GUAYAQUIL, ECUADOR, sábado 4 de febrero de 2012
Entre que llegué a Guayaquil, me instalé nuevamente en el
Hostal Manso, me di una ducha y comí algo, me agarró la noche. Como a las 22 me
fui a recorrer los bares de la zona rosa, después me metí en una disco donde
conocí a un grupo de muchachos y cuando cerró, nos fuimos todos a otra disco,
bastante lejos de allí, donde al menos estuvo abierto hasta las 5 a.m.
Cuando regresé al Hostal Manso me encontré con una noticia
inesperada. A las 12 debía abandonar mi cuarto, ya que no había hecho ninguna
reserva para los días posteriores y dos muchachos estaban durmiendo en los
sillones del hall, a la espera de que se desocupase alguna cama.
No era la primera vez que me sucedía algo así, y esta vez me
pasó porque en Guayaquil, los hostales son bastante más caros que en el resto
de Ecuador. Entonces pensé que en los días siguientes podría tal vez encontrar
un hostal más económico, que los 11.60 dólares que pagaba en el Manso. Fue un
gran error. El empleado del Manso, muy amable, llamó a unos cuántos hostales
cuyo precio era similar al de ellos, y terminé yendo a pocas cuadras de ahí, al
Hotel Pacífico, sobre la calle Escobedo, donde pagué 12 dólares por una
habitación individual con baño privado y TV.
Lo que quedaba del domingo y el lunes, ya etapa final de mi
viaje, me dediqué a descansar, a recorrer el malecón, la Avenida 9 de octubre,
el Parque Centenario, algunas calles e iglesias, el barrio Las Peñas y el cerro
Santa Ana. Durante la noche, como no era seguro andar caminando solo, después
de cenar me quedaba viendo películas en el hotel.
El martes, mi último día en Ecuador, armé por última vez mi
equipaje y por la tarde aquellos amigos que me habían recibido tan bien en mi
breve paso por Guayaquil el 30 de diciembre me vinieron a buscar. Diana y
Héctor me pasaron a buscar como a las dos de la tarde y fuimos al Museo
Municipal, un museo sumamente interesante donde nos quedamos haciendo la visita
guiada hasta que cerraron. Piero, uno de los guías, tambien pertenece al grupo
de Diana y Héctor y fue el encargado de mostrarnos la parte arqueológica del
museo y desentrañar muchos de sus misterios.
Nuestro paseo siguió por el malecón hasta desembocar en la
base del cerro Santa Ana. Allí nos encontramos con Juan, y subimos todos hacia
un bar que tenía una excelente vista del río. Compartimos unas cervezas, y ya
era de noche cuando bajamos y casi al llegar a la base, para mi sorpresa,
apareció Franklin, el mismo que me había acompañado un mes atrás durante mi
estadía en las islas Galápagos. Franklin había llegado con más de tres horas de
demora, y al parecer venía de correr porque estaba completamente transpirado.
Caminamos nuevamente por el malecón, y nos despedimos
enseguida, no sin antes ser testigos de una imagen bastante bizarra: unos bomberos
intentaban sacar del río una vaca muerta que había sido traída por el Guayas
quien sabe desde dónde. Se me hacía
tarde para tomar mi vuelo.
Con Diana, Héctor y Juan nos dirigimos al hotel Pacífico,
donde Fernando, el coordinador del grupo, nos esperaba con su auto. Entonces
recogí mi mochila y todos nos fuimos hasta el aeropuerto. Allí nos despedimos,
tomé un café, y abordé el avión que debía salir a las 12 de la noche, sin
embargo, a aquella hora, se largó una terrible tormenta eléctrica que nos
retuvo arriba del avión durante dos horas. Finalmente, contradiciendo todos los
pronósticos de los pasajeros, el vuelo despegó cuando parecía llover más fuerte
que al principio, en medio de las nubes negras e impresionantes rayos, y con
unas turbulencias dignas de una película de cine catástrofe.
Como a las 8 de la mañana aterricé en Buenos Aires. Dejaba
atrás innumerables momentos de diversión, paisajes maravillosos, amistades
nuevas, anécdotas insólitas, playas, selvas, sierras, islas, volcanes, tortugas
gigantes, ciudades coloniales… Y renacía la expectativa por el próximo viaje…
Ahora había que esperar un año, pero también había que editar videos, subir
fotos a la web, elegir mi próximo destino y planificar el siguiente viaje. Y
también escribir este diario, mientras dure la espera.
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