La primera noche en Bolivia se sintió. Y sobretodo se sintió mal en los intestinos. Me pasé la madrugada yendo y viniendo al baño (que quedaba en el patio donde el viento soplaba como un huracán). Tanto me dolía la panza que empecé a dudar sobre el viaje que debía emprender en pocas horas. Sabía que el camino hacia Tupiza y desde allí hasta Uyuni era uno de los peores del sur de Bolivia. Por un lado, si decidía quedarme ahí, estaba a quince cuadras de mi país donde podía confiar un poco más en la atención médica y al menos no tendría esa sensación de estar enfermo en un país que acabo de conocer. Pero por otra parte, lo más interesante que se podía hacer en Villazón era salir huyendo lo más antes posible de allí. En el hotel no quedaría nadie ese día, salvo la fiel y confundida empleada que ni enterada estaba de haber registrado en su hotel a dos inquilinos menos. Me quedaría ahí sólo, con el frío, la empleada y el único enchufe que había en todo el hotel para cargar los celulares de toda la troupe de argentinos invasores.
A las cinco de la mañana los chicos comenzaron a levantarse. Fue Chulo el que me convenció de que no me quedase ahí sólo y siguiera hasta Tupiza con ellos. Los doce argentinos partieron caminando rumbo a la Terminal, menos yo, el apóstol número 13, el Judas Escariote que iría en taxi, porque caminar 15 cuadras con el equipaje a cuestas sólo hubiese desembocado en un frustrado intento de salir de aquel lugar para volver a encerrarme en el baño del hotel.
Ya en la Terminal de micros, pude hablar por teléfono a casa (por la noche había sido imposible encontrar un locutorio o teléfono público), advirtiéndoles que no esperasen llamados de mi parte por una semana, ya que estaba a punto de internarme tres días en los desiertos del altiplano boliviano (Dicho de este modo, mi señora madre creyó una exageración lo que era absolutamente literal). Parte del grupo fue a cambiar dinero mientras Chulo, Ceci y yo nos quedamos cuidando la montaña de mochilas. El micro que nos transportaría hasta Tupiza no tardó mucho en llegar. Fueron dos horas de viaje por un camino de tierra y ripio, en lo que por momentos se asemejaba a una coctelera. No hice mucho más que dormir y tratar de no pensar en el dolor de panza, y principalmente evitar pensar en las ganas de ir al baño. Por suerte el carbón hizo efecto.
1) Es más caro
2) Me iba a aburrir. El tour de cuatro días es cansador y la única diferencia con el de tres es que permanecés más tiempo en casa lugar que se visita.
3) Desde Tupiza no había posibilidad de contratar un tour de tres días.
4) En Uyuni, todas las agencias despachan sus 4x4 a la misma hora, por lo cual en caso de que alguna tuviese algún inconveniente se ayudaban unos a otros, todos los choferes se conocen entre sí aunque trabajen para agencias distintas.
5) En Tupiza son pocas las agencias, pocos los tours que parten desde allí, y por lo tanto pocas posibilidades de ayudarse unos a otros en caso de problemas.
Los bolivianos me recomendaron además algo que ya había oído y leído hasta hartarme: que no comiera lechuga, que evitara verduras y hortalizas sin cocer. Además de la buena onda, sin duda conocían de lo que hablaban. Al fin y al cabo habían vivido allí toda su vida y yo había llegado hacía dos días. Así que sin pensarlo dos veces me fui al ciber, recogí mi bolsa con ropa sucia, compré unas pastillas de carbón y otras para el soroche o mal de altura y me fui hasta la Terminal de micros para sacar un pasaje a Uyuni.
Mi micro y el de los chicos salieron juntos. La primera media hora se veían relámpagos y una llovizna amenazaba con arruinarlo todo. Al principio me asustaba con los bocinazos que pegaba el chofer antes de tomar las curvas (que eran constantes). El camino, de tierra y precipicio constante. Por momentos atravesábamos pequeños arroyos y otros no tan pequeños, así que rogábamos que no se largase a llover. Apenas oscureció me quedé dormido. Cuando desperté, estábamos por llegara Atocha , y para mi sorpresa, el periodista ya no estaba a mi lado, en su lugar había un flaquito rapado, nada que ver con el que había estado charlando cuando subí. Entonces, mi nuevo compañero de asiento me explicó que, como contaba con pocos días de vacaciones, había emprendido un viaje maratónico desde Buenos Aires hasta Tupiza, subiéndose de un micro a otro sin parar nunca ni a estirar las piernas, y que cuando llegó a Tupiza a las 17.30 ya no había pasajes para Uyuni sino hasta el día siguiente, por lo que aceptó (por el mismo precio) viajar sentado en el suelo. El periodista compadecido le había cedido su asiento por un rato apiadándose del pobre abogaducho que ya tendría a esa altura el traste duro y liso como el mármol.
A las tres de la mañana (tres horas más de lo previsto) llegamos a Uyuni. Hacía mucho frío pero por suerte el clima nos había acompañado ya que no se habían presentado más que algunas lloviznas durante el viaje. El abogado, el periodista, y una colombiana confiaron en mis “investigaciones previas” y se dejaron conducir por mí hasta el Hotel Avenida, ya que había leído decenas de referencias sobre el mismo. Después de unas cuántas volteretas por la ciudad, muertos de frío llegamos al Hotel Avenida donde no había habitaciones disponibles. Lamentablemente, eran las tres de la mañana y en todo Uyuni no había ni una habitación disponible. En eso vemos aparecer por una esquina a una mujer seguida de un contingente de mochileros. Y a medida que se acercan empiezo a distinguirlos: Eran Mariano, Javi, Chulo, Pato, Seba, Lucía, Connie, Ceci, y muchas de las personas que nos habían acompañado en el camino Villazón-Tupiza.

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