La charla constante hizo que el viaje se hiciera un poco menos largo, pese al calor, al apretujamiento en el que viajábamos y la falta de oxígeno debido a la progresiva altura del camino. En el camino, saliendo de La Paz, una decena de vendedoras vestidas de blanco y celeste se abalanzó sobre la combi. Vendían unos juguitos en bolistas de nylon con un durazno adentro, diarios, panes y otras cosas. Una pasajera compró el diario y pudimos leer un llamativo aviso en los clasificados: “VENDO RIÑON URGENTE”. Los futuros médicos se quedaron boquiabiertos. En Bolivia, si bien la venta de órganos está penada por la ley, es una práctica tan común, que hasta se anuncia en los diarios.
Llegamos a Tiwanaku. Los mismos pasajeros nos indicaron con señas cómo movernos por el lugar: “Allá está el pueblo, allá el museo y allá las ruinas. Aquí no hay otra cosa”. Pero lo que hay allí es por demás suficiente como para ir a conocerlo.
El “Museo Regional y Arqueológico de Tiwanaku está organizado en un museo cerámico, otro lítico, y el complejo arqueológico propiamente dicho.
Contratamos un guía con los chicos de Paraguay, con el que recorrimos primero los Museos lítico y cerámico, donde pudimos observar el alto grado de desarrollo que llegó a tener esta cultura milenaria. Luego fuimos al sitio arqueológico, una ciudadela que antiguamente fue un puerto del lago Titicaca, aunque actualmente, el lago se haya desplazado a 20 kilómetros de distancia.
Visitamos la Pirámide de Akapana, el Templete Semisubterráneo con sus característicos cráneos de piedras incrustados en las paredes, y el Templo de Kalasasaya con su mítica Puerta del Sol. Por último, regresamos al Museo donde vimos al monolito Bennet de 8 metros de altura, y nos sacamos fotos junto a él, lo que encolerizó a uno de los cuidadores del museo, que llamó la atención a nuestro guía. El monolito Bennet estuvo en exposición en La Paz hasta 2002, cuando las autoridades decidieron restituirlo a Tiwanaku, y emplazar una réplica en su lugar, para preservar su conservación, razón por la cual tampoco está permitido sacarle fotografías.
Concluida nuestra visita a aquel legendario lugar, caminamos hasta el pueblo, donde compartimos un ameno almuerzo con los paraguayos y me di el gusto de probar la carne de llama.
Después de almorzar, fuimos a echar un vistazo a la plaza del pueblo ( la única plaza cerrada por arcos que subsiste del antiguo Virreynato del Perú, y a la iglesia, construída a partir de 1580 con piedras extraídas del sitio arqueológico.
Regresamos en la misma combi que nos había llevado, esta vez con menor cantidad de pasajeros, y nos dejó en el cementerio. Desde allí, decidimos caminar hasta nuestros respectivos hoteles (unas 15 cuadras), para conocer un poco más de la ciudad.
Nos llamaron la atención, la innumerable cantidad de puestos, que bordeando el cementerio y a lo largo de toda aquella avenida, se amontonan uno junto a otro, y donde se venden toda clase de artículos para la casa, ropa, zapatos, golosinas, frutas y verduras entre otras cosas.
Después de estar un rato en el hotel, Javier reservó en la agencia de turismo de la plata baja una excursión a Coroico que se hacía en cinco horas de bicicleta, la cual me negué a compartir pese a la insistencia de nuestro amigo alemán. Fuimos con los dos brasileros al colorido Mercado de las Brujas, que estaba a dos cuadras de allí, y donde proliferan las artesanías regionales. Compré algunos recuerdos, y tuve la mala suerte de olvidarme una bolsita con dos bufandas en uno de los negocios, cuando volví, ya los puestos estaban cerrados.
Ya por la noche de aquel domingo, se complicó hallar en La Paz un lugar donde cenar. Finalmente encontramos abierto un restaurante en una esquina de la calle Avenida Santa Cruz y Comercio, justo debajo del Puente peatonal. Javier se volvió al hotel porque se sentía descompuesto, y yo me quedé cenando con los cinco paraguayos y los dos brasileros.
Mirá el video de este capítulo:
http://www.vimeo.com/13220708
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