PUERTO LÓPEZ, martes 31 de enero de 2012
Mientras esperaba a Titina, me puse a charlar con su amigo. Se llamaba Ronnie y era peruano, de Pucallpa. Había conocido a Titina en Montañita. Era parchero (tatuador) y había viajado sin documentos desde su país, también había estado preso, robaron su ropa y su cámara… en fin, ¡qué no le había pasado a este personaje que sabía aprovechar muy bien su aspecto indígena para tomarse fotos con los europeos y ligarse un dolarito a cambio!
En el momento que llegué, acompañaba a Ronnie un alemán de 19 años, Eduardo, que estaba viviendo desde hacía un tiempo al lado del hostal donde se hospedaba Titina, en casa de un tipo que criaba cangrejos de colores. Eduardo trabajaba para este hombre a cambio de techo y comida. Con ellos me quedé charlando hasta que estaba ya por bajar el sol, así que decidí dejarles mi mochila y me fui a buscar a Titina por el centro de Puerto López, que estaba a unas pocas cuadras de allí.
Entonces, Titina me acompañó a buscar hospedaje. Caminamos apenas dos cuadras cuando sucedió lo imprevisible: un terrible chaparrón comenzó a caer sobre nuestras cabezas y en pocos minutos las calles se inundaron completamente. Después supimos que no había llovido tan fuerte en Puerto López desde hacía unos diez años. Unas topadoras debieron romper las calles creando una especie de arroyo para que el agua circulara hasta el mar. Mientras tanto, mi amiga y yo, completamente empapados, y cargando todo mi equipaje, seguíamos buscando un cuarto donde pudiese quedarme por unos días a un precio módico.
Lea, una de las alemanas que había conocido en Vilcabamba, me había recomendado el Hostel Sol Inn. Era un hostel con muchos europeos, con muchas áreas en común, interesante para hacer vida social, pero las habitaciones me parecieron muy calurosas y me cobraban 7 dólares por una cama en cuarto compartido. Decidí entonces quedarme en otro hostel, justo enfrente del Sol Inn, donde la vida social era igual a cero, pero tenía un cuarto para mi solo, con baño privado por 8 dólares la noche. La arquitectura era similar a la de todos los hostales de Puerto López: rústica, construida en madera y techos de palmera. Después de secarnos, le presté a Titina una remera y nos fuimos a comer pizza.
Al día siguiente fui a buscarla a su hostal y nos quedamos hasta la noche junto a la carpa de Ronnie, con Eduardo el alemán, unas chilenas que se hospedaban en el Sol Inn, un muchacho pelilargo, que hablaba raro y nunca entendimos de qué país era, y que instaló también su carpa ahí, y tres guayaquileños que Titina y Ronnie habían conocido durante los días previos a mi llegada.
Lo más lamentable era que para llegar hasta nuestro punto de encuentro (la carpa de Ronnie, frente al hostal de Titina), debía atravesar los agujeros dejados por las topadoras, metiéndome en el barro hasta la rodilla. En una ocasión, mi sandalia quedó enterrada en el lodo y no podía encontrarla, mientras unos gigantes y horribles cangrejos que se habían escapado del criadero donde vivía Eduardo corrían a mi alrededor.
El día siguiente, al fin el sol estaba radiante, y nos fuimos con Titina a Los Frailes, la playa más linda que conocí en Ecuador continental. Arenas blancas y olas gigantescas. Una de ellas dejó a Titina literalmente sentada en las alturas mientras yo la miraba desde abajo, antes de empezar a rodar en posición fetal hasta la orilla cubierto por la espuma.
Mientras esperaba a Titina, me puse a charlar con su amigo. Se llamaba Ronnie y era peruano, de Pucallpa. Había conocido a Titina en Montañita. Era parchero (tatuador) y había viajado sin documentos desde su país, también había estado preso, robaron su ropa y su cámara… en fin, ¡qué no le había pasado a este personaje que sabía aprovechar muy bien su aspecto indígena para tomarse fotos con los europeos y ligarse un dolarito a cambio!
En el momento que llegué, acompañaba a Ronnie un alemán de 19 años, Eduardo, que estaba viviendo desde hacía un tiempo al lado del hostal donde se hospedaba Titina, en casa de un tipo que criaba cangrejos de colores. Eduardo trabajaba para este hombre a cambio de techo y comida. Con ellos me quedé charlando hasta que estaba ya por bajar el sol, así que decidí dejarles mi mochila y me fui a buscar a Titina por el centro de Puerto López, que estaba a unas pocas cuadras de allí.
Puerto López es un pueblo de pescadores, muy tranquilo,
visitado por mochileros y artesanos. Mientras estaba tomando unas imágenes de
la única cuadra peatonal que hay en el pueblo, descubrí a Titina, conversando
con una colombiana. Volvimos por mi mochila, y en el camino me mostró el
precioso mural que había terminado de pintar el día anterior, sobre la pared de
los baños públicos que están en la playa.
Entonces, Titina me acompañó a buscar hospedaje. Caminamos apenas dos cuadras cuando sucedió lo imprevisible: un terrible chaparrón comenzó a caer sobre nuestras cabezas y en pocos minutos las calles se inundaron completamente. Después supimos que no había llovido tan fuerte en Puerto López desde hacía unos diez años. Unas topadoras debieron romper las calles creando una especie de arroyo para que el agua circulara hasta el mar. Mientras tanto, mi amiga y yo, completamente empapados, y cargando todo mi equipaje, seguíamos buscando un cuarto donde pudiese quedarme por unos días a un precio módico.
Lea, una de las alemanas que había conocido en Vilcabamba, me había recomendado el Hostel Sol Inn. Era un hostel con muchos europeos, con muchas áreas en común, interesante para hacer vida social, pero las habitaciones me parecieron muy calurosas y me cobraban 7 dólares por una cama en cuarto compartido. Decidí entonces quedarme en otro hostel, justo enfrente del Sol Inn, donde la vida social era igual a cero, pero tenía un cuarto para mi solo, con baño privado por 8 dólares la noche. La arquitectura era similar a la de todos los hostales de Puerto López: rústica, construida en madera y techos de palmera. Después de secarnos, le presté a Titina una remera y nos fuimos a comer pizza.
Al día siguiente fui a buscarla a su hostal y nos quedamos hasta la noche junto a la carpa de Ronnie, con Eduardo el alemán, unas chilenas que se hospedaban en el Sol Inn, un muchacho pelilargo, que hablaba raro y nunca entendimos de qué país era, y que instaló también su carpa ahí, y tres guayaquileños que Titina y Ronnie habían conocido durante los días previos a mi llegada.
El segundo día, el clima había mejorado, pero seguía nublado
y fresco, cada tanto lloviznaba un poco, no eran días para estar en la playa,
aunque aprovechamos los momentos en que se podía tomar un poco de sol. Aquella
tarde, caminamos con Titina hasta un extremo de la playa donde hay unas cuevas,
y en el camino me encontré con aquellas tres chicas de Mar del Plata, que me
habían socorrido dándome agua durante el ascenso desde la laguna Quilotoa. Al
atardecer, fui caminando por la playa con Eduardo hasta el otro extremo de
Puerto López y terminamos la noche con Ronnie y Titina en la plaza tomando cerveza
con los artesanos.
Lo más lamentable era que para llegar hasta nuestro punto de encuentro (la carpa de Ronnie, frente al hostal de Titina), debía atravesar los agujeros dejados por las topadoras, metiéndome en el barro hasta la rodilla. En una ocasión, mi sandalia quedó enterrada en el lodo y no podía encontrarla, mientras unos gigantes y horribles cangrejos que se habían escapado del criadero donde vivía Eduardo corrían a mi alrededor.
Una de las ideas más divertidas que tuvimos fue la de comer
pescado recién traido del puerto, y cocinarlo nosotros mismos en la playa. El
tercer día, Ronnie cumplió con su tarea de ir a “manguear” algunos pescados al
puerto, y para nuestra sorpresa, apareció con una bolsa repleta de kilos de
pescados frescos que le habían regalado los pescadores. Después de lavar los
pescados en el mar, y divirtiéndonos con Titina y yo fuimos a comprar unas
papas, unos tomates, cebollitas, zanahorias y otras cosas para preparar nuestro
“almuerzo artesanal”, mientras Ronnie encendía el fuego. Pero Titina me lo
advirtió: “este Ronnie viene de la selva pero dudo que sepa encender un fuego”,
y tenía razón. Cuando volvimos, Ronnie intentaba en vano encender un fuego, en
un pozo que había hecho en la arena, con ayuda de los tres guayaquileños. Entre
los seis conseguimos encenderlo pero era un fuego tan triste que parecía que
íbamos a comer el día que llegase la próxima tormenta a Puerto López.
El encargado del hostel de Titina, al vernos se apiadó de
nosotros y fue a la casa de su madre que vivía al lado y nos trajo una
parrillita. Luego la señora nos mandó platos y cubiertos, y por último, al ver
lo inútiles que éramos, nos invitó a usar su cocina y a freir los pescados en una sartén. Además nos
mandó un montón de plátanos fritos. La comida estuvo muy rica, aunque las papas
nunca llegaron a dorarse. Sobró mucho, y decidimos dejarlo para la cena, pero
pasadas las diez de la noche, cuando le golpeamos la puerta a la señora con la
intención de cenar, nos dijo que como ya era tarde pensó que no querríamos
comer los pescados, y se los había comido ella con su familia. Media manzana
fue toda mi cena aquella noche, y después de atravesar por enésima vez en el
día el pozo de lodo con cangrejos, me fui a comer una hamburguesa en uno de los
puestos de la playa, y luego a dormir.
El día siguiente, al fin el sol estaba radiante, y nos fuimos con Titina a Los Frailes, la playa más linda que conocí en Ecuador continental. Arenas blancas y olas gigantescas. Una de ellas dejó a Titina literalmente sentada en las alturas mientras yo la miraba desde abajo, antes de empezar a rodar en posición fetal hasta la orilla cubierto por la espuma.
En Los Frailes no hay puestos donde pueda comprarse comida,
pero nosotros no lo sabíamos. Afortunadamente, una de las chilenas que habíamos
conocido apareció vendiendo panqueques de dulce de leche, y el golpe de suerte
de aquel día lo tuvimos cuando yo le decía a Titina “Daría mi vida en este
momento por un sanguchito de pan lactal con jamón, queso y mayonesa”. No
pasaron cinco minutos de haber manifestado aquel deseo, cuando un muchacho que
estaba cerca nuestro con su pareja, vino hacia nosotros y nos dijo:
-“Disculpen, escuché que fueron a comprar comida y no
consiguieron nada. A nosotros nos sobró un poco de pan y algo de fiambre. ¿Lo
quieren? Porque con el calor se va a poner feo enseguida”.
No hace falta que aclare cual fue nuestra respuesta. El pan
lactal, y hasta la mayonesa vinieron incluidos. Aquel día parecía perfecto.
Titina se quedó conversando un rato con la chilena y yo
decidí subir al mirador desde donde se ve la playa lindera a Los Frailes, todo
ese sector pertenece al Parque nacional Machalilla. Cuando nos fuimos tomamos
un mototaxi hasta la entrada, y Titina propuso caminar por la ruta. No sé para
qué acepté, porque una vez que nos alejamos de la parada de colectivos, ninguno
paraba en medio de la ruta y para colmo empezó a lloviznar. Por suerte, pasó
otro mototaxi con una pareja y nos llevó de regreso a Puerto López.
Aquella
noche terminamos junto a a Titina, Ronnie, y Eduardo, cocinando y cenando los
pescados que habían quedado en la bolsa, con bananas fritas y otras cosas, en
la casa de la señora que tan amablemente nos cobijó. Ya bien tarde, me fui a
tomar unas cervezas con Ronnie, las chilenas y los guayaquileños. Había pasado
momentos muy divertidos en Puerto López. Tenía la sensación de que estaba allí
hacía mucho más que cuatro días. Me despedí de Titina al día siguiente, cuando
decidí que ya era hora de partir hacia Guayaquil, mi destino final en Ecuador.
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