QUITO, ECUADOR, sábado 21 de enero de 2012
Cansados y con mucho sueño, decidimos irnos a dormir. El
Hostal La Familia, estaba a unas seis cuadras y hacia allá nos dirigíamos, pero
a pocos metros del bar donde nos encontrábamos, justo al doblar la esquina, un
hecho torció nuestros planes: Nacho caminaba unos dos metros delante de mí, y
no se percató que detrás suyo, un joven de unos 30 años que venía en dirección
opuesta se detuvo al verlo, giró, y comenzó a seguirlo. El muchacho en cuestión
pensó que Nacho andaba solo, y no percibió que yo venía detrás de él. Comenzó a
hablarle con la excusa de que era argentino (de Morón, provincia de Buenos
Aires), mientras yo pensaba qué propósitos traería consigo, ya que la
conversación fue expresamente provocada al detenerse, mirarlo y seguirlo.
La cuestión fue que de a poco, íbamos alejándonos del centro
para internarnos en la más espesa oscuridad, donde la venta de drogas y la
prostitución rondaba a cada paso. Mientras pensaba el modo de deshacernos del
pibe, llegamos a una esquina, y desde la calle transversal apareció un tipo
enorme, mulato, con campera negra de cuero, y una mano en el bolsillo.
“¡Estamos sonados!”, pensé. El mulato saludó al argentino y ambos se pusieron a
hablar mientras yo hacía todo tipo de señas a Nacho. Evidentemente era un
peligro llegar hasta la puerta del hotel con alguno de aquellos dos, vaya uno a
saber qué planes se traían. El mulato se fue, y el argentino pretendía seguir caminando
con nosotros, mientras nos contaba que era periodista en un diario muy
importante de Quito pero que hacía unos días le habían robado todo su dinero y
no tenía cómo subsistir. A mi se me ocurrió decir que debíamos encontrarnos con
un amigo, y entonces retrocedimos hasta el bar de los gringos, que estaba
cerrado, y ahí, más cerca otra vez del centro, pensábamos cómo seguir.
Al final, no pudimos deshacernos de él, y pese a que no dejó
de pedirnos dinero, parecía no llevar ningún tipo de armas consigo. Nos siguió
hasta la mismísima puerta del hotel, y para sorpresa nuestra, al llegar, nadie
nos abría. Hasta que el encargado apareció de un bar que había al lado, con
bastantes copas encima, y nos abrió, pero nuestra salvación no estuvo ahí.
Cuando nos abrió la puerta, el tipo se metió con nosotros, y no sé que palabras
intercambiaba con el encargado mientras Nacho y yo corríamos a nuestro cuarto.
Desde el balcón pudimos ver estupefactos como ambos salían abrazados y se iban
a la juerga que había en el bar.
Al día siguiente, decidimos dejar ese hotel y para quedarnos
tranquilos, mudarnos a uno más céntrico. Después de una larga discusión
telefónica con la dueña del hotel, a la que le explicamos las razones por las
cuales nos íbamos, convenimos en pagarle la mitad de lo acordado, ya que
dejábamos el hotel por la actitud del encargado de turno, que lejos de preservar
nuestra seguridad, invitó a pasar al desconocido que nos había seguido hasta
allí.
Nos ubicamos por apenas 9 dólares cada uno en el Hostal
Mitad del Mundo, de la cadena Hostelling Internacional, en J. Pinto y Reina
Victoria, a seis cuadras del Hostal La Familia, en un cuarto para ocho personas
pero donde solamente estábamos Nacho y yo. Al parecer había poca gente, ya que
todas las personas con las que hablamos pagaban por un cuarto compartido en el
que estaban prácticamente solos.
Después de desayunar, fuimos a la Ciudad Mitad del Mundo, a
la que demoramos unas dos horas en llegar. Allí visitamos el planetario y
sacamos las típicas fotos con un pie en el hemisferio norte, y otro en el
hemisferio sur, almorzamos, vimos un espectáculo musical, sellamos nuestro
pasaporte con el logo de la ciudad, jugamos a poner equilibrar un huevo entre
los dos hemisferios, y compramos algunas artesanías. No fuimos al museo donde
se hacen experiencias como arrojar agua y probar en qué sentido cae, de acuerdo
a la posición en que uno se sitúe según la línea ecuatorial. Es en este museo
donde efectivamente se encuentra la famosa mitad del mundo, y no donde se ubica
el monumento alusivo, a pocos metros de allí. Lamenté haber olvidado la batería
de mi cámara para tomar imágenes de aquel lugar, y en un momento, antes de
ingresar al planetario, creí desesperar, pensando que la misma se me había
caído por ahí.
Aquella noche nos quedamos charlando en la puerta del hostel
con un grupo de compatriotas, y en un momento un pelado que caminaba por la
vereda de enfrente se acercó en actitud provocativa y se quedó parado en la
ronda que conformábamos como si estuviese a punto de asesinarnos, sin decir ni
una palabra, hasta que uno lo llamó desde la esquina. Cuando Nacho dejó de
contar anécdotas y decidió cerrar su boca para acompañarme a cenar, ya todo
estaba cerrado, y para colmo nos sorprendió la tormenta buscando un sitio donde
comer, así que debimos hacerlo en un lugar bastante caro, aunque acabamos
comiendo algo parecido a unos panqueques que estaban riquísimos. Era nuestra
última cena juntos, ya que mi amigo correntino partía al día siguiente rumbo a
la Argentina, y yo me iría hacia un lugar que me había quedado pendiente: la
selva ecuatoriana.
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