viernes, 31 de diciembre de 2010

10-De travestidos y ofrendas


NiteróiBrasil — lunes, 31 de diciembre de 2011

Último día del año y mi primera mañana en Río de Janeiro. Había dormido como un lirón y me costó darme cuenta que estaba en Río. Pues, en realidad sólo había visto edificios, nada de morros, ni de playas, ni de cristos, y si no fuera porque había gente de raza negra y porque todos hablaban otro idioma, hubiera creído que la  tarde del día anterior había estado paseando por Buenos Aires.
El último día del año resulta imposible no hacer un balance, por mínimo que sea, aunque aparezca como una ráfaga en el pensamiento del año que se fue, y evocar los recuerdos de las cosas buenas y malas que nos pasaron. Y no podía dejar de recordar que hacía exactamente un año,  una mañana muy parecida a aquella, despertaba en Tilcara, en el norte de Argentina, conocía a un hippie cuya locuacidad y su tenaz testimonio me impactaron, y tomaba un micro rumbo a Humahuaca para celebrar allí el año nuevo, en compañía de otros cinco mochileros.

Pero una gran distancia separaba a aquellos tranquilos y pintorescos pueblos del noroeste de mi país, con el bullicio de la ciudad más famosa de Sudamérica. El primer sitio al que me dirigí fue el imponente Teatro Municipal de Río de Janeiro. Mi profesión, y mi vocación, me llevan siempre a conocer los teatros de las ciudades y pueblos por donde paso. No ingresé al teatro (casi todos los edificios públicos estaban cerrados ese día), pero me encantó conocerlo desde afuera. Desde allí caminé hasta la Plaza XV donde para tomar la balsa que me llevaría hasta Niteroi, para echar a un vistazo al famoso Museo con forma de plato volador, y tener una vista de Río desde la vereda de enfrente.

Cuando me dijeron que iba a viajar a Niteroi en balsa me imaginé en un botecito con remos rodeado de pescadores. La balsa en cuestión era muy parecida al Buquebús con que los argentinos cruzamos a Uruguay.
Niteroi era un loquero aquel 31 de diciembre. Apenas caminé una cuadra preguntando donde quedaba el museo de arte comencé a ver hombres travestidos por todas partes. Dos negros que iban con una chica me dijeron que tomase el mismo colectivo que ellos, que iban todos para una fiesta y el mismo colectivo que los llevaba a ellos me dejaría en el museo.

Así lo hice, y cuando llegamos al museo, por supuesto, estaba cerrado, aunque ya me habían advertido que lo interesante era verlo por fuera y no por dentro, así que poco les costó a los negros convencerme de que fuese con ellos a la fiesta callejera de travestis que se realizaba a pocas cuadras de allí. En un principio pensé que se trataba de una fiesta del orgullo gay, luego comprobé que no, cuando un muchacho grandote de labios pintados y solero floreado me aseguró que al menos él, no lo era.










Cuando bajamos del colectivo, me encontré con un espectáculo que jamás hubiera esperado. Decenas de personas disfrazadas, la mayoría, hombres vestidos de mujeres, todos bailando, saltando y bebiendo cerveza. Yo, con mi cámara en mano, intentando entender en qué consistía aquel festejo, enseguida perdí a los dos negros entre la muchedumbre. Una señora me aconsejó que guardase la cámara y que me colocase la mochila adelante, pues yo seguía, como siempre, demasiado confiado.

Permanecí cerca de una hora allí, grabando imágenes y tomando fotos. Lamentablemente, uno de mis DVD se rayó durante el viaje y perdí todas las grabaciones de aquella fiesta tan peculiar. Sólo me quedaron las fotos.
Me fui alejando de a poco de la zona de los festejos, a la vez que decenas de personas seguían llegando, y caminando por la playa llegué hasta el museo de arte cuyo diseño tan particular es obra del famoso arquitecto Oscar Niemeyer.











Mientras recorría la playa pude ver los morros de Río de Janeiro, desde enfrente, y por momentos, cuando las nubes se abrían paso, la figura lejana del Cristo Redentor asomaba en el cielo. ¡Albricias! Aquello era Río de Janeiro y recién ahora podía confirmarlo, pues hasta el momento sólo había visto cemento y edificios.
















A medida que transcurría la tarde, más personas se acercaban a la playa a realizar sus ofrendas a Iemanjá, la diosa del mar. La gente arrojaba flores generalmente blancas mientras se quedaban allí, silenciosos, contemplando el mar, agradeciendo y pidiendo paz, salud, trabajo y prosperidad para el año entrante.

En la Terminal donde tomé la balsa eran sorprendentes la cantidad de ofrendas y de personas que había. Algunas construían verdaderos santuarios en la arena con  imágenes de santos, velas, flores, y todo tipo de alimentos. Resultaba muy extraño ver a aquellas personas en un estado de paz y espiritualidad mientras todavía se escuchaba la música de la fiesta descontrolada en la que había estado hacía un rato.

Cuando ya estaba volviendo, me topé con un hombre que vendía grillos hechos con hojas de cocoteros, “vendo esperanza”, aseguraba, y me explicó que aquellos grillos se ocupaban de cumplir deseos. Se llamaba Sergio y al escuchar mi nombre bromeó: “Gastón…Sergión”, ya que Gastón le sonaba a aumentativo de otro nombre. Sergio me regaló uno de sus grillos y hasta lo hice cantar unos compases de “cidade maravilhosa”.



Ya en la balsa, me puse a conversar con unos jóvenes cariocas a los que poco les entendí. Lo único que me quedó claro era que no les caía en gracia estar hablando con un argentino.



Se largó a llover fuerte cuando llegué a Río, y como tenía hambre me compré una coxinha, que es básicamente una bomba de pollo en forma de lágrima. Y pensé que podría llover aquella noche así que quise comprar un paraguas en la calle, pero como eran caros, y además resultaría molesto andar con portando paraguas en la playa, preferí comprar un sombrero y un pilotín de nylon.




Cuando llegué a casa de Cadú, me demoré en entrar. No conseguía recordar cual de las llaves era la del departamento, cual la de la puerta de calle y cual la del edificio. Mientras estaba allí en la vereda, intentando abrir, llegaron sus amigos, a quienes conocí en ese momento, cuando llamaron a Cadú a través del portero eléctrico. Por ellos supe que la fiesta en la que había estado esa tarde es tradicional en Niteroi todos los 31 de diciembre y se la conoce como “O bloco das piranhas”.


Rafaela, la amiga de Cadú me preguntó:
-¿Você sabe o que é uma piranha?
-Claro-, le respondí, dando por sentado algo obvio. –Um peixe-
-Nao-, retrucó.-¡Uma puta!
El carnaval de las putas era efectivamente el nombre de aquella fiesta, aunque las piranhas en cuestión no eran tales, más bien todo lo contrario. Hombres vestidos de mujeres, en imitaciones exageradas y caricaturescas del género.

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