FLOREANA, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR
Mi último día en las Islas Galápagos había decidido pasarlo
en Floreana, la primera isla del archipiélago en se habitada. Desayuné frente
al muelle y después fui hasta el bote donde esperé a que llegasen los demás. El
grupo estaba compuesto por una completa familia de americanos: cuatro hermanos
varones y una hermana adolescente, y sus padres que parecía tan o más joven que
sus hijos. Además, un colombiano, y una pareja sesentona de argentinos con
quienes me divertí muchísimo. El último en sumarse, el pasajero número 12 fue
una verdadera sorpresa: se trataba nada menos que de Avi, el israelita a quien
conocí en el trayecto Montañita-Guayaquil y a quien le habían robado sus cámara
y su Laptop en el hostel. El mal rato había pasado y se lo veía contento, con su
nueva cámara fotográfica pese a haber perdido casi todas las fotos de su viaje
por Sudamérica que había comenzado hacía varios meses.
Las dos horas de navegación fueron agitadas. El bote parecía
elevarse por el aire y caer bruscamente como si golpeara contra un montículo de
rocas. Pregunté al guía si todo el viaje iba a ser así, ya que el camino a
Isabela del día anterior había resultado mucho más tranquilo. Me respondió que
sí, y que la única solución era cambiar de asiento para amortiguar un poco el impacto
de los saltos. ¡Pero ni loco me movía de ahí! Me había sentado justo en uno de
los pocos lugares donde no calcinaba el sol.
Llegamos a la costa de Floreana y notamos que había un
inconveniente con la programación de las actividades, ya que era evidente que
el guía improvisaba un poco. Primero nos contó un poco de la historia de la
isla, habitada originalmente por piratas y en la que ocurrieron una serie de
misteriosas muertes a lo largo de la década del treinta, todos vinculados
extrañamente a la Baronesa Von
Wagner una noble austríaca que vivía en Floreana por aquellos días y solía
recibir a los recién llegados totalmente desnuda adquiriendo una merecida fama
de “comehombres”, entre otros adjetivos. La cuestión fue que en medio de una
novelesca trama de celos y traiciones, la baronesa y uno de sus amantes
desaparecieron un día de las islas y jamás fueron encontrados. Al que tampoco
encontraron fue al mismísimo Adolf Hitler, quien era buscado por allá alrededor
de la 2da Guerra Mundial bajo la sospecha de que se había fugado hacia allí en
un submarino. Como vemos, si hablamos de Floreana, historias son lo que menos
le faltan.
De allí nos fuimos un rato a la playa, porque el bote que
tenía que llevarnos a hacer snorkel estaba ocupado. Estuvimos como una hora ahí
sin hacer nada, charlando un poco y fotografiando a dos leones marinos que
roncaban, así, como “leones marinos”, además de una iguana roja y verde que
descansaba muy cerca de ellos. El guía dijo que podíamos aprovechar el rato
para ver de cerca de las tortugas marinas gigantes que había ahí, pero solo
tenía dos equipos de snorkel, y además estaba bastante nublado, había viento,
ni ganas de sacarnos la ropa. Solamente dos de los hermanitos americanos se
metió al agua a nadar con ellas que casi los superaban en tamaño, mientras los
demás nos entreteníamos viendo asomar las cabezas de las tortugas durante un
segundo, cada vez que la sacaban para respirar.
Después visitamos “El asilo de la paz”. Si bien el nombre
podría sonar a geriátrico, se trata del lugar donde se habían instalado los
Wittmer, también austriacos, la primera familia en habitar las islas de modo
permanente. Allí hay un centro de crianzas de tortugas, la mayoría de estas de
caparazón plana, característica que las diferencia de las especies nativas de
otras islas. El viaje al asilo de la paz lo hicimos en una 4x4 y nos mojamos
terriblemente ya que las dos veces nos agarró la lluvia en la mitad del camino.
A la vuelta nos fuimos almorzar. La comida era idéntica a la del tour en
Floreana: sopa de cangrejo, albacora con ensalada y lo único que diferenciaba a
este almuerzo de aquel otro era que esta vez teníamos postre: duraznos en
almíbar.
Luego llegó el momento de conocer la Bahía de las Cuevas,
conformada por una serie de cuevas en las que vivían los piratas. En una de
ellas había nacido nada menos que Rolf Wittmer, el primer hombre nacido en
Galápagos allá por 1934 y fallecido recientemente, el 11 de septiembre de 2011.
Desde este sector se accede a una vista muy linda del Cerro de Las Pajas, el
más alto de la isla.
Después era la hora del esperado snorkel, subimos al bote y
ya estábamos mar adentro cuando el guía dijo que debíamos volver a Santa Cruz
sin el snorkel. Ahí nos enteramos de lo que pasaba. Debido a la muerte del
muchacho oriental ocurrida dos días atrás, la prefectura andaba vigilando todo,
y las lanchas pequeñas no tenían permiso para que sus pasajeros hicieran
snorkel en aguas abiertas. El tour se terminó entonces antes de lo previsto, o
al menos eso pensaba hasta que ocurrió algo inesperado, una experiencia que
valía por sí sola cada uno de los 60 dólares que había pagado. Todos íbamos
callados, y cansados, algunos durmiendo incluso cuando divisé a pocos metros a
unos cuantos delfines que nos seguían. Me paré de un salto. ¡Delfines!, grité.
Y todos se pararon al unísono, corriendo a tomar sus cámaras y a deleitarse con
el espectáculo. Unos veinte delfines nadaban a nuestros costados. Lo hacían
rapídisimo, a la misma velocidad que el bote, como corriendo una picada con
nosotros. Cuando el bote desaceleraba, ellos hacían lo mismo, cuando aumentaba
la velocidad, ellos también. Algunos a unos metros de distancia y otros pegados
a nosotros.
Como pude, subí con mi cámara al techo de la lancha y desde
allí pude ver, durante unos segundos, a otra decena de delfines que corrían
delante nuestro, como danzando, cruzándose con largos saltos delante del bote.
Y a otro que justo debajo de mí se movía en el agua como un torpedo. Nunca
había visto a un delfín moverse tan rápido. Era una fantástica despedida la que
estos animales tan especiales nos estaban haciendo. O al menos a mí, que
abandonaría las islas al día siguiente, después de cinco días maravillosos. Pero
si la fauna me había sorprendido hasta aquel momento, todavía me esperaban un
par de sorpresas más al llegar a Santa Cruz, donde me despedí de Avi, y del
resto del grupo,
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