Éste último, nos decía que antes debíamos entregar la mochila, y así, indefinidamente íbamos y veníamos sin sentido mientras una muchedumbre de peruanos continuaba metiendo cosas en el guardaequipaje, a éstos no le pedían ninguna documentación, y subían al micro las cosas más absurdas: enormes packs de rollos de papel higiénico, de desodorantes de ambiente, todo tipo de prendas de vestir, paquetes de algodón, juguetes y todo tipo de mercaderías, mientras los chilenos y yo seguíamos esperando. Hasta que el chofer nos dijo: ya no hay más lugar, tienen que tomar otro ómnibus. Cerraron la puerta y se fueron.
Sin llegar a comprender cuál era el negociado entre choferes y pasajeros (no había tiempo para eso), decidí tomar uno de los taxis compartidos que iban hacia Arica por 13 soles por persona. Puse mi mochila en el baúl del taxi donde me indicaron, que estaba sin pasajeros en ese momento. Estos no tardaron en llegar y un rato después el chofer me hizo bajar del taxi y quitar de allí mi equipaje porque había completado ya los cinco pasajeros y le sobraba uno.
Finalmente el segundo taxi me llevó hasta Arica. Viajaban además del chofer y yo, un chileno y una chilena que vivían en Arica, y una pareja de amigos: Guillermo de Perú y Jean Claude, de Canadá.
Estábamos a punto de entrar a Chile cuando a alguien se le ocurrió comentar que no cruzáramos hojas de coca porque podían llegar a multarnos e incluso impedirnos el ingreso. Ya sabíamos que Chile tiene fama de ser muy exigente con lo que se ingresa a su territorio. El señor chileno me advirtió que guardara las dos bolsitas de coca en mis bolsillos, porque en la aduana escaneaban la mochila.
El auto tuvo que detenerse, sacar los equipajes, y allí, al rayo del sol, sobre el baúl, me puse a desarmar la mochila: recuerdos, pantalones, calzoncillos, tuve que sacar todo para poder encontrar las dos bolsitas que tan bien había escondido.
El chofer se había encargado de nuestro papelerío cuando salimos de Perú (para agilizar las cosas estaban acostumbrados a hacerlo ellos mismos) y había olvidado el papelito que certificaba la salida de Guillermo. Allí vivimos un feo caso de discriminación. Guillermo era el único peruano (conocida es la rivalidad entre Chile y Perú desde la Guerra del Pacífico y lo poco bienvenidos que son los peruanos en el país del sur). Aún cuando el chofer, que ya conocía al empleado de migraciones y asumió ante él la culpa, le hicieron a Guillermo todo tipo de preguntas: entre ellas si era gay y si Jean Claude era su pareja. Le exigieron tarjetas de crédito, certificados laborales y cosas insólitas que no nos habían pedido a nadie, y al final le firmaron la entrada pero sólo por 10 días y para la ciudad de Arica, o sea que no podía moverse de esa ciudad.
Después de cambiar algo de dinero me tomé un taxi junto a Jean Claude y Guillermo, y nos fuimos a la zona donde, según me habían dicho los chilenos que conocí en Chivay, podía encontrar hoteles a un precio razonable.
Hacía calor, y no era muy agradable andar con todo el equipaje a cuestas, así que me quedé en el primer hotel que encontré, donde me dieron un cuarto individual por 10 dólares la noche. En ese momento me llamó mi abuela, que desde Argentina, seguía preocupada por lo que veía en TV sobre Cuzco y Machu Picchu. Me costó hacerle entender que ya me había ido de allí hacía seis días.
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