LATACUNGA, ECUADOR, martes 17 de enero de 2012
Tomamos un bus hasta un pueblo cuyo nombre no recuerdo, y a lo largo del viaje, pudimos ver al fin el volcán Tungurahua, que se había ocultado de nuestra vista mientras estuvimos en Baños. Después hicimos trasbordo hasta
Latacunga, en otro micro que continuaba viaje hasta quien sabe donde y nos dejó en medio
de la ruta, frente a la Terminal. La
ciudad se veía sucia y oscura. Preguntamos donde había algún hotel y un hombre nos
dijo que encontraríamos algunos a una cuadra de allí, cruzando las vías. Allá
fuimos, había tres o cuatro trenes frente a unas vías en evidente estado de
abandono, y mientras Nacho preguntaba en uno yo toqué timbre en otro. Se abrió
la puerta, ingresé y al consultar acerca de las tarifas el recepcionista me
preguntó: “¿por cuántas horas?”, a lo que más tarde agregó: “solo tenemos camas
matrimoniales”. Claro, a esa altura yo ya había adivinado que tipo de hotel era
ése, y no precisamente el que yo andaba buscando. Terminamos hospedándonos en
el Hostal Pillareñita por 7 dólares la noche, TV y baño compartido.
Aquella noche comimos una pizza riquísima, de distintos sabores y muy barata (7.50 dólares con gaseosa incluida) en
Quilotoa era nuestro primer destino. Nos levantamos bien
temprano y tomamos un bus hasta Zumbahua, y una vez allí un taxi nos llevó
hasta la entrada a la Laguna Quilotoa.
Después de abonar 2 dólares de ingreso, tuvimos ante nuestros ojos, una de las
lagunas más espectaculares que vi en mi vida. El color esmeralda y el cielo
reflejado en las aguas que colman el interior del cráter conforman un paisaje
de una belleza singular.
Cuando vi semejante cosa ante mis ojos, en lo primero que pensé fue en bajar para verla más de cerca y dar un paseo en bote en aquellas aguas. Así lo hice, sin preocuparme mucho por lo que sería el ascenso cuando tuviera que regresar. En media hora estuve abajo, y ahora, desde cerca, la laguna no era tan maravillosa. El color no era tan esmeralda ni se veía el cielo reflejado. Sólo causaba cierta impresión mirar para arriba y saber que uno se encontraba en el fondo de un cráter. Unas chicas volvían de navegar en un bote, un chico europeo, y otro argentino tomaban fotos por allí, y más a lo lejos un tipo tocaba el saxo llenando la inmensidad del paisaje con su música.
Al cabo de un rato decidí volver, lo fui haciendo despacio,
cada vez más despacio y tuve que sacarme casi toda la ropa que llevaba puesta.
El sol pegaba muy fuerte, hacía calor y el frío del que me habían hablado
brillaba por su ausencia: uno de mis dos pantalones, dos pares de medias, dos remeras, un
suéter, todo fue a parar a la mochila.
Las tres chicas que habían navegado resultaron ser de Mar
del Plata. Con ellas fui subiendo a paso de tortuga, ya arrepentido de haber
bajado, y lo peor, sin un trago de agua para hidratarme, ya que la única
botella con agua que teníamos se la había quedado Nacho que se había quedado
sacando fotos plácidamente desde la cima. Las chicas me convidaban agua y yo
creo que creían que iría a desmayarme en cualquier momento porque a cada rato
me preguntaban si me sentía bien. Y en verdad, no me sentía bien, estaba algo
mareado y me faltaba un poco el aire. Una hora y media duró la travesía, al fin
de la cual me dije: “nunca más hago esto sin pensarlo antes dos veces”.
Apenas llegué arriba, un micro partía directo para
Latacunga, y si decidíamos quedarnos un rato más, debíamos esperar dos horas,
al cabo de las cuales saldría un micro pero solamente hasta Zumbahua, tras lo
cual deberíamos esperar allá algún otro que tuviese a Latacunga como destino.
Así que nos fuimos nomás, y una vez de nuevo en la ciudad, comimos unas pizzas
y salimos a recorrer el casco antiguo, bonito pero nada del otro mundo.
A la mañana del día siguiente tomamos un micro que nos dejó
en la entrada del Parque Nacional Cotopaxi. Ahí, una camioneta nos cobró 20
dólares a cada uno para recorrer el parque y llegar hasta la base del volcán
que le da el nombre. Eran ya como las once de la mañana y corríamos el riesgo
de no ver el volcán, ya que por alrededor del mediodía suele nublarse.
Sin embargo, llegamos a tiempo, por tan solo unos minutos la
blanca cima del Cotopaxi se dejó ver ante nuestros ojos. Al cabo de 10 minutos,
mientras tomábamos unas fotos, se nubló casi por completo y solo alcanzaba a
verse el refugio y dos andinistas que habían llegado junto con nosotros y que
caminaban hacia él entre la nieve.
Nacho, a todo esto estaba súper emocionado porque estaba viendo nieve por primera vez en su vida, y se tomaba fotos en pequeños montoncitos de escarcha que había a nuestro alrededor, hasta que, por efectos de la altura su cámara dejó de funcionar, y murió literalmente. No más fotos para el emocionado correntino.
En este último punto, cometimos un gran error: El parque
nacional está a medio camino entre Latacunga y Quito. Siendo Quito nuestro
próximo destino, podríamos haber partido desde allí mismo, sin necesidad de
regresar hasta Latacunga, pero habíamos dejado nuestras mochilas en el hotel,
porque el recepcionista nos dijo que en el parque no tendríamos donde
guardarlas ni quien las cuidara mientras hacíamos el paseo. El tipo estaba
totalmente desinformado porque las mochilas podían haber ido tranquilamente en
la camioneta mientras hacíamos el tour y nos hubiésemos ahorrado mucho tiempo
de viaje, llegando a Quito por la tarde y no por la noche y bajo una lluvia
torrencial, como lo hicimos, en compañía de aquellas maestras que habíamos
conocido en el Hostal El Monarca de Cuenca.
Ver http://www.viajaresmidestino.blogspot.com.ar/2012/01/15-el-cajas-ingapirca-lluvia-y.html Sí, las mismas que habían llevado decenas de mapa de cada ciudad ecuatoriana, y
que no lograban ponerse de acuerdo sobre si ir a Riobamba o a Alausí para tomar
el tren a la Nariz
del Diablo. Finalmente no hicieron ni una cosa ni la otra y terminaron
encontrándose con nosotros en el micro que salió aquella tarde de Latacunga y
que llegó a Quito en una noche tan lluviosa, que hizo de nuestra llegada a la
capital del Ecuador, uno de los momentos que siempre iremos a recordar. Ya lo “leerán…” Sí, las mismas que habían llevado decenas de mapa de cada ciudad ecuatoriana, y
que no lograban ponerse de acuerdo sobre si ir a Riobamba o a Alausí para tomar
el tren a la Nariz
del Diablo. Finalmente no hicieron ni una cosa ni la otra y terminaron
encontrándose con nosotros en el micro que salió aquella tarde de Latacunga y
que llegó a Quito en una noche tan lluviosa, que hizo de nuestra llegada a la
capital del Ecuador, uno de los momentos que siempre iremos a recordar. Ya lo “leerán…”
Excelente! Qué bueno que volvieron las aventuras. Es gloriosa tu foto con el trasero del maniquí y me dio mucha lástima lo de la cámara de Nacho =(
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