QUITO, ECUADOR, domingo 29 de enero de 2012
Cuando llegué a la Terminal de Carcelén, otra vez me sentó un poco agitado y mareado. Me senté en el piso y esperé allí al metrobús que demoró bastante en llegar. Llegué a las cercanías del parque El Ejido y me dirigí hasta la terminal de la empresa de transportes Imbabura, con la que viajaría aquella noche a Canoa, desde allí mismo, sin tener que ir hasta la terminal de Quitumbes en el otro extremo de la ciudad. Así que compré mi pasaje, dejé mi mochila ahí guardada y me fui a almorzar. Después di unas vueltas por el parque El Ejido, que aquel domingo estaba lleno de gente, artistas callejeros y vendedores ambulantes.
Luego de un buen rato en un cíber café de la Avenida Amazonas, me fui al teatro Malayerba para ver la obra “La razón blindada” de Arístides Vargas uno de los más excelsos dramaturgos latinoamericanos contemporáneos.. El teatro es pequeño y acogedor. Se encuentra frente al parque La Alameda, junto a una iglesia. El problema para llegar es que casi nadie lo conoce, y no hay ningún letrero que indique que allí hay un teatro. Es necesario subir las escaleras como entrando a la Iglesia para poder ubicarlo. La obra fue magnífica, y la sorpresa mayor consistió en ver a actuar al mismísimo Arístides y su partenaire Gerson Guerra, y conversar con ellos después de una función que me emocionó hasta las lágrimas.
Ya anochecía cuando salí, y me fui a cenar a un restaurante
cerca de Plaza Foch. Comí unos riquísimos tallarines con crema, y mientras
estaba en eso me encontré ahí con uno de los muchachos que habíamos conocido
bajo la lluvia en el Parque Nacional El Cajas, y que me había comentado de
ciertos amigos en común. Después de la cena, me quedé haciendo tiempo. No había casi
nadie en la calle ni nada interesante que hacer por allí, así que me quedé en
Plaza Foch, donde al menos había vigilancia, fumando tranquilo, hasta que se
acercó la hora de tomar mi bus hacia Canoa, y taxi mediante me fui hasta la
Terminal.
A Canoa llegué a las cinco de la mañana, era de noche, y había una desolación absoluta. Todo cerrado. Fuimos pocos los que bajamos ahí, ya que el micro seguía hacia otros destinos: dos francesas que se iban a un camping, un muchacho que se quedaría en lo de un amigo, un grupito de chilenos y yo, que comencé a tocar timbres en todos los lugares donde leía “hospedaje”, y en cada esquina me cruzaba con los chilenos que estaban en la misma que yo, hasta que un hombre salió no sé de dónde y nos acompañó hasta un hotel, ahí nomás, a una cuadra de la playa y a media de la calle principal. Cuando entramos al hotel tomé el toro por las astas y dije “somos cinco” (como si yo estuviese con los chilenos). Sospechaba que en un cuarto para mi solo me querrían arrancar la cabeza con la tarifa. Una vez que arreglamos el precio (8 dólares por persona), expliqué que necesitábamos un cuarto para cuatro personas y otro para una sola.
El cuarto que me tocó era en un segundo piso, y muy cómodo,
amplio, con balcón a la calle y baño privado. Me acosté a dormir un rato y
cuando me levanté, cerca de las 11 me fui derechito a la playa. No había mucha
gente, la mayoría estaba almorzando, y el sol pegaba muy fuerte. Después de
tomar un buen solcito almorcé en un puesto de la playa un omelette de camarones
mientras charlaba con unos nenes que jugaban con cangrejos muertos en unos vasos descartables.
Más tarde fui al cíber, y para mi sorpresa, cuando salí estaba lloviznando, así que me fui al hotel a ordenar un poco mi equipaje, sacar cuentas, y organizar mis últimos días en Ecuador. El problema fue que no encontraba en mi mochila las llaves del cuarto para entrar, y después de un buen rato sentado en la puerta de la habitación revolviendo mi mochila una y otra vez, pensé que lo resolvería fácilmente entrando por la ventana. ¡Grave error! Ya había notado que la ventana era bastante floja y que cada vez que uno la abría, se salía del eje por donde debía correr, y lo tuve en cuenta pero sin embargo sucedió lo fatal: abrí la ventana, salté, entré al cuarto y una vez que estaba adentro sentí un terrible estallido a mis espaldas. La ventana se había caído hacia fuera y el vidrio se hizo pedazos contra el suelo, y yo allí, atónito, con un rectángulo vacío ante mis ojos. Enseguida subió la encargada y le expliqué lo sucedido, luego de que trajo una escoba y la ayudé a juntar los vidrios destrozados.
Después del lamentable episodio de la ventana, volví a la
playa y me quedé allí conversando con un muchacho que alquilaba tablas de surf
hasta que se ocultó el sol. Ya por la noche, los jóvenes empezaron a
concentrarse un poco en la calle principal y después de comer de una
hamburguesa en un bar me fui al hotel donde me quedé hasta dormirme. Canoa
tenía una linda playa, con un mar dorado magnífico teñido por el sol, pero me
estaba aburriendo ahí solo. No había museos, ni edificios, ni otra cosa
interesante que hacer, que no fuera pasarse todo el día en la playa, y para eso
prefería ir a Puerto López, donde Titina, una compañera de trabajo se
encontraba desde hacía unos días.
A la mañana siguiente dejé el hotel y a pocas cuadras tomé
un micro hasta Bahía de Caráquez y alli tomé otro bus hacia Jipijapa, una vez
en este pueblo (que tiene la Terminal de buses más sucia que mi en mi vida),
tomé el tercer bus que me dejó al fin en Puerto López. En total los tres micros
me costaron 7.50 dólares.
Al bajar del bus me tomé un mototaxi hasta el hostal que me
había indicado Titina, que tenía unas cabañitas frente a la playa, y así,
después de muchas horas de viaje, en un colorido mototaxi cuyo conductor iba
escuchando música a todo volumen, llegué al hostel. El primer inconveniente: Titina
no estaba en ese momento, y además no tenían cuartos ni camas disponibles.
Frente al hostal había una pequeña pérgola bajo la cual se divisaba una carpa
azul, y el dueño del hostel me indicó que esa carpa era de Titina, que un amigo
de ella estaba viviendo ahí. Crucé la calle y me fui a conocer entonces al
amigo de compañera, que se iría convirtiendo en pocas horas, en amigo mío
también.
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