jueves, 19 de enero de 2012

23-Quito, bajo el agua

QUITO, ECUADOR, jueves 19 de enero de 2012

Y así llegamos a Quito, Nacho, yo, y las tres maestras con la hija adolescente de una de ellas. La capital del Ecuador cuenta con dos terminales de ómnibus: Quitumbe, en el sur y Carcelen en el norte, y lamentablemente ambas quedan como a una hora del centro, por lo que se dificulta viajar en caso de que uno tome a Quito como base para conocer ciudades cercanas. Nacho y yo íbamos a hospedarnos en el barrio La Mariscal , uno de los más turísticos. En tanto que el equipo docente que nos acompañaba pretendía hacerlo en los alrededores del centro histórico de la ciudad, un lugar poco recomendable por todos los viajeros para hospedarse y sobre todo caminar durante la noche. 


Una de las maestras sacó de su valija una guía del Ecuador y comenzó a leer meticulosamente las distintas opciones de hospedaje que allí se recomendaban, leyendo cada párrafo en detalle y describiendo las particularidades y características de los servicios que ofrecía cada hostel, como así también las ventajas de sus respectivas ubicaciones y sus características arquitectónicas, mientras una de ellas la miraba con cara de “basta, ya, subite al trolebús y cállate”. Nacho y yo, a todo esto, esperábamos que terminase la lectura y se decidiesen de una vez, especulando con que siendo un grupo más numeroso, obtendríamos algún descuento en el hostel donde nos alojaríamos.
Esto sucedía en el hall de la Terminal, mientras que alrededor nuestro, una decena de taxistas hambrientos nos rodeaba conformando un círculo como cuervos a punto de atrapar a su presa. Uno de ellos decía que no podríamos subir al trolebús con semejante equipaje, pero sin embargo lo hicimos, y al cabo de una hora llegamos a la estación donde nos indicaron que debíamos bajar. El problema fue atravesar los molinetes con mochilas y valijas a cuestas. Tuvimos que hacerlo como verdaderas tortugas galápagos, agachándonos, y en cuatro patas, salir de la estación. 


Una vez afuera comenzamos a recorrer la ciudad, muy oscura, y sin un alma en la calle, en búsqueda de un hostel. Ninguno nos convencía, sobre todo por los precios. Nos dividíamos en subgrupos y dos iban para un lado, dos para el otro, y así, tratando de encontrar un lugar, hasta que debido a las caras que nos rodeaban decidimos hacer base en un kiosco donde al menos había un poco de luz. Finalmente encontré un hostel a buen precio, con lugar para los seis, y en la zona más céntrica del barrio, aunque aquella noche no tenía camas disponibles, pero la señora conocía otro hostel, a unas cinco cuadras donde podíamos pasar aquella noche, y terminar así de andar caminando bajo la lluvia. Fuimos todos hasta allá, y la señora, después de tratar de explicarle varias veces al encargado del otro hostel dónde tenía que esperarnos, decidió acompañarnos. Al salir de allí y atravesar el jardín, Nacho pateó unas macetas y todas las demás fueron cayendo como en efecto dominó. Se tuvo que quedar bajo el agua acomodando las macetas.

Al final, la señora nos acompañó casi hasta la puerta del otro hostal llamado “La familia”, ubicado en la calle Carrión entre Amazonas y 9 de octubre. Allí dedicimos quedarnos. No era gran cosa, pero el cuarto con baño privado y balcón a la calle nos costó sólo 7 dólares a cada uno. Las maestras a todo esto estaban en una encrucijada: una de ellas, la que viajaba con su hija adolescente no estaba conforme con el hostal, lo veía sucio, y quería irse a otro que costaba como cuatro veces más, mientras que a otra de ellas ya le quedaba poco dinero y prefería quedarse en “La familia”. Al final una se fue con la hija y las otras dos se quedaron ahí. Nunca más las vimos.

Esa noche cenamos unos sánguches en una panchería y después nos fuimos a tomar algo en uno de los tantos bares del centro. Al día siguiente, lo primero que hicimos fue ir al Banco a cambiar dinero, ya que casi nadie en Ecuador acepta billetes de 100 dólares, y Nacho venía cubriendo todos mis gastos desde hacía varios días. En Latacunga incluso, terminé discutiendo con la cajera de un banco porque tenía una pila de billetes de cien delante de mis ojos y no me los podía cambiar si no era cliente del banco en cuestión. Un dato importante: para solicitar cambio en el banco es necesario llevar el documento. Yo no lo hice, y Nacho tuvo que cambiar billetes por mí.

Después de solucionar el tema del cambio caminamos un rato por el Centro Histórico de Quito. La lluvia no nos permitía hacer mucho, así que después de recorrer un poco, volvimos al hostel y se largó tal diluvio que no pudimos hacer más cosa que ir al cíber, y quedarnos un buen rato esperando que pase el chaparrón. Aproveché para llevar mi ropa a una lavandería, y en el camino me encontré con uno conocido de mi ciudad, con el que fuimos a tomar un café, ambos totalmente empapados. Cuando regresé, ya de noche, Nacho estaba a punto de salir a buscarme con la policía, preocupadísimo por mi prolongada ausencia en medio del temporal.

Aquella noche cenamos unos exquisitos tallarines en “el bar de los gringos”, así lo habíamos bautizado nosotros ya que los que atendían eran extranjeros y casi toda la clientela lo era.La mañana siguiente atravesamos el parque El Ejido, y seguimos hasta otro llamado La Alameda, antes de dirigirnos al famoso teleférico de Quito. Llegar hasta allá no fue fácil ya que las indicaciones que nos daba la gente eran bastante contradictorias. Al final tomamos un colectivo, luego otro y llegamos al parque donde se encuentre el teleférico, pero el comentario de todos los que bajaban era el mismo: no se ve prácticamente nada. Y es que ya había pasado el mediodía y las nubes estaban invadiéndolo todo. Después de un rato tratando de decidirnos decidimos subir, al fin y al cabo ya estábamos allí, el teleférico nos costó 8 dólares a cada uno. Y efectivamente, después de unas lindas vistas panorámicas de Quito, una vez que ascendimos los primeros metros, dejamos de ver la ciudad y todo se volvió blanco.

Cuando llegamos a la cumbre del cerro Pichincha, a mas de 4.000 metros de altura, dimos una vuelta por ahí y decidimos no comer en la confitería ya que los precios eran bastante elevados. Preferimos invertir el dinero en sacarnos una foto muy divertida en la que yo parecía caerme del teleférico mientras Nacho me levantaba. Nos sacamos otras fotos, haciéndonos los que mirábamos a través de telescopios, aunque no veíamos nada, y luego de un rato bajamos.
















Almorzamos en el Parque Vulcano, un parque de diversiones que está en la base del teleférico, y mientras nos entreteníamos mirando los distintos juegos comenzó a llover torrencialmente, un chaparrón que no nos permitió movernos de ahí hasta avanzada la tarde.


 Nuestro segundo paseo fue el centro histórico de Quito. Primero pensamos en tomar el bus turístico que lleva a los turistas a pasear por distintas partes de la ciudad pero casi todos los puntos que recorría los habíamos visitado ya por la mañana mientras averiguábamos cómo llegar hasta el Teleférico. La cuestión era meternos en algún lado para evitar la llovizna que era incesante. Queríamos ir a un Museo pero estaba cerrado. El Palacio de Carondelet había cerrado hacía cinco minutos, así que decidimos subir al mirador de la Virgen del Panecillo. Esperamos un taxi, y pese a la multitud de policías que había en la zona, un hombre con muletas se molestó porque lo estábamos mirando, cuando en realidad mirábamos si venía algún taxi, y quiso pegarnos con las muletas mientras la anciana que lo acompañaba nos insultaba y escupía parte del mango que estaba comiendo. El policía que estaba a su lado nos dijo que lo ignoráramos, pero el hombre seguía agrediéndonos y gritando: “¿Qué son? ¿Del FBI?”




Así fue que tomamos un taxi hasta el mirador, y cuando llegamos, la llovizna había cesado un poco. En un puesto de allá arriba comí hornado, que es un plato típico del Ecuador. Confieso que me dio un poco de asco ver como la señora juntaba los trozos de carne con la mano para volcarlos en mi plato. La vista desde el Panecillo fue mil veces mejor que la del teleférico, y estuvimos arriba tomando fotos hasta que anocheció, y ya de nuevo en el centro histórico, nos quedamos viendo un show de humor en la Plaza de la Independencia.  







Cansados y con mucho sueño, terminamos en uno de los tantos bares de la calle Foch. Cuando decidimos irnos, ya eran más de la una de la mañana, Nacho iba caminando unos pasos delante de mí, y cuando dobló en una esquina, noté que un muchacho de unos treinta y tantos años que venía en sentido contrario, se detuvo, lo miró y empezó a seguirlo, sin advertir que no estaba sólo y que yo caminaba a sus espaldas. Lo que pasaría después, llevó a decidirnos a cambiar de hostel.











1 comentario:

  1. acá la comida la sirven así; con las manos, esa es la sazón :D

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