lunes, 2 de enero de 2012

9-Aquí sí que hay que tener cojones

SANTA CRUZ, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR




Después de nuestro inolvidable tour por la parte alta de la isla, almorzamos algo rápido en el hotel y como a las 3 de la tarde salimos caminando para una de las playas más lindas de Santa Cruz. Aquella de la que todos hablaban y que es uno de los imperdibles de la isla. La misma de la que días atrás me habían dicho: "la arena es blanca como la merca": la fantástica Tortuga Bay.







Anduvimos unas diez cuadras por la ciudad y después hubo que subir por unas escaleras desde donde se accedía a Tortuga Bay. Allí nos registramos y nos advirtieron que debíamos estar de vuelta a las 18, horario en que se cerraba el ingreso a la playa. Iniciamos entonces la caminata por un sendero de piedra, con ascensos y descensos, algunos que otros escalones en el camino, siempre en medio de una extensa vegetación.


Caminamos una media hora, o un poco más, y lamentablemente el clima no acompañaba mucho. Estaba nublado y comenzaba a lloviznar,  encima habíamos estado caminando todo el día y nuestro estado físico no era el mejor, pero Karina aseguraba que aquella playa bien valía el esfuerzo.







Efectivamente la arena era finísima y muy blanca y el agua transparente, aunque el mar se veía bastante bravo por el clima. Recorrimos toda la playa y hacia el final, siempre guiados por Karina, doblamos a la derecha, detrás de unos árboles donde hay una hermosa Bahía de aguas calmas, sin oleaje, que al parecer eran también transparentes, pero como había estado lloviéndole agua se veía de color verde…¡verde agua!







Allí nos encontramos con dos de los voluntarios amigos de Adriana, hicimos snorkel, y aunque no se veían peces, sí vimos algunas tortugas marinas que asomaban sus cabezas para respirar por apenas un segundo y volvían a meterse rápidamente bajo el agua, apareciendo minutos después a unos pocos metros.




De repente un hombre vino con la noticia de que en un rincón cercano había tiburones, y unos 40 metros de la playa, un joven con traje de neoprene lo confirmaba. “Hay como quince debajo mío en este momento”, aseguraba. Ansiosos por un poco más de aventura y con la intención de ver algo más que tortugas nos acercamos, y el muchacho, que después supimos que era de nacionalidad belga pero hablaba bastante bien el español, insistía: “vengan, no se van a arrepentir”. Estuvimos como 10 minutos decidiendo si íbamos o no, y avanzando de a un paso, además de hacer un sinnúmero de preguntas estúpidas como si los tiburones no mordían. “Si mordieran no estaría parado aquí tan tranquilo”, reafirmaba el belga.





Finalmente nos decidimos a avanzar. Por pura caballerosidad dejé que las chicas fueran adelante, siguiéndolas con cuidado, hasta que en un momento las dos sacaron la cabeza y mirándose pasmadas emitieron un grito al unísono mientras volvían nadando hacia la costa. Yo no había visto nada pero la escena me indicaba que también debía volver, y así lo hice. Adriana y Karina habían visto a un tiburón de más de un metro de largo nadando muy cerca de ellas. Después de todo no sé cuál fue la sorpresa si se suponía que eso íbamos a ver: tiburones. Al parecer el tamaño las asustó. Entonces, Adriana me dejó su cámara subacuatica y las dos regresaron a entretenerse con las tortugas.




Yo intentaba tomar coraje, pero el miedo me impedía avanzar, era como tirarse desde un trampolín a una piscina, sabiendo que el agua estaba helada. Entonces, el belga se cansó y emprendió su retirada. Cuando ya estaba al lado mío me insistió: “¿En qué otro lugar del mundo vas a poder ver esto? ¿Cuántas veces en tu vida vas a nadar rodeado de tiburones?”, me preguntó. Y obviamente tenía razón.

A esta altura, el belga estaba más empecinado en convencerme que yo en ver a los tiburones. “Lo tuyo es menos riesgoso porque estás protegido por el traje de neoprene”, le decía yo, analizando cuántas posibilidades habrían de que me comieran a mi antes que a él.



Entonces me propuso hacerlo de a poco, en distintos pasos: primero pasó él nadando por encima de los tiburones y me indicó más o menos a que distancia se encontraban. Después me hizo seguirlo por debajo del agua, y me los señaló: efectivamente, eran más de una docena, algunos dormían a no más de un metro de nuestros pies y otros nadaban a nuestro alrededor casi rozándonos la piel. “¡Cojones!”, pensé.








La tercera pasada la hice también con el belga que ya se había convertido en mi instructor, pero esta vez, fui apuntando con la cámara, sin mirar y apretando el botón a cada segundo, con el objeto de conservar alguna imagen, sea cual fuere. La cuarta, la hice solo, sin belga ni búlgaro que me proteja, y a partir de la quinta, ya era un tiburón más, que se desplazaba con ansoluta tranquilidad en el agua. El belga me filmaba ahí abajo mientras yo me acercaba cada vez más a las criaturas de Spielberg, ya sin temor, con confianza y una enorme satisfacción por atreverme a hacer aquello que para algunos es lo más normal y para otros una terrible locura. Agradecí al belga por insistirme y acompañarme, y a Dios, por haberme dado los cojones. 






2 comentarios:

  1. Hey, me diverti con sus aventuras en GALAPAGOS... les deseo SUERTE y bendiciones para qe sigan con su recorrido muchos muchos kilometros y kilometros de ruta sin parar..

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  2. Muchas Gracias! En este momento Karina está viviendo en Galápagos. Adriana ya terminó su voluntariado, y yo en casa, preparando mi próximo viaje. ¡Saludos!

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