ISABELA, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR, miércoles 4 de enero de 2012
Algún día había que empezar a vaciar el bolsillo, y
despojarse de los billetitos verdes que uno había atesorado durante tanto
tiempo. Y sí. Después de todo estaba en las Islas Galápagos, y todavía no había
gastado ni la mitad de lo que me dijeron que gastaría. Era hora entonces de
causarle un poco de dolor al bolsillo. Y contraté entonces mi excursión a
Isabela, la más grande del archipiélago, por 70 dólares. Recorrí casi toda la ciudad
en busca de una oferta más económica pero no lo hubo, y eso que en la agencia
donde finalmente contraté el tour, me hicieron precio porque me aparecí con
media docena de personas que me llevé casi a la fuerza cuando terminamos el
tour de la bahía del día anterior.
Pero ninguno de ellos terminó contratando el tour, a
excepción de quien escribe. Aún cuando la vendedora parecía hacer todo lo
posible por no vendérmelo. “Y bueno, fíjese si consigue otro más barato,
amigo”, me decía. El punto culminante fue cuando me contó que aquella mañana,
un muchacho oriental había sido hallado muerto mientras hacía snorkel en la
costa de Isabela, en el mismo lugar donde pretendía ir yo a hacer lo mismo.
“¿Usted anda solo? Por las dudas déjeme el teléfono de algún familiar”, me
dijo. Tan consternada estaba la pobre, que me dejó gratis el equipo de snorkel
que le había alquilado para la bahía. “Lléveselo, cuando vuelva de Isabela me
lo regresa, me dijo”.
Después de desayunar en un bar frente al muelle, junto a
unos pajaritos que picoteaban las miguitas de pan que se me caían en la mesa,
me fui al muelle de donde partió el tour a Isabela con una decena de pasajeros,
entre ellos dos chilenos y un matrimonio de argentinos de la provincia de Santa
Fé, con quienes me lo pasé charlando todo el tiempo. Me habían dicho que era
común descomponerse o sentirse mal durante las dos horas de viaje, ya que el
bote es pequeño y en todo el trayecto se sufre un movimiento incesante de subir
y bajar, por lo cual casi la mitad de los pasajeros estaba a punto de vomitar,
más aun teniendo en cuenta que todos recién terminaban de desayunar.
Isabela tiene unos 2.200 habitantes, y su capital, donde
desembarcamos se llama Puerto Villamil. La isla cuenta con unos cuantos
atractivos, entre ellos cinco volcanes en actividad y los restos de una cárcel,
por lo que mucha gente elige quedarse allí unos días. Era el caso de Sofía y su
novio, a quienes crucé mientras hacíamos el paseo en una chiva. También vi
desde lejos a aquel rosarino de la arena “blanca como la merca” que había
conocido la noche de año nuevo. Lo primero que vimos, en una laguna
amarillenta, fue unos flamencos que se supone llegaron allí volando, cosa que a
mi me resultaba poco creíble, ya que el mismo guía explicó que los flamencos
son de vuelo corto, pero bueno, ya he comprobado que no siempre hay que creerle
a los guías.
Después fuimos a un centro de crianzas de tortugas, similar al
de la Estación
Charles Darwin, pero aquí se podía ver en un sitio más
pequeño a una importante cantidad de tortugas de Galápagos de distintas edades.
Nos mostraron como se la estudia y se las preserva con el fin de repoblar el
achipiélago con estos animales únicos en el mundo. El guía explicaba que en
1994 las tortugas adultas fueron trasladadas hasta allí en helicópteros desde
diversos puntos de la isla. Allí tuvimos oportunidad de apreciar las plantas
nativas del lugar, y de acceder a una explicación pormenorizada sobre la vida
de las tortugas, que hasta ahora no había tenido. Supe entonces que podían
llegar a vivir más de 150 años, pesar más de 400 kilos, y que pueden pasar como
un año y medio sin ingerir líquidos. (“¡Cómo no se mueren de sed!”, pensaba yo
aquella mañana del lunes mientras las veía en medio de una calle interminable,
tratando de llegar a no sé donde). Además comprendí el brutal proceso de
extinción que han sufrido estos animales pasando de 250.000 en el siglo XVI a
menos de 3.000 en la década del 70 y alcanzar la suma de 20.000 ejemplares en
la actualidad gracias a los esfuerzos realizados en pos de su conservación.
Después de la visita al centro de crianzas fuimos a una playa, que nunca supe como se llamaba, pero era espectacular, de película, y el día estaba tan radiante que terminó siendo esta la playa que más disfruté en las islas. Aguas mansas, arenas blanquísimas y un mirador al que desde luego subí para apreciar la magnificencia del paisaje. Si el paraíso existía, sin duda quedaba allí.
Con la panza llena continuamos el tour, que siguió en Las
Tintoreras, un islote ubicado a 10 minutos de Puerto Villamil. Allí caminamos por
un sendero de lava, entre un campo de líquenes blancos que se extendían sobre
las rocas negras, y observamos unas grietas donde descansaban esos tiburones
llamados “tintoreras”, que a aquella altura, ya eran mis mejores amigos. Era
impresionante la cantidad de iguanas que se amontonaban una sobre otra, muchas
de ellas trepándose de las rocas al mejor estilo Spiderman, pero con dos
docenas de sus hermanas encima de ellas. En el camino, vimos una iguana grande
dormida sobre una roca, y el guía nos explicó que muchas veces, se duermen bajo
el sol y cuando despiertan, sus extremedidas adormecidas no les obedecen, por lo que terminan muriendo víctimas de insolación, pobrecitas.
Después de Las Tintoreras fuimos a hacer snorkel en las
cercanías de un lugar llamado “La
Calera ”. Los colores y tamaños de los peces son tan
fascinantes que yo no puedo imaginar lo que debe ser bucear en aquellos sitios,
si con apenas hundir la cabeza bajo el agua uno observa tales maravillas. ¡Que placer y que suerte tuve de haber podido
estar ahí!
Regresamos cansados a Puerto Villamil, y apenas desembarqué
me crucé con Franklin, quien parecía vivir en el muelle, no sé, la cosa es que
todos los días de mi estadía allí me lo había encontrado en la calle. Y no era
un pordiosero precisamente jejej. No, todo lo contrario, Franklin era, o es,
mejor dicho, un dandy. Uno de esos tipos que salen en las propagandas
televisivas intentando vender perfumes, vinos o automóviles. Un eterno seductor
que siempre buscaba los mejores hoteles, las mejores comidas, y por supuesto,
las mejores mujeres. Pero muy a pesar suyo, nada de eso había conseguido en su
estadía en Galápagos. ¡Si hasta le habían robado dinero del hotel!
Tomamos una merienda ahí cerquita del muelle, y comimos
algo, acompañado de una bebida muy rica que me sugirió probar: el jugo de
tomate de árbol. Todo eso mientras trataba de convencerme de que lo acompañase
a bucear al día siguiente a la isla Bartolomé en un barco que él conocía y que
nos cobraría no se cuántos cientos de dólares.
-Soy mochilero-, aunque no se note. Le insistía.
-¡Pero que admirable lo tuyo! Yo debería hacer lo mismo-,
aseguraba- ¡Pero cómo me cuesta esa vaina!
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