SANTA CRUZ, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR
Dejé a los pelícanos y apuré el paso porque la tarde ya
terminaba y quería disfrutar los minutos que quedaban de sol, después de todo
era mi último sol, mi último atardecer, mi último día allí. En la playa me
encontré con la pareja de santafesinos que había conocido en la excursión a
Isabela. Ellos también eran viajeros empedernidos y me contaron anécdotas de
sus viajes a la Isla
de Pascua, y de cuando vieron desovar a las tortugas en una playa de Costa
Rica.
Sobre el muelle, otro animal daba la nota por la insólita escena que estaba protagonizando. Dormía profundamente recostado sobre un banco mientras una señora, sentada a su lado leía el diario. Lo que me habían dicho el día de mi llegada era totalmente cierto: en este particular rincón del planeta, todas las especies, incluso la humana, conviven en perfecta armonía.
Apenas arribé a Guayaquil me sonó el celular. Un mensaje de Nacho, mi compañero de viajes que había permanecido en Montañita durante mi escapada a Galápagos. “Te estoy esperando en el aeropuerto”, decía. Allí nos encontramos y mientras emprendíamos nuestro viaje por un bonito paisaje serrano nos contamos las experiencias vividas en las islas y en el continente, dos partes de un mismo país donde continuaría esta aventura: Ecuador.
Última tarde en las Islas Galápagos. Los delfines me habían
despedido de sorpresivamente de Floreana, y mientras caminaba hacia la playita
de la estación, me topé con una divertida plaga de pelícanos en el muelle de
los pescadores. Era la hora de la venta de pescado y estas aves habían invadido
el muelle a la vez que emitían unos gruñidos ensordecedores, y trataban de
atrapar algo de lo que los pescadores desechaban de sus ventas. La imagen más
bizarra de este espectáculo la daba una gaviota subida a un pelícano, que
estaba a su vez encima del lomo de un lobo marino. Todos estirando su cuello
hacia la mesada, mientras los vendedores los espantaban con un repasados, como
a las moscas. En el tumulto, dos de los pelícanos pasaron corriendo por entre
mis piernas.
La playa me regaló un hermoso atardecer multicolor, y
después de darme un baño me fui a comprar una gaseosa y un pan dulce. La excusa
era festejar mi visita a Galápagos y celebrar mi propia despedida, junto a
Karina y Adriana que se habían portado también conmigo. El menú consistió, ya
como era costumbre, en una mezcla de pastas semi-preparadas de esas que vienen
en sobrecitos. Juntamos mi arroz primavera con unos fideos de Karina y los
huevos que había traido Adriana. Y como también había sido tan amable, y su
hijo ya había volado a Quito, por lo cual se encontraba solita, invitamos a
cenar a Mary, la dueña del hotel. Donde comen tres, comen cuatro. Y Mary nos
deleitó con la historia de su familia, de su vida en Santa Cruz y de cómo vive
todos sus días allá.
Después de la cena salí a dar mi última vuelta por la
ciudad, y… si leyeron los capítulos anteriores ya sabrán a quien me encontré.
Sí, a Franklin, quien charlaba animosamente con otros ecuatorianos que había
conocido en la calle, uno de ellos galapagueño y ellas de Guayaquil. Me sumé al
grupo y dimos una vuelta por el muelle donde hasta le enseñé unos pasos básicos
de tango a una de las chicas. Después, siguió la fiesta. No la nuestra, que ya
estábamos por irnos a dormir, sino la de las mantarrayas doradas que se
acercaron de a montones a las azuladas luces del muelle, algunas intentando
copular a otras, y ofreciendo ante nuestros ojos un espectáculo singular.
Sobre el muelle, otro animal daba la nota por la insólita escena que estaba protagonizando. Dormía profundamente recostado sobre un banco mientras una señora, sentada a su lado leía el diario. Lo que me habían dicho el día de mi llegada era totalmente cierto: en este particular rincón del planeta, todas las especies, incluso la humana, conviven en perfecta armonía.
Franklin, a todo esto, insistía en que me tomara al día
siguiente un taxi con él hasta el aeropuerto. Pero yo tenía muy claro que haría
el trayecto en colectivo por un dólar con cincuenta. Nos despedimos, y quedamos
en vernos en el aeropuerto al mediodía siguiente. Sin embargo, después de
despertar por la mañana y devolver a la tierra una bolsa completa de piedritas
que había separado para llevarme de recuerdo, pero con el cargo de conciencia
de estar afectando a la naturaleza, me fui en bus hasta el aeropuerto y a
Franklin no lo encontré. Pero sí estaba el agradable matrimonio santafesino y
también la pareja misionera con quienes me había destornillado de la risa en
Floreana, y otra pareja joven con quienes había compartido el tour, y el chico
que había viajado a mi lado en el vuelo desde Guayaquil. Mi avión fue uno de
los últimos en salir, así que me lo pasé despidiendo gente y charlando con unos
y otros en el aeropuerto como si fuese mi casa. Y es que las islas lo habían
sido durante seis maravillosos días de los que me llevaba una botella de vodka
vacía (me había ocupado de vaciarla la noche de año nuevo), la amistad de
Franklin, Karina y Adriana, y cientos de recuerdos que esos que te llenan la
vida y te alegran el alma para siempre.
Apenas arribé a Guayaquil me sonó el celular. Un mensaje de Nacho, mi compañero de viajes que había permanecido en Montañita durante mi escapada a Galápagos. “Te estoy esperando en el aeropuerto”, decía. Allí nos encontramos y mientras emprendíamos nuestro viaje por un bonito paisaje serrano nos contamos las experiencias vividas en las islas y en el continente, dos partes de un mismo país donde continuaría esta aventura: Ecuador.
Buenísima la foto del lobo marino en el banco, jaja.
ResponderEliminarVengo leyendo todo tu viaje en orden, muy buen relato.
Saludos.
Gracias Andrés, en unos días sigo actualizando los relatos.
EliminarSaludos!