martes, 28 de diciembre de 2010

7-Dolores del Iguazú


Parque Nacional IguazúArgentina — martes, 28 de diciembre de 2010

Me desperté 4.30 de la madrugada en el segundo piso del hostel Che Lagarto de Puerto Iguazú con fuertes dolores renales. Ya había sufrido dos meses atrás dos episodios similares en el riñón izquierdo, me realicé todos los estudios de rigor, y no aparecieron señales que indicaran algún tipo de anomalía en mis riñones. El resultado de los estudios sería condicionante para la realización del viaje, ya que los dolores en ambos casos habían sido espantosos y no estaba dispuesto a viajar en aquellas condiciones de salud.

Pero el destino me jugó una mala pasada, esta vez fue el riñón derecho el que vendría a complicarme la vida, o al menos las vacaciones. Afortunadamente había llevado el set completo de medicamentos, aunque de poco me sirvieron, ya que a sólo dos noches de iniciado el viaje, y con un mes por delante, el episodio podría repetirse y prefería reservar los remedios para otra ocasión.
De todas maneras, tomé unas Buscapinas inyectables que guardaba en la mochila, y como pude bajé las escaleras hasta la recepción donde le expliqué al conserje lo que me pasaba, a la vez que le solicité que me pidiese un remís. La buena noticia era que el hospital quedaba tan sólo a tres cuadras, y como no quería esperar nada, tomé coraje y caminé hasta el nosocomio donde a decir verdad, me atendieron de maravillas, y muy rápido, ya que sólo había un paciente en la guardia.
Expliqué al médico los antecedentes, los síntomas, y sobre todo, los planes, ya que me esperaba al día siguiente un viaje de 24 horas de duración hasta Río de Janeiro. El médico fue concluyente: era impensable viajar en tales condiciones. Y a decir verdad, no me hacía falta la palabra del doctor para comprobarlo, los dolores lo decían por sí solos.

La inyección que me dio el médico me provocó una baja de presión, por lo cual tuve que permanecer allí recostado una media hora, hasta poder retirarme en condiciones. Ya era de día, pero las farmacias aun no habían abierto, así que me fui a desayunar mientras esperaba para poder comprar el largo recetario de medicamentos que me había dado el amable doctor.
Después de un desayuno abundante regresé a la farmacia, donde no tenían algunos de los tantos remedios que me habían recetado, por lo que la farmacéutica debió irse hasta una sucursal cercana a buscar lo que faltaba. La chica, muy amable, me recordó cuáles debía tomar y a qué horas, puesto que el recetario incluía antibióticos y antiinflamatorios orales e inyectables entre otras cosas.

Cuando conseguí hacerme de todos los remedios necesarios, tomé mi pequeña mochila y me fui hasta la terminal que también quedaba a pocas cuadras y donde tomé un colectivo amarillo que salía cada 15 minutos rumbo al Parque Nacional Iguazú. Durante el viaje me sentía molesto, como si los dolores estuviesen despertando poco a poco. Hacía muchísimo calor, y una vez que bajé del micro me di cuenta que había olvidado allí arriba la visera que llevaba puesta. ¡Ni pensar en pasar todo un día en aquel lugar al rayo del sol sin nada en la cabeza! Y comprar allí una gorra podría costarme mucho más caro que los remedios en los que había invertido una cantidad importante de pesos. Por recomendación de un guardaparque, esperé donde el micro me había dejado, y él mismo, cuando el micro regresó de la limpieza, le hizo señas para que parase, entonces pude subir y allí estaba mi gorrita en el último asiento, donde la había dejado.

La recuperación de la gorra me había llevado media hora, y los dolores, aunque no tan fuertes como cuando desperté en la madrugada, decían nuevamente “aquí estamos”. Enseguida saqué el ticket de ingreso y me subí al trencito que tanto ansiaba conocer, ya que en mi última visita a las Cataratas no estaba aun en funcionamiento.











Decidí visitar primero la Garganta del Diablo, porque sin duda es el mejor espectáculo natural del parque, y mi estado de salud no garantizaba que pudiese apreciarlos a todos. El movimiento del tren que me llevaba incrementó los dolores, al punto que siendo las 11 de la mañana tuve que tomar el analgésico que debía tomar recién a las 5 de la tarde. Visité la Garganta del Diablo, mientras se calmaban mis dolores, y las encontré muy diferentes a lo que recordaba. Había estado en cataratas en 1996 y 1998 y conocí la Garganta del Diablo en la segunda oportunidad, pero no existían las pasarelas, ya que habían sido destruidas por inundaciones, entonces sólo podía llegarse hasta ella en botes. Hoy en día, el paseo en bote por el Río es una excursión que hay que pagar aparte. La caminata por las pasarelas es larga, dura unos veinte minutos, y es muy atractiva, ya que a lo largo de ellas es posible observar distintas vistas del río Iguazú en todo su esplendor y en algunos sectores, con una calma, que resulta increíble saber que a pocos metros de allí se encuentre el salto de agua de mayor caudal en el mundo.

En aquellas pasarelas, a poco de llegar a la Garganta, me encontré con la parejita de españoles que había conocido en el hostel de San Ignacio, y no pude dejar de mencionarles mi desventurado cólico renal.



La cantidad de turistas en aquel lugar era impresionante, y enseguida recordé mi visita 13 años atrás cuando los únicos que estábamos allí éramos nosotros: los grupos de teatro de distintos puntos del país que habíamos viajado a Eldorado, ciudad cercana a Puerto Iguazú, con motivo de un festival de teatro. Sin duda, Cataratas es la más clara muestra de la devaluación del peso argentino, y de cuánto se ha abaratado nuestro país para el turista exranjero. La mayoría de los que estaban allí eran americanos, europeos y brasileros.
Permanecí una media hora en la espectacular Garganta del Diablo, la que a decir verdad había disfrutado muchísimo más en mi anterior visita, dada la poca cantidad de gente que había y el calor mucho menos agobiante que en esta oportunidad. No obstante, pese a los empujones de los demás visitantes para tomar una foto, pude quedarme allí unos cuarenta minutos, ya sin dolores de riñones molestos. Y el amontonamiento no consigue opacar el espectáculo en sí mismo: el impresionante salto de agua, el rugir del río, y el arco iris que se forma allí abajo vuelven a la Garganta del Diablo un tesoro de la naturaleza único en el mundo.

Regresé luego a tomar el tren, y recorrí primero el circuito superior y después el inferior, parándome en cada salto para grabar y tomar fotografías, aunque no me detuve todo el tiempo que hubiera deseado si mi organismo se hubiera hallado en condiciones óptimas, pues el camino era demasiado largo y temía que los dolores volvieran cuando se fueran los efectos de los remedios, y prefería que esto sucediera una vez que llegase al hotel y no entre las pasarelas de las Cataratas.


Lamentablemente no pude hacer el cruce en bote a la Isla San Martín, dado que en aquellas horas de la tarde el río había crecido mucho.
Dejé las Cataratas del Iguazú, sin duda una maravilla natural del mundo, cerca de las cuatro de la tarde, empapado en transpiración y extremadamente cansado. No a cualquiera se le ocurre realizar aquel paseo en medio de un cólico renal, pero era mi último día en Misiones, ya tenía comprado desde hacía tiempo el pasaje a Río de Janeiro y quien sabe cuando tendría nuevamente la posibilidad de visitar Cataratas. Me fui con la sensación de no haber disfrutado del todo el paseo, de haber sufrido mucho el calor, además de los dolores, y la preocupación constante de que estos reaparecieran sumado al calor que era en verdad terrible, como lo había sido en los últimos días.
Cuando llegué al hotel, me di una rápida ducha de agua fría (la caliente no funcionaba), y me fui enseguida a la piscina, ya que había ido a parar allí y  decidí pagar 8 pesos más simplemente porque tenían una piscina. Supongo que el contacto con el agua fría fue lo que desató la barbarie de mi riñón derecho que se inflamó en pocos segundos obligándome a salir, como pude, de la piscina, y esto fue, levantando una sola pierna, arrastrando la otra y rodando fuera de la piscina ante la mirada atónita de los presentes, quienes habrán supuesto que estaba allí realizando alguna contorsión de aquellas que se hacen en yoga, o algo por el estilo.

Así como estaba, me sequé el cuerpo, me puse una remera y emprendí por segunda vez en aquel día mi camino hacia el hospital. La médica de guardia, esta vez, no tenía muchas ganas de andar atendiendo pacientes, al fin y al cabo, le pagaban muy poco para eso, entonces me envió con una enfermera, o una residente, no se muy bien qué era pero sí recuerdo que era muy linda y simpática y que me trató muy bien, y se notaba que tenía ganas de aprender, de ayudar y de romper con el aburrimiento de aquella tarde, en una guardia médica desierta. Me tuvo allí como una hora, me aplicó la inyección que debían ponerme recién 12 horas después, y entre  los dos nos pusimos a pensar en alguna opción, en alguna razón, alguna señal que me dijese que sería posible hacer un viaje de 24 horas en micro en esas condiciones.

La muchacha, finalmente me recomendó que en lugar de tomar todos los medicamentos cada 8 horas, los alternase cada cuatro, y que a la mañana siguiente me pusiera otra inyección de acuerdo a cómo pasara la noche. “Tenemos que hacer lo posible para que no suspendas tu viaje”, me decía, en una causa que para ella también se había vuelto personal.

Después de una hora en la guardia, me fui, ya sin dolor, a la Terminal de micros, que como todo en Puerto Iguazú, quedaba a unas tres cuadras, y allí me indicaron que podían reintegrarme hasta el 70 % del valor del pasaje a Río, hasta diez minutos antes de la partida del micro. El anhelado año nuevo en Copacabana comenzaba ya ser un sueño cada vez más lejano. Después de la consulta en la Terminal me fui a una agencia de viajes donde pregunté por los vuelos a Buenos Aires, y afortunadamente, con lo que Crucero del Norte me reintegraba por el perdido pasaje a Río, y un poco más de dinero, podía tomar un vuelo a Buenos Aires sin que me costase tan caro. Un fallido viaje se convertía así en el auxilio para realizar otro. También aproveché para averiguar sobre el precio de los taxis al aeropuerto, ya que era impensable cargar la enorme mochila en la condición en que me encontraba.

Con bronca y desesperanzado, no cené esa noche, sólo me tomé un helado, y como me insistieron los médicos: mucho, mucho líquido. El calor que había hecho durante todo el día hizo que bebiera incluso más de lo indicado. Quiebrapiedras, me había dicho el encargado del hostel en San Ignacio la noche anterior, cuando le comenté que durante la noche me había parecido sentir una molestia en el riñón. Quiebrapedras es un yuyo muy conocido en la región, aunque pensándolo bien, qué yuyo no es conocido en Misiones, una provincia que se destaca por su exhuberante vegetación.
Al llegar la hotel, ocurrió lo peor: me recosté un rato, y a sólo dos horas de la anticipada inyección de buscapina y de la ingesta del antibiótico los dolores regresaban como si nadie les hubiese dicho “¡Basta! ¿No ves estúpido riñón que estamos en las Cataratas y que tenemos que viajar mañana a Brasil para festejar el año nuevo?”

Aquella noche, una vez que se desocupó una de las tres computadoras con las que constaba el hostel, chateé con Bernardo, el chico de couchsurfing que iba a hospedarme en Belo Horizonte el domingo siguiente, y le comenté lo que me sucedía, y que no viajaba a Brasil.

También telefoneé a casa para comunicarle a mi familia mi inminente regreso, y arreglar los detalles para que fueran a buscarme al aeroparque de Buenos Aires al día siguiente. Mi madre insistía en que me quedase en Iguazú, porque el cólico se me iba a pasar en algún momento, al cabo de unos días y no tenía sentido, según ella, quedarme el resto de mis vacaciones en casa, lamentándome por el viaje no realizado. “Quedate ahí y cuando se te pase te vas para Brasil”, insistía. La peor parte, por supuesto, la llevaría ella, teniendo que soportarme todo el verano en casa llorando por el viaje que no fue. Pero la bronca y la impotencia que me invadían eran mayores, y no habría nada más deprimente que pasar el año nuevo en la cama, con un riñón inflamado, sin poder sentarme siquiera, cuando el plan de los últimos meses era hacerlo nada menos que en Río de Janeiro, y en el mar, sobre las arenas de Copacabana. Mi año nuevo sería así tan deprimente que prefería hacerlo acompañado al menos por mi familia. Amargado, dolorido y desesperanzado, me dormí entre quejidos, que mis compañeros de cuarto, quien sabe a qué habrán atribuido, y puteando con todas las letras, como era debido, al inoportuno riñón.


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  Algunos Precios:
-Ingreso al Parque Nacional Iguazú para argentinos (incluye visita a todos los circuitos, cruce a la isla San Martín y pasaje ida y vuelta en tren a la Garganta del diablo, al circuito inferior y al superior): $ 20
-Bus ida y vuelta de Puerto Iguazú al Parque Nacional: $ 15
-Hostel Che Lagarto con desayuno incluido: $ 48
-Helado: $ 4
-Gaseosas de medio litro: $ 5
-Medicamentos para el cólico renal: Una cifra desorbitante.

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