tuvieron la delicadeza de gritarnos ¡CHAU! Cuando se fueron. A aquella altura
ya estábamos completamente despabilados y no quedó otro remedio que levantarse
para emprender la única caminata que tenía previsto hacer en Futaleufú, y la última
de todo el viaje: el mirador Piedra del Águila. Allá nos fuimos, caminando
tranquilos, ya que el camino era plano y por momentos en bajada. Sólo me deprimía
pensar en que más tarde debería enfrentar las subidas.
Nos internamos en un valle y al cabo de media hora, la planicie se despidió de nosotros para dar lugar a la montaña. Empezamos a subir, y al cabo de un rato, el atlético Johannes decidió seguir por su cuenta para no tener que estar esperando en cada uno de mis múltiples descansos. Cada rinconcito de sombra, que no eran muchos, se transformaba en una parada obligatoria. Y así, pasito a paso, mientras Johannes me saludaba desde las alturas, me fui acercando a la cumbre. En la última etapa ya estaba muy cansado y me insultaba a mí mismo por seguir haciendo trekking cuando ya me había prometido no hacerlos más. Varias veces me senté con la idea de no continuar, pero cuando recuperaba algo de aliento y energía continuaba unos pasos más. Y así llegué a la cumbre del mirador. La sorpresa: Johannes no estaba allí, ni se lo veía en ninguna parte. ¿Adónde había ido a parar mi amigo el alemán? Sólo Dios lo sabía, pero era lo bastante inteligente, astuto e intrépido como para no perderse en medio de un valle. Al menos eso creía yo.
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