VILCABAMBA, ECUADOR, viernes 13 de enero de 2012
Ya en la meta, desde donde nos sentamos con Male a descansar y a contemplar el Mandango en todo su esplendor, una pareja que llegó detrás nuestro nos contó que al comienzo del camino habían visto sentado sobre el pasto a un muchacho muy alto con toda su camiseta cubierta de sangre, evidentemente se trataba de Nacho, que a aquella altura estaría en el hotel, o en el hospital.
La pregunta que nos hacíamos con Male era dónde se habían metido Batman y Robin..., perdón, Valentín y Robin. Hasta que los divisamos allá arriba, ¡Locos, desubicados! Habían subido hasta la cima misma del Mandango y desde allá saludaban y no sé qué monerías hacían como si tan solo hubiesen caminado un par de cuadras. Apenas se divisaban sus siluetas junto a la cruz que corona el cerro. Esperamos que bajasen y emprendimos el regreso, que en mi caso, y el de Valentín, fue bastante rápido, ya que, aun a riesgo de estrellarnos entre las piedras o contra un árbol, decidimos hacerlo corriendo, llevados por la gravedad que nos empujaba solita hacia abajo.
Y una vez más, llegamos dos, pero ya éramos un grupo: Andrés
el cordobés; Julia y Male, las porteñas; Jorrit, el holandés que terminó
instalando su carpa en nuestro hostal, Valentín el alemán; Nacho y yo. Ah…, y
Robin, creo que éste útimo era americano, era muy difícil entenderle así que
casi no tuve charlas con él. A media mañana partimos con las chicas, Nacho,
Valentín y Robin al cerro Mandango, el más famoso de Vilcabamba.
Hacía mucho calor, y tuvimos que dar unas cuantas vueltas para
encontrar el camino que nos condujese hasta el cerro, hasta que una señora
vestida con tapado de piel (increíble con el calor que hacía), nos indicó que
debíamos atravesar el alambrado de una casa medio abandonada que había por
allí.
Todos pasamos el alambrado de púas, menos Nacho, que el
pobre, con su metro noventa y sus problemas de columna terminó resbalando y
cayendo contra el alambrado pinchándose hasta sus zonas más oscuras. Finalmente
lo consiguió, y en la primera etapa del camino debimos atravesar unos cincuenta
metros de espesa vegetación, esquivando todo tipo de hojas y ramas, y cada diez
metros más o menos parábamos todos a esperarlo a Nacho, porque aunque le
gritábamos a coro, no daba señales de vida. Finalmente llegamos a un sendero
donde ya no había vegetación y Nacho ya no apareció más, entonces, luego de
esperarlo unos minutos, comprobamos que aquella aventura no era precisamente
para el correntino, que lo mejor que podía haber hecho era quedarse en el hotel
tomándose unos ricos mates, entonces decidimos continuar sin él.
La travesía fue agotadora, el grupo se fue dividiendo poco a
poco de acuerdo al cansancio de cada uno: los europeos que tenían mejor estado
físico llevaban la delantera, yo iba en el medio y las chicas atrás. y ya
habíamos hecho la mitad del camino cuando también perdimos a Julia. Estábamos
muy cerca de llegar y el camino era cada vez más ascendente y dificultoso, pero
las vistas que teníamos desde allá arriba, de todo el valle de Vilcabamba, bien
merecían el esfuerzo.
Ya en la meta, desde donde nos sentamos con Male a descansar y a contemplar el Mandango en todo su esplendor, una pareja que llegó detrás nuestro nos contó que al comienzo del camino habían visto sentado sobre el pasto a un muchacho muy alto con toda su camiseta cubierta de sangre, evidentemente se trataba de Nacho, que a aquella altura estaría en el hotel, o en el hospital.
La pregunta que nos hacíamos con Male era dónde se habían metido Batman y Robin..., perdón, Valentín y Robin. Hasta que los divisamos allá arriba, ¡Locos, desubicados! Habían subido hasta la cima misma del Mandango y desde allá saludaban y no sé qué monerías hacían como si tan solo hubiesen caminado un par de cuadras. Apenas se divisaban sus siluetas junto a la cruz que corona el cerro. Esperamos que bajasen y emprendimos el regreso, que en mi caso, y el de Valentín, fue bastante rápido, ya que, aun a riesgo de estrellarnos entre las piedras o contra un árbol, decidimos hacerlo corriendo, llevados por la gravedad que nos empujaba solita hacia abajo.
Fuimos llegando de a uno al hostal. Después vino el
turno de la ducha y del descanso. Julia se puso a bordar souvenirs para su
murga, el cordobés no paraba de decir ocurrencias con las cuales nos matábamos
de risa, yo me dormí una siestita en una hamaca paraguaya, y no sé en qué
momento fue que llegaron tres alemanes: Susan, Lea y David, que hacían trabajo
voluntario en Perú y se habían tomado unos días para conocer Ecuador
Las chicas prepararon esa noche una cena para chuparse los
dedos: fideos con crema y jamón en cantidad abundante. Tanta, que cuando
estábamos a punto de cenar, llegó Gabriel, un compatriota que andaba viajando
solo, y lo sumamos a la cena. Que suerte la de este chico, llegar a un lugar
desconocido, completamente solo y que te esperen con la cena preparada.
Robin se marchó ese mismo día, resignado, ya que estaba
esperando encontrar a un amigo que vivía en Vilcabamba y no consiguió
comunicarse con él a través de ningún medio. Terminó regalándonos un licor que
guardaba para su amigo, que era bastante fuerte pero lo tomamos igual. Aquella
noche se nos acercó a hablarnos o a preguntarnos algo un muchacho pelado con
aspecto de Hare krishna, al que no le entendimos ni una sola palabra, (excepto
Male, a quien le pareció entender que el joven era del norte de Villazón) y que
andaba con una chica europea que nos invitó a consumir no sé que flores, si
floripondio o algo parecido. La cuestión fue que nadie aceptó la invitación, y
menos mal…, porque cuando los vimos regresar de la mano, apenas podían
sostenerse el uno al otro.
Al día siguiente las chicas fueron las primeras en partir. Por la
tarde se fue Valentín. Con Gabriel y los tres blondos alemanes dimos una vuelta
completa por el pueblo, mientras estos últimos me explicaban que no consumían
carnes rojas, porque las vacas se tiran tantos pedos que emiten más dióxido de
carbono que un auto. Al principio me costó comprender la relación entre el
efecto invernadero y los pedos de las vacas, hasta que David, con toda su
paciencia me hizo esta ecuación: Cuanto más carne comemos, más vacas se crían,
más pedos se tiran y más dióxido de carbono hay en el ambiente. Una cosa
insólita que fui a aprender allá al valle de la longevidad. Deberían enseñarlo
en las escuelas.
Estaba anocheciendo cuando apareció el amigo de Robin y se
lamentó al enterarse de que aquel ya se había ido de Vilcabamba y de que
nosotros nos habíamos tomado su licor. Más tarde nos despedimos de Andrés, de
Gabriel y de Jorrit. Me tomé el micro a
Loja con Nacho, por supuesto ,y la "alemanada" completa. Esperamos unas dos
horas, hasta que saliera nuestro micro a Ambato, mientras aproveché para cenar
un pollo muy rico, y tanto Susan como David se pegaron una terrible siesta ahí
mismo entre las mesas del bar donde yo comía. Entretanto, tuvimos con Lea una
charla de política y sociedad, muy didáctica por cierto, en la que intentábamos
descubrir diferencias entre la sociedad alemana y la latinoamericana.
Finalmente, luego de exhaustivos controles en los que nos
revisaron todo el equipaje, tomamos el micro rumbo a Ambato, y dejamos la
provincia de Loja. Vilcabamba había sido unos de los lugares donde más nos
divertimos, y nos fuimos con esa extraña pero conocida sensación de ser amigos
de toda la vida de un grupo de personas con quienes solamente compartimos unas
horas. Suele pasar en los viajes. Y en esta ocasión Male, Julia, Andrés,
Jorrit, Gabriel, Valentín, Robin, David, Lea, Susan y el Mandango hicieron que
Vilcabamba fuese uno de nuestros mejores destinos en Ecuador. Mientras tanto,
Nacho y yo, seguiríamos viajando…
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