¿Qué se puede decir de esta laguna? Es un lugar espectacular. Un paisaje maravilloso con el volcán Licancabur de fondo, el mismo que hacía ya casi un mes había visitado del lado boliviano. Las aguas de Laguna Cejar tienen un color violáceo, turquesa por momentos, esmeralda en otros sectores, y se encuentra en pleno salar de Atacama por lo cual sus orillas son completamente blancas.
Pero el verdadero atractivo de Cejar reside en su alta salinidad, lo que hace que cuando no se sumerge en sus aguas se mantenga flotando todo el tiempo, siendo prácticamente imposible sumergirse. Quienes conocen el mar muerto suelen afirmar que la salinidad de Cejar es aun superior. Un buen lugar para quienes no saben nadar y guardan cierta desconfianza al agua. Es una experiencia inolvidable meterse allí y sentir como el viento te lleva de un lado a otro sin ningún esfuerzo.
Hay que tener cuidado porque el agua tiene tanta sal que hace arder los ojos. Por suerte nuestro guía había llevado algo de agua con la que nos enjuagábamos los ojos a cada rato. Además, tanto la cara como el cuerpo nos quedaron todos cubiertos de sal y la ropa dura como de cartón. Fue muy gracioso pasar la tarde en aquella laguna y nos divertimos mucho.
De allí fuimos a los “ojos del salar”, dos pequeñas lagunas circulares de agua dulce verdosa cuya profundidad, según los lugareños, aun se desconoce. Allí nos bañamos para quitarnos toda la sal del cuerpo, y luego partimos hacia una de las partes blancas del salar, ya que por aquellas zonas es entre amarronado y rojizo.
Aquel sector blanco linda con la laguna Tebiquinche. Nos tomamos unas cuántas fotos y lo gracioso era ver como William, nos pedía todo el tiempo que le sacáramos fotos a él.
Cuando el sol ya estaba cayendo y la gente abandonaba el lugar, me fui caminando con las dos chilenas hasta las orillas de la laguna. Tebiquinche tiene un color azul celeste muy puro, y junto con el salar conforma un paisaje de características singulares.
A medida que bajaba el sol, los rayos del sol daban al salar una tonalidad dorada y el cielo comenzó a reflejarse sobre el piso. Mientras caminábamos para reencontrarnos con el resto del grupo teníamos la extraña sensación de estar caminando sobre el cielo. Sin dudas, fue el mejor atardecer que contemplé en mi vida.
Cuando llegamos a la orilla del salar y el sol ya se escondía en el horizonte, Tebiquinche desapareció, como si nunca hubiera existido, y todo a nuestro alrededor tomó una tonalidad rosada increíble. Hasta el cielo se puso rosado.
Mientras oscurecía cada vez más rápido, brindamos con un pisco sour que William había llevado especialmente para la ocasión, y emprendimos el regreso a San Pedro, donde hicimos una parada en un almacén para comprar algo de comer y provisiones para el desayuno de la mañana siguiente, ya que íbamos a partir muy temprano para contemplar el amanecer nada menos que en los Géiseres del Tatio. Otra experiencia fabulosa nos esperaba.
Ya en el hostel, después de una buena ducha, me preparé unos sandwichs con algunas de las cosas que había traído desde Iquique. Estaba con mucho sueño, pero había acordado encontrarme con Matías y José en la placita, cosa que no pude hacer, ya que llegué muy tarde y ya se habían ido. Aquellas cuadras desde el hostel hasta la plaza tuve que caminarlas dos veces, cuando me di cuenta que en alguna parte del recorrido había perdido un collar que llevaba puesto y que había traído como recuerdo de Iquique. Pero las calles de San Pedro son muy oscuras y fue imposible recuperarlo.
Me fui a dormir un poco fastidiado por la pérdida y por no haber llegado tiempo a la reunión con mis amigos brasileros, a quienes seguramente no volvería a ver. Pero de todos modos, nada opacaba la felicidad que sentía por haber pasado una tarde maravillosa, en lugares en donde hacía un año que soñaba con conocer, y con un grupo de personas sensacionales.
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