SANTA CRUZ, ISLAS GALÁPAGOS, ECUADOR
Pero seguíamos caminando, y ni rancho, ni nada, ni siquiera
un auto pasó durante todo el tiempo que caminábamos, con lo que ya estábamos
dudando si íbamos por buen camino, porque se suponía, Primicias era un lugar
turístico y a aquellas horas a alguien además de nosotros tres se le tendría
que haber ocurrido pasar por allí a visitarlo. Pero solo continuaba la calle aislada de los
terrenos colindantes por alambres de púa, y la única primicia que tuvimos, no
muy agradable por cierto, fue un enorme cartel, al final del camino que decía:
La hacienda tiene un inmenso parque donde una decena de tortugas pastaban pacíficamente (parece que estos animales no dejan de comer en ningún momento), y después de descansar un rato y tomarnos unas cuántas fotos, preguntamos al tipo del restaurante donde quedaba el famoso túnel de lava, luego de explicarle que no habíamos abonado la entrada. El muchacho contestó que debíamos abonarla allí porque nos la pedirían para entrar al túnel.
Entonces pagué los 3 dólares, que era lo primero que pagaba en este tour tan particular, y cuando las chicas dijeron que me esperaban fuera del túnel el tipo agregó: igual, con un solo ticket pueden entrar los tres, no hay problema. Claro, ahí me di cuenta que nadie nos pediría ningún ticket en ese túnel, a no ser que una tortuga estuviese ahí parada supervisando el ingreso. A todo esto, como el agua potable se nos había terminado, Karina preguntó:
Caminamos unos diez minutos hasta el túnel de lava, donde
unas camionetas esperaban a un grupo de turistas que estaban recorriendo el
túnel. Y ahí salió Karina-Mochilera otra vez:
Después de un divertido paseo por el túnel de lava que se encontraba bajo nuestros pies, nos hicieron subir al acoplado de una camioneta, y antes de salir una mujer guía se acercó con aires de maestra ciruela y nos advirtió:
De repente, nos encontramos de nuevo en aquel cruce desde donde habíamos partido, y otra camioneta que nos vio desde lejos comenzó a tocarnos bocina. Era un taxista que había ido hasta allí cerca de dejar un perro, y como no había nadie en la casa se tenía que volver con perro y todo hasta Puerto Ayora, entonces, nos ofreció llevarnos por la módica suma de 1.75 por persona.
Segundo amanecer en el Santuario Biológico de la Humanidad , las Islas
Galápagos. El plan para hoy era el siguiente: por la mañana viajecito a la
parte de alta de la isla para conocer el Rancho Primicias, y después un
descanso en la gloriosa Tortuga Bay, una de las mejores playas de Santa Cruz,
según me habían dicho. Todo en compañía de Karina y Adriana, las dos peruanas
que había conocido la noche de año nuevo.
El chico de los bolones nunca apareció, y entre una cosa y
otra salimos un poco más tarde de lo previsto. En el camino, divisé a Franklin
que desayunaba solo en un bar, muerto de risa con las personas de otra mesa.
Entramos a comprar provisiones a una panadería y terminamos quedándonos a
desayunar ahí mismo, un café, con unos sándwiches de queso por 1.70 cada uno.
Yo me compré unas bananas que me las terminé comiendo
minutos después, mientras esperábamos el colectivo, que parecía no llegar
nunca. Teníamos que ir hasta Santa Rosa, un pueblo que quedaba arriba, pero
ninguno de los buses que pasaba se dirigía hacia allá. En eso pasó una especie
de chiva o camioneta, con unos tipos que gritaban algo poco entendible. Karina,
la más locuaz de los tres, le preguntó:
-¿Adónde va?
A lo que el hombre contestó gritando:
-¡Cojones! ¡Cojones!
Y siguieron viaje mientras nosotros los mirábamos irse a los
gritos, sin entender adonde se dirigía.
Karina entonces sugirió:
-¡Ahhhh…! ¡Ya sé! Deben estar vendiendo cojones!
-¿Y qué son cojones?, preguntó Adriana.
-No sé, pero ha de estar vendiéndolos-, le contestó su
prima.
Un buen rato después, ya cansados de esperar, pasó un
camioncito que llevaba en su acoplado una especie de banquito cubierto y Karina
le preguntó al conductor si por casualidad iba hasta Santa Rosa, y si no tenía
la amabilidad de acercarnos.
Había que ver con que modales la peruana se dirigía a todo
el mundo cuando intentaba conseguir algo. Sabía utilizar muy bien su encanto y
su coquetería para tales fines.
El hombre accedió a llevarnos y cuando ya estábamos los tres
instalados en el camioncito, nos sorprendió una mujer, que luchaba por subirse
con una pierna arriba y la otra abajo. La ayudamos y cuando ya estuvo arriba
nos miró sonriente y exhibiendo un billete de un dólar señaló contenta:
-¡Qué suerte! ¡Por un dolarito nos lleva hasta Santa Rosa!
La mujer había creído que el camión en cuestión era la
chiva, aquel transporte público que levanta pasajeros y los deja donde más les
convenga por la módica suma de “un dolarito”. Nosotros no le dijimos nada y nos
acompañó durante el viaje que duró unos 20 minutos.
En un momento el conductor frenó asustado porque escuchó
unos gritos, y pensaba que sucedía algo. Pero era Karina, que a modo de broma,
gritaba desaforada:
-¡Cojones, cojones…!
Germania, tal era el nombre de nuestra casual acompañante,
nos explicó que los cojones eran unos pescados. No sé si le creímos o no pero
al menos la hipótesis de Karina, de que los tipos vendían cojones, se volvió
más creíble.
El camioncito nos dejó en la entrada de Santa Rosa. Germania
guardo su dolarito y salió al encuentro de un hombre que esperaba a lo lejos.
Creímos que era familiar suyo, pero en realidad, cuando se acercó, solo le
preguntó si sabía donde vivía María Elena, o algo así. Se trataba de una prima
suya, a la que había visitado hacía unos años, y cuyo domicilio había olvidado.
Sólo recordaba que vivía en Santa Rosa, y había volado 1.000 kilómetros
desde Guayaquil hasta Galápagos sin tener la menor idea de donde vivía su
prima.
Nosotros, por otra parte, tan perdidos como ella, ya estábamos
en Santa Rosa pero no sabíamos como llegar al Rancho Primicias, así que la
seguimos y aprovechábamos para preguntar a los vecinos, cada vez que Germania
preguntaba si conocían la casa de María Elena, nosotros consultábamos por el
Rancho Primicias, que afortunadamente era mucho más conocido.
Nos despedimos de Germania, y fuimos hasta donde nos indicaron. Una
larguísima calle de tierra comenzaba allí, y un letrero con una flecha indicaba:
“RANCHO PRIMICIAS”-4 km ”
Iniciamos entonces la larga caminata, que por momentos
pareció inacabable. A lo largo del “tour” pudimos observar decenas de tortugas,
una más grande que la otra, algunas en medio de la calle e incluso un par de
ellas en plena cópula.
El paseo fue cansador pero muy interesante y divertido:
Karina iba contando que en su anterior visita a Primicias, un hombre que andaba
por ahí afuera en pijama decía que era el dueño y le contó la historia del
lugar, y mientras tanto ella pensaba: “Ya deja de inventar, si no eres dueño de
nada, has de ser el jardinero”. Y sin embargo, luego lo vio por televisión y
supo que en realidad era el propietario de aquellas hectáreas a la que había
llegado hacía 45 años y que poco a poco, las tortugas fueron bajando desde las
montañas, algunas para quedarse allí definitivamente. Con el tiempo, se
llamaría Rancho Primicias y cientos de turistas llegarían desde todas partes
para ver de cerca la casa que tenía por mascotas a tortugas del tamaño de un
oso.
“AQUÍ DESAPARECIÓ EN 1991 UN ISRAELITA LLAMADO GUY NACHMANY”,
o algo así, y la embajada de su país o no sé qué institución le rendía con ese
cartelón un homenaje.
Y nosotros allí, después de una hora de caminata mirando ese
cartel, con un sendero que terminaba y se bifurcaba hacia dos direcciones
opuestas. Estábamos como Caperucita Roja sin saber qué camino elegir. Karina
sugirió que tomemos el de la derecha, ya que había huellas de automóviles y en
el otro no había nada. Como a nadie se le ocurrió un argumento mejor, decidimos
hacerle caso. Caminamos unos 15 minutos más y nos topamos con otro cartel, esta vez más alentador, que decía:
“BIENVENIDOS A EL CHATO” y mostraba un pequeño mapa con una
laguna y un sendero cuya duración era nada menos que de ¡3 horas! Pero aunque los
pies ya no nos daban más, la finca Primicias parecía estar más cerca y seguimos
adelante.
En el camino cruzamos a una enorme tortuga que me dio mucha pena,
pues avanzaba, valga la expresión "a paso de tortuga" por aquella calle interminable, y quién sabe qué día llegaría la pobre a su destino. La dejamos muy atrás y en un momento
divisamos otro letrero con una flecha que decía “SALIDA”. Fue muy fácil deducir
que si allí había una salida, en algún lugar no muy lejano habría una entrada.
Entonces nos adentramos por el sendero, ya fuera de la calle, y terminamos…¡Cojones!
¡Lo recuerdo y me parece increíble! En un enorme bosque silencioso donde solo
se oía el CRUNCH CRUNCH de las tortugas mascando vegetales. Eran muchas,
¡muchísimas! Estaban por todas partes, y ni se inmutaban ante nuestra
presencia. Sólo metían su cabeza para adentro y emitían un extraño rugido
cuando nos acercábamos demasiado.
Ya no había sendero alguno por el cual guiarse, sólo eran
árboles, plantas y tortugas. La polémica era si continuábamos adentrándonos
entre la vegetación o si regresábamos por donde habíamos venido para terminar
con nuestros pies ampollados tomando un café con Germania.
Así que decidí tomar la delantera y con Karina y Adriana más
atrás, me convertí en una especie de Daktari perdido en la selva, un Daktari de
una serie de ciencia ficción diría, porque viendo el tamaño de las tortugas,
que el mismísimo King Kong o Godzilla se apareciesen ante nuestros ojos, no
resultaba improbable.
Pero la dicha llegó al fin cuando me pareció escuchar voces
no muy lejos, y abriéndome camino entre las plantas descubrí nada menos que
¡UNA CASA! ¡Se trataba nada menos que del Rancho Primicias! Corrimos a tomar
agua y de repente apareció otra vez la civilización: Una tienda de artesanías,
un restaurante y un quincho formaban parte de la hacienda. Y la sorpresa que
nos llevamos al ver que el lugar estaba repleto de turistas, incluso un
matrimonio que vimos en el hotel antes de salir y la pregunta era cómo habían
llegado hasta allí antes que nosotros si no habíamos cruzado a nadie en el
camino.
La respuesta nos la dio un personaje que tenía todo el
aspecto del jardinero de la hacienda. Henry Moreno, el dueño de la hacienda en
persona se puso a charlar con nosotros, mientras yo me entretenía demostrando
mis dotes actorales, tomándome fotos dentro de un caparazón de tortuga que
había debajo del quincho. Se nos ocurrió preguntarle a Henry donde quedaban los
túneles de lava y nos respondió:
-Acá nomás, en la entrada, donde han pagado los 3 dólares
para entrar-
Claro, habíamos entrado por la salida, y sin quererlo
llegamos hasta allí por un camino que no era el utilizado por los vehículos.
Era bastante improbable que autos y camionetas 4x 4 atravesaran aquella calle
sin ir pisoteando a cada tortuga que encontraban a su paso.
La hacienda tiene un inmenso parque donde una decena de tortugas pastaban pacíficamente (parece que estos animales no dejan de comer en ningún momento), y después de descansar un rato y tomarnos unas cuántas fotos, preguntamos al tipo del restaurante donde quedaba el famoso túnel de lava, luego de explicarle que no habíamos abonado la entrada. El muchacho contestó que debíamos abonarla allí porque nos la pedirían para entrar al túnel.
Entonces pagué los 3 dólares, que era lo primero que pagaba en este tour tan particular, y cuando las chicas dijeron que me esperaban fuera del túnel el tipo agregó: igual, con un solo ticket pueden entrar los tres, no hay problema. Claro, ahí me di cuenta que nadie nos pediría ningún ticket en ese túnel, a no ser que una tortuga estuviese ahí parada supervisando el ingreso. A todo esto, como el agua potable se nos había terminado, Karina preguntó:
-¿Cuánto cuesta una botella de agua?-
No recuerdo cuál fue el precio, pero como no estaba en sus
planes gastar un solo centavo solicitó amablemente al encargado:
-¿Y no me darías entonces un vasito de agua para tomar?
Era la mochilera perfecta. Quien quiera hacer un viaje sin
gastar un peso llévese de acompañante a esta mujer que seguro lo logrará.
El tipo tentado de risa le dio una jarra llena de agua y un
vaso, y lo más cómico fue que después de beber los tres del vaso, Karina agarró
la jarra y vertió toda el agua que quedaba en su termito, diciéndole:
-¡Muchas gracias, muy amable!-
-Señor, ¿no nos llevaría hasta Santa Rosa en la parte de
atrás de su camioneta?
El hombre dijo que ya estaba saliendo pero que le
preguntemos a otro chofer cuyo grupo acababa de llegar. Eso hizo Karina (a esta
altura solo dejábamos que hablase ella y ya era como la manager del grupo), y
tuvimos suerte.
Después de un divertido paseo por el túnel de lava que se encontraba bajo nuestros pies, nos hicieron subir al acoplado de una camioneta, y antes de salir una mujer guía se acercó con aires de maestra ciruela y nos advirtió:
-Solamente los llevamos hasta la entrada de la ruta, porque
aquí en Galápagos llevar personas en “el balde” del vehículo, está
penado hasta con 3 años de cárcel.
Vaya generosidad la de esta gente, que arriesgaba su
libertad tan solo por hacernos el favor de alcanzarnos hasta la ruta.
De repente, nos encontramos de nuevo en aquel cruce desde donde habíamos partido, y otra camioneta que nos vio desde lejos comenzó a tocarnos bocina. Era un taxista que había ido hasta allí cerca de dejar un perro, y como no había nadie en la casa se tenía que volver con perro y todo hasta Puerto Ayora, entonces, nos ofreció llevarnos por la módica suma de 1.75 por persona.
La aventura completa, entre viáticos, entradas, agua,
paseos, túneles de lava y tortugas copulando me costó solamente 4.75 dólares,
todo un negoción si hablamos de uno de los lugares más turísticos del mundo, y
gracias a Karina, a quien cualquier asesor político debería recomendar como
Ministra de Economía del Perú.
Cuando lo pensábamos, no podíamos más que repetirnos una y
otra vez:
¡COJONES…!
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