viernes, 6 de enero de 2012

13-Despidiendo Galápagos

SANTA CRUZ, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR


Última tarde en las Islas Galápagos. Los delfines me habían despedido de sorpresivamente de Floreana, y mientras caminaba hacia la playita de la estación, me topé con una divertida plaga de pelícanos en el muelle de los pescadores. Era la hora de la venta de pescado y estas aves habían invadido el muelle a la vez que emitían unos gruñidos ensordecedores, y trataban de atrapar algo de lo que los pescadores desechaban de sus ventas. La imagen más bizarra de este espectáculo la daba una gaviota subida a un pelícano, que estaba a su vez encima del lomo de un lobo marino. Todos estirando su cuello hacia la mesada, mientras los vendedores los espantaban con un repasados, como a las moscas. En el tumulto, dos de los pelícanos pasaron corriendo por entre mis piernas.


Dejé a los pelícanos y apuré el paso porque la tarde ya terminaba y quería disfrutar los minutos que quedaban de sol, después de todo era mi último sol, mi último atardecer, mi último día allí. En la playa me encontré con la pareja de santafesinos que había conocido en la excursión a Isabela. Ellos también eran viajeros empedernidos y me contaron anécdotas de sus viajes a la Isla de Pascua, y de cuando vieron desovar a las tortugas en una playa de Costa Rica.


La playa me regaló un hermoso atardecer multicolor, y después de darme un baño me fui a comprar una gaseosa y un pan dulce. La excusa era festejar mi visita a Galápagos y celebrar mi propia despedida, junto a Karina y Adriana que se habían portado también conmigo. El menú consistió, ya como era costumbre, en una mezcla de pastas semi-preparadas de esas que vienen en sobrecitos. Juntamos mi arroz primavera con unos fideos de Karina y los huevos que había traido Adriana. Y como también había sido tan amable, y su hijo ya había volado a Quito, por lo cual se encontraba solita, invitamos a cenar a Mary, la dueña del hotel. Donde comen tres, comen cuatro. Y Mary nos deleitó con la historia de su familia, de su vida en Santa Cruz y de cómo vive todos sus días allá.

Después de la cena salí a dar mi última vuelta por la ciudad, y… si leyeron los capítulos anteriores ya sabrán a quien me encontré. Sí, a Franklin, quien charlaba animosamente con otros ecuatorianos que había conocido en la calle, uno de ellos galapagueño y ellas de Guayaquil. Me sumé al grupo y dimos una vuelta por el muelle donde hasta le enseñé unos pasos básicos de tango a una de las chicas. Después, siguió la fiesta. No la nuestra, que ya estábamos por irnos a dormir, sino la de las mantarrayas doradas que se acercaron de a montones a las azuladas luces del muelle, algunas intentando copular a otras, y ofreciendo ante nuestros ojos un espectáculo singular.




Sobre el muelle, otro animal daba la nota por la insólita escena que estaba protagonizando. Dormía profundamente recostado sobre un banco mientras una señora, sentada a su lado leía el diario. Lo que me habían dicho el día de mi llegada era totalmente cierto: en este particular rincón del planeta, todas las especies, incluso la humana, conviven en perfecta armonía.





Franklin, a todo esto, insistía en que me tomara al día siguiente un taxi con él hasta el aeropuerto. Pero yo tenía muy claro que haría el trayecto en colectivo por un dólar con cincuenta. Nos despedimos, y quedamos en vernos en el aeropuerto al mediodía siguiente. Sin embargo, después de despertar por la mañana y devolver a la tierra una bolsa completa de piedritas que había separado para llevarme de recuerdo, pero con el cargo de conciencia de estar afectando a la naturaleza, me fui en bus hasta el aeropuerto y a Franklin no lo encontré. Pero sí estaba el agradable matrimonio santafesino y también la pareja misionera con quienes me había destornillado de la risa en Floreana, y otra pareja joven con quienes había compartido el tour, y el chico que había viajado a mi lado en el vuelo desde Guayaquil. Mi avión fue uno de los últimos en salir, así que me lo pasé despidiendo gente y charlando con unos y otros en el aeropuerto como si fuese mi casa. Y es que las islas lo habían sido durante seis maravillosos días de los que me llevaba una botella de vodka vacía (me había ocupado de vaciarla la noche de año nuevo), la amistad de Franklin, Karina y Adriana, y cientos de recuerdos que esos que te llenan la vida y te alegran el alma para siempre.




Apenas arribé a Guayaquil me sonó el celular. Un mensaje de Nacho, mi compañero de viajes que había permanecido en Montañita durante mi escapada a Galápagos. “Te estoy esperando en el aeropuerto”, decía. Allí nos encontramos y mientras emprendíamos nuestro viaje por un bonito paisaje serrano nos contamos las experiencias vividas en las islas y en el continente, dos partes de un mismo país donde continuaría esta aventura: Ecuador.




 







 

2 comentarios:

  1. Buenísima la foto del lobo marino en el banco, jaja.

    Vengo leyendo todo tu viaje en orden, muy buen relato.

    Saludos.

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    1. Gracias Andrés, en unos días sigo actualizando los relatos.
      Saludos!

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