VILCABAMBA, LOJA, ECUADOR, jueves 12 de enero de 2012
Tal como lo había previsto desde hacía un tiempo, aquel
jueves sería un día diferente en mis vacaciones. Vilcabamba, ese pueblo del sur
ecuatoriano, ubicado en el valle del mismo nombre y a unos cincuenta kilómetros
de Loja, tiene apenas unos 4.500 habitantes y es famoso por la longevidad de
sus habitantes, al punto que muchos de ellos han llegado a superar los
120 años de edad. Al menos eso indican las anécdotas y los mitos urbanos de los
que se tienen noticias al hablar con cualquier vecino o comerciante de la
ciudad. También lo sugieren la cantidad de americanos y europeos de avanzada
edad que luego de jubilarse en sus respectivos países han elegido radicarse en
este pequeño valle de la eterna juventud. Hasta Mario Moreno “Cantinflas”
eligió vivir allí unos meses, afectado por una enfermedad cardiovascular en los
años setenta, cuando Vilcabamba no alcanzaba aun la fama internacional de la
que hoy goza.
Mi viaje se había iniciado sin concretar nada con la gente
del INIGER, pero en los días previos a mi llegada, les envié un mail desde
Cuenca, y en pocos días se organizó la actividad y se difundió la convocatoria,
a través de Noralma Ordoñez del INIGER y Rubén Torrez Paz, representante del Ministerio de Cultura de Loja.
Aquella mañana entonces, caminé unas 15 cuadras hacia las
modernas instalaciones del INIGER, donde Noralma me recibió amablemente, y
después de presentarme al director del organismo y al resto del equipo de
trabajo, me llevó a conocer los espacios del edificio inaugurado en 2011.
La jornada incluyó una charla informativa a mi cargo, otra a
cargo de Rubén Torres Paz, un refrigerio, y posteriormente una actividad
lúdica. La mayoría de los asistentes fueron inquietos artistas que se
movilizaron desde Loja, interesados todos en la actividad teatral y en el
trabajo con adultos mayores.
Ya avanzada la tarde, cuando concluimos con las actividades,
me fui caminando con ellos hasta el centro de la ciudad, y como Nacho había
cerrado con llave el cuarto, después de buscarlo en vano por los bares más
cercanos, me volví a la plaza donde me quedé un buen rato conversando con mis
alumnos. Todos ellos me recomendaron distintos platos de la cocina ecuatoriana
que no podía dejar de probar durante mi viaje, y una de ellas, incluso me hizo
probar un riquísimo “pan de banano”.
Cuando el grupo se marchó (todos vivían en Loja), se me
ocurrió atravesar la plaza y allí nomás, en un bar junto a la iglesia estaba
Nacho, acompañado por un montón de gente: dos chicas porteñas, el cordobés que
había tenido el incidente con la colombiana la noche anterior, y un holandés
que había estado cantando en el mismo bar. Todos ellos se hospedaban en nuestro
hostal, el más barato de todos, a metros de la plaza, sobre la Avenida Eterna
Juventud.
De tanto hablar sobre comidas me estaba picando el estómago
desde hacía un buen rato, pero no eran todavía las siete de la tarde, demasiado
temprano para cenar. Quise tomar un jugo con un tamal pero una promoción lo
ofrecía con café. Y cuando pedí si podían cambiarme el café por un jugo, la empleada me miró extraño y miraba
con complicidad a su novio, o no se quién era el otro que atendía junto con
ella, como diciéndole “mira este loco, quiere tomarse un tamal con un jugo”.
Aunque su mirada lo decía todo, la chica intentó explicarme con exagerada
amabilidad:
-Señor, los tamales se toman con café, con jugo no pegan.
-Eso será acá en Ecuador- le respondí-. En mi país no “pega”
un tamal con café. Así que por favor traeme un jugo y terminemos con esto.
Finalmente llegó el tamal, pero no podía creer lo que tenía
ante mis ojos en lugar de un simple jugo. Y es que no se me hubiese ocurrido
jamás que allá le llamaran jugo a eso. Era nada menos que un licuado de
bananas. Sí. Bananas con leche. Un enorme vaso para acompañar a un tamal de
pollo. En fin…
Aquella noche Nacho cenó con las chicas en uno de los tantos
bares de la ciudad y yo cené solo a pocos metros. Es que desde la noche
anterior me había quedado con ganas de comer fideos con tuco, y no solo los
extrañaba muchísimo, sino que en el local regenteado por un americano pintaban
muy ricos. Y definitivamente lo estaban. Más tarde, volvimos al bar de los
gringos, pero las puertas estaban “cerradas”. Es decir, se escuchaba música,
había gente, pero nadie nos abrió. Evidentemente habían decidido trabajar con los clientes habituales, al menos por aquella noche.
Había pasado un día distinto. Una jornada de trabajo voluntario en
plenas vacaciones. En un lejano pueblo ecuatoriano donde sus habitantes hablan
en inglés. Devolviendo, desde mi trabajo, un poco de solidaridad a este país que tan bien me estaba tratando. Haciendo nuevas amistades y degustando nuevos sabores, mientras me
preguntaba si aquello de la eterna juventud sería en verdad un mito, una
estrategia publicitaria o una gran verdad. Vaya uno a saber…
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