MONTAÑITA, ECUADOR, Miércoles 28 de diciembre de 2011
El hotel donde habíamos ido a parar era bastante extraño por
cierto. Una puerta de madera conducía a una improvisada escalera en la que
había que agacharse para no llevarse puesto al techo cuando se estaba llegando
al primer piso.
El cuarto, edificado en bambú, parecía haber sido construido
en un espacio que antiguamente era una sala. Después de unos días en Montañita
nos dimos cuenta que uno puede encontrar dos tipos de hoteles: aquellos que han
sido erigidos para tal fin y que tienen la estructura de un hotel tradicional,
y los otros, un poco más alejados de la calle principal, originalmente casas de
familia donde se han agregado cuartos en todo espacio que sobrara o en
cualquier agujero disponible.
Pese al calor, pude dormir profundamente. Nacho, sin embargo,
no pudo pegar un ojo debido al gallo del vecino que no cesó de cantar desde la
madrugada hasta casi el mediodía cuando nos levantamos.
Salí a dar una vuelta por el centro y la playa. El sol
rajaba la tierra. La playa estaba repleta de chicas extremadamente bonitas y
jovencitos musculosos. Casi todos veinteañeros, casi todos de buena posición
económica, casi todos lindos, casi todos argentinos y chilenos. Este era el
ambiente de Montañita. En la playa central se acumulaban carritos donde vendían
ceviche a 5 dólares. Pero nosotros almorzamos en el bar de Jhonny, una rica sopa
de camarones y pollo con ensalada. Mi amigo correntino no podía entender qué
hacíamos a aquellas horas, y con ese calor tomando una sopa. Pero además de
rica, barata, y nutritiva, es costumbre de los países andinos tomar una sopa
antes de plato principal o “segundo” como allí lo llaman.
Después del almuerzo fuimos a la playa, pero no a la
céntrica, sino al sector que estaba a 100 metros del hotel.
Alquilamos unas reposeras con sombrilla y allí pasamos la tarde, hablando del
viaje que nos esperaba, de experiencias pasadas, de la vida al fin.
Regresé al hotel a buscar la pantalla solar cuando tuve mi
primer percance: al querer entrar al cuarto la llave se partió al medio y me
quedé con un trozo de llave en la mano y otro pedazo en la cerradura. Fui al
cuarto de los encargados pero no había nadie, así que bajé y pregunté en el
kiosco de al lado, como podía ubicarlos. El chico del kiosco entonces consiguió
dar con la encargada, quien me acompañó nuevamente hasta el cuarto y con un
alicate que me dio conseguí quitar el trozo de llave atascado en la cerradura,
mientras ella trataba de adivinar cuál de todas las llaves, de un manojo de 10,
era la copia de la que se había roto. Probando una por una al fin logramos dar
con la llave correspondiente y conseguí entrar a la habitación.
Tardé como una hora hasta regresar a la playa donde Nacho
seguía recostado sobre la reposera. No había nadie por allí, hasta que avanzada
la tarde llegaron dos muchachos y una chica, los tres argentinos, y a poco se
sumaron otros, amigos de los primeros, y de repente nos encontramos rodeados de
argentinos, tomando mate, cantando y sacando fotos. Estos eran más parecidos a
nosotros, ni tan perfectos, ni tan veinteañeros, ni de tan buena posición
económica. Eran mochileros por excelencia y algunos de ellos habían alquilado
una casa en la que vivían en grupo. Hacía tiempo que estaban viajando por
Sudamérica. Charlamos un poco con cada uno, contemplamos el atardecer que fue
excepcional y ya de noche, nos despedimos. Cuando me puse a juntar mis
pertenencias descubrí que me faltaba la visera que un alumno me había regalado
hacía unos días. Busqué y rebusqué pero no hubo caso. Mientras charlábamos, la
marea había ido creciendo y muchas veces tuvimos que correr a mover las
reposeras que eran invadidas por el agua. Seguramente, ahora mi visera andaría
flotando por el Océano Pacífico.
Llegado el atardecer, aquel sector de la playa, que había
estado prácticamente vacío de personas todo el día se pobló de gente. La
mayoría se bañaron, yo me dediqué, sin embargo, a tomar fotos de la magnífica
puesta de sol.
Esa noche cenamos unas ricas pastas en un local de comida
oriental, después anduvimos largo rato por las calles de Montañita. En la calle
principal hay decenas de puestos donde se venden tragos para todos los gustos,
y se asemeja a una disco al aire libre, ya que centenas de jóvenes van y
vienen, beben y bailan en medio de la calle hasta pasada la medianoche. Esto no
es común en la mayoría de las ciudades ecuatorianas, donde la ley prohíbe el
consumo de alcohol los días domingo, y la apertura de bares y boliches después
de las 2 de la mañana.
Terminamos la noche tomándonos unas cervezas en Nativa
Bambú, la discoteca más conocida de la ciudad, que se encuentra sobre la playa
y desde donde se tiene una excepcional vista del mar en su plenitud.
Nos esperaba un viaje arduo, cansador, por las sierras, las
ciudades y las selvas de la mitad del mundo. Como una antesala de nuestro
viaje, Montañita era el lugar perfecto para despejarse, dejar atrás el trabajo y
los problemas, y tomarnos unos días de descanso y de rélax para encarar la
aventura que se aproximaba.
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