Era mi último día en Iquique, una ciudad en la que definitivamente, ya en la último etapa de mi viaje, me dediqué a descansar y como dicen los chilenos a “carretear”. El día anterior ya había comprado mi pasaje para salir por la noche rumbo a mi último destino antes de regresar a la Argentina: San Pedro de Atacama.
Me levanté temprano, estaba terminando de ordenar la mochila cuando me avisaron en el hotel que alguien preguntaba por mi en la puerta. Era nada menos que William, el instructor de parapente que venía a buscarme para hacer mi vuelo de bautismo.
El trámite fue rápido y no me dejó mucho tiempo para pensar, ni para ponerme nervioso por el acontecimiento: me calcé un traje y un casco sobre mi ropa, me colgué la videocámara al cuello, y entre William y el conductor me ataron al parapente. Sólo recuerdo que por un segundo tuve el pensamiento de que el viento podía empujarme y salir volando solo, sin el instructor. Pero insisto, todo fue rapidísimo. Sólo me explicaron que cuando el parapente de inflara la fuerza del viento me arrastraría hacia atrás, por lo cual debía correr hacia adelante. Después debía saltar y una vez en el aire, sentarme sobre una tablita que tenía apoyada sobre los glúteos. Pero lo que sucedió fue que no sentía ninguna fuerza del viento, corría un poco hacia delante y ahí nomás, a pocos metros estaba el precipicio, entonces aminoraba la marcha, pero William me insistía: ¡Corre! Y así lo hice. Cuando me di cuenta ya estaba volando sobre la carretera.
La experiencia fue fascinante, y lejos de sentir temor, o adrenalina, me vi envuelto en una sensación de relax que jamás hubiese imaginado. Cámara en mano, tomé imágenes de la mayor parte del vuelo. Fuimos y vinimos, hicimos piruetas, subimos, volvimos a bajar, y atravesamos toda la ciudad de Iquique hasta llegar al mar. Como jamás viajé en avión, ver el mar y la ciudad desde el cielo me causó una sensación muy extraña.
Me quité el traje, y el casco, saludé a mi instructor, y el auto me llevó hasta la Terminal donde dejé la mochila en un guardaequipajes para dedicar lo que quedaba del día a pasear por la ciudad.
Lo primero que hice fue ir a comprar Chumbeques, el típico dulce de Iquique, que quería llevar para obsequiar a mi familia y a algunos amigos. Luego fui a almorzar a un restaurante a la vuelta de la fábrica de Chumbeques para después dar el último paseo y tomar fotos en la Plaza Prat, el teatro Municipal y el Paseo Baquedano.
En el Paseo Baquedano se encuentra el Museo Regional, en el que pasé buen rato conociendo la historia de Iquique. Allí se exponen colecciones relacionadas con los orígenes de la ciudad, de las salitreras, de la fauna y la flora locales, e incluso hay algunos ejemplares de momias chinchorro, aquellas que son conocidas por ser las más antiguas del mundo.

Aproveché el tiempo para hacer una última recorrida por la playa Cavancha y por el Parque Aventura Yacaré, un acuario a orillas de la playa en el que pueden observarse peces tropicales, tortugas acuáticas, y yacarés provenientes del Mato Grosso.
Me fui luego caminando por la playa hasta el puerto, con la idea de tomar una lancha y visitar la Boya Corbeta Esmeralda, ese punto en el pacífico bajo el cual yace la corbeta que se hundió en 1879 durante el combate naval de Iquique y en la que murió Arturo Pratt. Pero el camino era bastante más largo de lo que imaginaba, y además me entretuve en el camino grabando y fotografiando a patos yecos y pelícanos. Así que cuando llegué al puerto estaba regresando el último bote y ya no había más paseos hasta el día siguiente. Me quedé con las ganas de navegar un rato por el Pacífico, pero me contenté fotografiando a una multitud de malhumorados lobos marinos que peleaban entre sí a ambos costados del muelle.
Ya estaba ocultándose el sol, cuando me dirigí al lugar donde me habían enviado por mi toalla y mis ojotas. La mujer que me atendió allí no sabía nada. Me dijo que debería esperar a que lllegase no sé quién, y ese no sé quién no se sabía a qué hora regresaría. Hice un par de llamados telefónicos pero nadie tenía noticias de ninguna ojota.
Milagrosamente, mientras la señora, muy amable seguía haciendo llamados, “nosequien” apareció y enseguida supo de lo que le hablaban. Fue hacia el interior del lugar y regresó con la bolsita conteniendo mis ojotas y la toalla, todavía húmeda.
Contento y agradecido, me dispuse a prepararme para la partida. San Pero de Atacama era muy caro, todas mis investigaciones previas en la web daba cuenta de ello. Decidí entonces comprar algunas provisiones en Iquique, para no tener que pagar luego el doble en San Pedro.
Fui a un supermercado y gasté 9.100 pesos chilenos en frutas, pan, lácteos, jugos, galletitas y golosinas, una cifra nada despreciable si se tiene en cuenta que terminé tirando gran parte de la mercadería que llevé, pues lo que no se me aplastó durante el viaje, acabó pudriéndose en el calor del desierto.
Como no había empresas que hicieran el trayecto Iquique-San Pedro de Atacama sin escalas, debí comprar un pasaje hasta Calama con transfer a San Pedro. Por la madrugada llegué a Calama y allí en la Terminal esperé dos horas hasta ver el amanecer. Cuando ya empezaba a pensar que esta vez sí me quedaría solo, la espera en Calama me sorprendió con nuevos compañeros de aventuras. Una nueva ciudad, un nuevo día, y muchos nuevos amigos…
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