Después del baño, esperé a Carolina y volvimos a nuestro hotel. Desayuné un mango que me dio la colombiana y un pedazo de bizcochuelo que había comprado en Tupiza. Afortunadamente los problemas intestinales parecían haber llegado a su fin. Por las dudas me tomé otro carbón y me volví corriendo al Sajama cuando me di cuenta que había dejado allí mi mochila de ataque. Por suerte aun permanecía ahí, a un costado de las duchas.
La agencia que me habían recomendado aquellos chicos bolivianos que conocí en Tupiza, quedaba justo enfrente del hotel, pero estaba cerrada. No abría hasta las 10. Salí nuevamente, como lo había hecho en Tupiza, a recorrer la ciudad con mi bolsita de ropa sucia en busca de una lavandería, tarea difícil si las hay. Preguntando en la calle me mandaron a dos cuadras del hotel, cuando llegué el hombre me explicó que el negocio ya había cerrado hacía un tiempo y me entregó un mapa de Tupiza en donde se marcaban 12 lavanderías. Contento con mi mapita y mi bolsa de consorcio fui hacia donde se suponía estaba la más cercana, pero en su lugar hallé un templo evangélico y mucha gente cantando en la calle y repartiendo volantes.
Según el mapa Tupiza estaba repleto de lavanderías, lo cierto es que ninguna era real. Cuando preguntaba a la gente de ahí y les mostraba el mapa me miraban perplejos. E realidad mi impresión era que jamás habían visto en su vida ninguna lavandería por la zona. En mi infructífera tarea, aprendí además que ni “lavadero”, ni “laverap”, ni “lavandería” son términos comunes en Bolivia. Hay que preguntar por un “laundry”, de lo contrario se te quedan mirando como si hablaras en esperanto. Después de cuadras y cuadras, terminé a media cuadra de donde había dormido. Un hotel que ofrecía servicio de lavado por 9 bolivianos el kilo de ropa, y podía retirarla en cualquier momento ya que al ser un hotel importante, permanecía abierto las 24 hs.
De allí me fui a la agencia, que todavía permanecía cerrada, y la sorpresa fue que, preguntando precios en otras agencias, me enteré que debido a la falta de combustible, ese día saldrían pocos tours desde Uyuni, por lo tanto, debería apurarme para contratarlo. Javier, el abogado, me había confiado la tarea de contratar el tour. Toda la gente que había conocido hasta entonces y que estaba en ese momento en Uyuni planeaba hacer el tour de un día, en el que te llevan a conocer el salar y la Isla Incahuasi. Javier y yo queríamos el tour de cuatro días, en el que se visitan los desiertos, géisers y lagunas de colores. Al igual que en Tupiza, había que completar seis pasajeros para contratar el tour. Todos partían a las diez de la mañana y estábamos cerca de la hora, así que me paré en una esquina y empecé a preguntarle a la gente que entraba y salía de las agencias, si querían hacer el tour de 4 días junto a nosotros. Conseguí una pareja de españoles. Ya éramos cuatro. Y en eso se me acerca un muchacho dirigiéndose a mi por nombre y apelllido. Era Gustavo, un chico al que había conocido a través del blog de viajeros unos meses antes y con el que habíamos analizado la posibilidad de viajar juntos, que finalmente no se dio. El tambien quería hacer el tour de cuatro días, ahora sólo faltaba un pasajero más. En ese momento, entre el incesante desfile de turistas yendo de una agencia a la otra, regateando precios y armando grupos, viene Lucía con la noticia de que junto a sus amigas Connie y Ceci (las tres chicas que conocimos en Humahuaca) iban a hacer el tour por el desierto, y que en la agencia esperaban dos pasajeros más. Con Javier y yo, el equipo ya estaba completo. Y así lo hicimos. Le presenté a Javier a las chicas, tomé un café con leche y tostadas, y me despedí por enésima vez de Mariano, Javi y los sanjuaninos. A las diez en punto partimos rumbo al salar más grande del mundo.
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